Traducido para Rebelión por Caty R.
El presidente estadounidense, Barack Hussein Obama, pronunció el jueves 4 de junio de 2009, en El Cairo, un discurso fundador de la política de Estados Unidos en relación con el mundo árabe musulmán, en el que aseguraba que el islamismo es una parte integrante de la civilización estadounidense.
El discurso, a manera de reconciliación, se pronunció con ocasión del cuadragésimo segundo aniversario de la tercera guerra israelí-árabe de junio de 1967. Es un discurso que se aleja del tono vengativo del presidente Nicolas Sarkozy, quien destilaba los estereotipos más xenófobos al denunciar, durante su campaña presidencial de 2007, «a los musulmanes que degollaban corderos en sus bañeras»
Este discurso también coincide con el quinto aniversario de la condena a cadena perpetua de Marwan Barghouti, el más emblemático de los presos palestinos.
Cinco condenas a cadena perpetua sin derecho a libertad condicional (en cada una de ellas) durante cuarenta años, es decir, para una media de vida de 60 años, un total de 340 años de prisión, record mundial absoluto de todos los tiempos. Por lo tanto, Marwan Barghouti, el jefe de la Joven Guardia Palestina, necesitará más de tres siglos de vida para cumplir la condena que le infligió, el domingo 6 de junio de 2004, la justicia israelí. Tres siglos para purgar un crimen imprescriptible, el «crimen de patriotismo». La sentencia no fue sorprendente, ni por su dureza ni por la elección del día de la sentencia. El patriotismo de los palestinos es una materia corrosiva, el mayor obstáculo para el expansionismo israelí; en ese contexto, la condena puede parecer justificada según la lógica hegemónica israelí y la función traumática de la sentencia.
A nadie se le escapa que la sentencia cayó un día, domingo, en el que el mundo entero tenía los ojos clavados en las playas de Normandía cuando los antiguos aliados de la Segunda Guerra Mundial -estadounidenses, ingleses, franceses y rusos- sellaron su reconciliación con el ex enemigo alemán. En un alarde de refinamiento, o de sadismo, la sentencia israelí contra uno de los símbolos de la lucha nacional palestina, se dictó el día del cumpleaños de Marwan Barghouti. Así, esa sentencia singulariza a Israel al ponerlo a contracorriente de una tendencia general a la superación de los conflictos heredados de la Guerra Fría.
Pero esa sentencia de guerra no es fruto del azar. La batalla en el orden simbólico tiene una importancia primordial en el contexto de guerra total que libra Israel, porque determina, más allá de una lectura lineal de la actualidad, el nacimiento de un combate capital, la batalla por la captación del imaginario árabe y para arrancar el sometimiento psicológico de sus adversarios. En esa guerra psicológica, dos fechas tienen una función traumática que Israel utiliza regularmente contra sus enemigos, en forma de mazazo repetitivo, con el fin de interiorizar la inferioridad árabe e inculcar a la opinión pública la idea de una superioridad israelí permanente partiendo de una irremediable inferioridad árabe.
La gran fecha traumática son los días 5 y 6 de junio, repletos de acontecimientos: En esos dos días, en efecto, se concentran la tercera guerra árabe israelí de junio de 1967; la destrucción de la central nuclear iraquí de Tamuz, el 5 de junio de 1981, ordenada por Menajem Begin para probar la reacción del nuevo presidente socialista francés, François Miterrand; el lanzamiento de la operación «Paz en Galilea» contra Líbano, el 6 de junio de 1982, dirigida a allanar el camino a la elección a la presidencia libanesa del jefe falangista libanés Bachir Gemayel; y finalmente, el 6 de junio de 2004, la dura condena a Marwan Barghouti.
La guerra de junio de 1967, primera guerra preventiva de la historia contemporánea, permitió a Israel -que ya en aquella época era la primera potencia militar de Oriente Próximo y no el «pequeño David que luchaba por la supervivencia contra un Goliat árabe»- apoderarse de vastas superficies de territorios árabes (el sector este de Jerusalén, Cisjordania, la Franja de Gaza, la meseta siria de El Golán y el desierto egipcio del Sinaí) y romper la pujanza del nacionalismo árabe. Pero al mismo tiempo aceleró la maduración de la cuestión palestina y favoreció la emergencia de un combate nacional palestino que permanece hasta hoy, 42 años después, y constituye el principal desafío que se opone a Israel.
La guerra de Líbano de junio de 1982, que culminó con un asedio de 56 días de la capital libanesa, aunque originó la pérdida del santuario libanés de la Organización para la Liberación de Palestina y la salida forzoso de Yasser Arafat de Beirut, al mismo tiempo dio nacimiento a una resistencia nacional libanesa armada, simbolizada por Hezbolá (el Partido de Dios), que dieciocho años después obligaría al invencible ejército israelí a una retirada ignominiosa del sur de Líbano, el 25 de mayo de 2000, primera retirada militar israelí de un territorio árabe que no nació de un tratado de paz. El aliado libanés de los israelíes accedió claramente a la magistratura suprema, pero para una presidencia efímera, no obstante. Bachir Gemayel pereció en un atentado la víspera de su toma de posesión y los israelíes resultaron salpicados por las masacres de los campos palestinos de Sabra y Chatila que siguieron a dicho asesinato.
La otra fecha traumática de la guerra psicológica contra los árabes que lleva a cabo Israel es la de los días del 11 al 13 de abril, fecha de una triple conmemoración: La primera, la incursión israelí contra el centro de Beirut, el 11 de abril de 1973, que conllevó la eliminación de tres importantes dirigentes de la OLP, Kamal Nasser, el portavoz, Abu Yussef Al-Najjar, ministro del Interior, y Kamal Adwane, responsable de las organizaciones juveniles; la segunda, el desencadenamiento de la guerra civil entre fracciones libanesas dos años después, el 13 de abril de 1975; la tercera, el ataque aéreo estadounidense a Trípoli (Libia), el 13 de abril de 1986, y posteriormente la imposición del boicot a Libia por las Naciones Unidas el 13 de abril de 1992.
La condena de Marwan Barghouti, uno de los escasos dirigentes palestinos bilingües árabe-hebreo, ha eliminado de la vida política activa a uno de los más luminosos representantes del relevo palestino, la antítesis de los burócratas corruptos de discutible representatividad. Pero dicha eliminación responde, sobre todo, a una función traumática. Por su exceso, sin embargo, la sentencia tiene un gran peso negativo sobre la imagen de los israelíes, ahora asfixiados por un prisionero carismático y estimulante. Al vincular su liberación con el triunfo que considera inevitable de la lucha del pueblo palestino, Marwan Barghouti no se ha dejado encerrar en la lógica de sus adversarios. Tomando el argumento contra sus enemigos en una operación de retorno psicológico, Barghouti saludó su condena como una victoria moral de los combatientes palestinos sobre sus verdugos israelíes. Al victimizarlo, los israelíes le han transformado en un símbolo, y así, los carceleros israelíes se han convertido, frente a los numerosos simpatizantes de Barghouti en todo el mundo, en cautivos de su prisionero palestino. En primer lugar, como un símbolo difícil de gestionar.
El azar, a veces, se alía con el calendario; entonces la coincidencia aparece como una señal del destino. Marwan Barghouti fue condenado a cadena perpetua el día que falleció el ex presidente Ronald Reagan, el mismo que dijo «adiós a la OLP» el día de la evacuación de los fedayines de la capital libanesa en septiembre de 1982. En 25 años, los fedayines se han transformado en muyahidines y la causa nacional palestina ha sobrevivido a Ronald Reagan.
¿Un guiño de la historia? Un símbolo vive su propia vida fuera de su portador, y la lucha de los pueblos por la supervivencia obedece a parámetros diferentes de los que se almacenan en los sofisticados ordenadores de la guerra inteligente. El motor de la lucha de un pueblo por la supervivencia es la dignidad. El honor, la savia que nutre su resistencia. Esos parámetros, por su propia esencia, no son cuantificables. Por definición, escapan de cualquier ecuación. Y Marwan Barghouti lo demostró en todo su esplendor con la traumática sentencia del 6 de junio de 2004.
En 42 años, los mazazos repetitivos israelíes han tenido, pues, resultados moderados, e incluso contradictorios con el objetivo perseguido. A lo largo de este conflicto, Israel ha vigilado para asegurarse el dominio del relato mediático y el monopolio de la compasión universal por las persecuciones de las que fueron víctimas los judíos en Europa en los siglos XIX y XX. Pero la destrucción de la línea Bar Lev por los egipcios durante a guerra de octubre de 1973, liberó a los árabes del terrible pavor que les inspiraba el Estado hebreo y, con los voluntarios de la muerte, la bombas humanas que causaron 914 muertos en el campo israelí durante la segunda Intifada palestina (2000-2003), ahora el miedo está repartido equitativamente entre los dos campos, mientras que, paralelamente, las matanzas de palestinos en Sabra y Chatila en 1982 destrozaron el mito de «la pureza de las armas israelíes», y la retirada militar del sur de Líbano el «mito de la invencibilidad israelí».
El tiempo histórico no es reducible al tiempo mediático. Israel, durante el primer medio siglo de su independencia (1948-2000) ha salido victorioso en todas las guerras contra los ejércitos convencionales árabes, pero la tendencia se invirtió desde principios del siglo XXI con la puesta en marcha de la guerra asimétrica. Desde entonces, todos los enfrentamientos militares de Israel con sus adversarios árabes se han saldado con derrotas, como en Líbano en 2006 contra el Hezbolá chií libanés, o en 2008 en Gaza, Palestina, contra el Hamás suní palestino.
Mucho tiempo bajo dependencia de los Estados árabes, los palestinos libraron en su gueto de Gaza, en diciembre de 2008, su primera guerra independiente de cualquier tutela. Desastroso en el plano humanitario para los palestinos, ese combate solitario y solidario de todas las formaciones de la guerrilla, incluido el Fatah de Mahmud Abbas y las formaciones marxistas, suscitó, sin embargo, una recuperación de la simpatía internacional hacia la reivindicación nacional palestina y puso a la defensiva a los gobiernos árabes. Desastrosa para los israelíes en el plano moral, la expedición punitiva israelí continuará produciendo sus efectos corrosivos mientras los países occidentales sigan haciendo la vista gorda sobre las violaciones israelíes con el pretexto de afirmar «la seguridad de Israel», le proporcionen armas sin tener en cuenta la inseguridad que su belicismo desenfrenado genera a su alrededor y no pongan freno a colonización rampante de Palestina. Mientras sigan mostrándose mansos frente a su policía regional, el principal creador de Hamás gracias a cuarenta años de ocupación ilegal y abusiva de la Franja de Gaza, antiguamente bajo soberanía egipcia.
La sofisticación de la guerra psicológica que lleva a cabo Israel desde hace casi sesenta años no puede enmascarar la realidad. Israel vive una situación esquizofrénica: un Estado de derecho, cierto, pero exclusivamente con respecto a sus ciudadanos de confesión judía, un Estado de apartheid de cara al componente palestino de su población, una zona sin ley y de privilegio en sus colonias y en el escenario regional, hasta el punto de que muchos observadores, no sólo árabes, no sólo musulmanes, tienden a considerarle cono el Estado delincuente número 1 en el ámbito internacional.
Por audaz que sea su visión del mundo e innovador su enfoque, el presidente Barack Obama debería saber:
– Que el mundo árabe musulmán no tiene el monopolio del terror ciego, como lo demuestran los abrasamientos de Hirosima y Nagasaki (Japón) y de Dresde (Alemania), objetivos urbanos de víctimas civiles inocentes.
– Que la «generación de los lanzadores de piedras», auténtico desencadenante de la primera Intifada palestina en 1987, y después la segunda Intifada en el año 2000, surgió a raíz de la invasión israelí de Líbano en 1982, dirigida a desmantelar las estructuras de la Organización para la Liberación de Palestina.
– Que los «terroristas suicidas» no están animados exclusivamente por una «ideología del mal», según la expresión del ex Primer Ministro británico Tony Blair, o por una «cultura de la muerte», según la temática estadounidense, sino también, y sin duda en la misma proporción, por una profunda aversión hacia la arrogancia occidental; y que las «bombas humanas» constituyen sobre todo una respuesta inhumana a la falta de reconocimiento de la humanidad de sus interlocutores legítimos de la causa palestina.
– Que los combatientes islámicos, tanto de Hamás como de Hezbolá o los partidarios del jefe chií iraquí Moqtada Sadr, pertenecen a una generación a la que las promesas más seductoras no pueden desviar de su trayectoria, tanto en Iraq como en Líbano; y que en Palestina, mientras no se frene la bulimia anexionista de Israel, se seguirá haciendo escarnio de la dignidad del pueblo palestino y de los demás pueblos árabes.
Igual que mientras se siga proponiendo un Estado palestino residual para saldar la cuenta del expolio de Palestina. Y, finalmente, mientras Hillary Clinton, la Secretaria de Estado de EEUU, de viaje por Oriente próximo, lo mismo que su predecesora republicana Condoleezza Rice, se precipite hacia Beirut para honrar la tumba de Rafic Hariri, el Primer Ministro libanés asesinado, ignorando a su paso por Ramala (Cisjordania) el mausoleo de Yasser Arafat, el símbolo del renacimiento del pueblo palestino.
Y lo mismo mientras los dirigentes occidentales que se autoproclaman «amigos del pueblo palestino» se dediquen a soslayar Ramala, sede del poder legal palestino, para entrevistarse con Mahmud Abbas en Jericó, como fue el caso de Nicolas Sarkozy durante su viaje en junio de 2008, siempre con el mismo objetivo de evitar el mausoleo de Yasser Arafat, como si un Premio Nobel de la Paz palestino constituyera una monstruosidad infamante, como si el abanderado de la reivindicación nacional palestina estuviese apestado incluso más allá de la muerte. Una generación de combatientes que piensa -y como ella muchos adultos, no sólo árabes o musulmanes- que existe un vínculo entre los atentados de Londres, Madrid y otros lugares -contrariamente a la tesis defendida por Tony Blair-, un vínculo incluso entre los atentados de Londres y Palestina, y más allá, un vínculo de rebote con la promesa de Balfur, la promesa inglesa en el origen de la creación del Estado de Israel.
Por sus deslices sucesivos, Israel se ha percibido, primero, como un hecho colonial, la «puñalada de Europa» en el corazón del mundo árabe; después como el brazo armado de Estados Unidos, el «escudo estratégico» de Occidente en la zona, su coco. Salvo que se desee vivir en una fortaleza sitiada, esta imagen parece difícilmente compatible con una eventual integración regional, a pesar de todas las barreras de seguridad y los muros de separación, a pesar de todas las fanfarronadas de todos los militares o paramilitares que se han sucedido a la cabeza el gobierno israelí (Menajem Begin, Isaac Shamir, Isaac Rabin, Ehud Barak, Ariel Sharon), a pesar del apoyo intempestivo de la diáspora judía y de la comunidad de los cristianos sionistas, del orden de 70 millones de personas en el mundo, y del sometimiento resignado de un gran número de dirigentes árabes.
El refugio de los judíos, de los superviviente de los campos de la muerte y de las persecuciones, el país del kibutz socialista y del florecimiento del desierto, de los librepensadores e inconformistas, se ha convertido así, a lo largo de los años, en un bastión del rigor religioso, de los iluminados y de los falsos profetas, de Meir Kahana (Liga de la Defensa Judía), de Baruch Goldstein, el autor de la matanza de Hebrón el 25 de febrero de 1994 (1), de bandas mafiosas y de reclamados por la justicia, desde Samuel Flatto Sharon a Arcadi Gaydamak. Un fenómeno amplificado por la descomposición del espíritu cívico, gangrenado por la ocupación y la corrupción especuladora de los círculos dirigentes, materializada en el naufragio del partido laborista, el «partido de los padres fundadores», y la cascada de dimisiones en el nivel más alto del Estado, bien por acoso sexual o por asuntos relacionados con dinero ilegal.
La propulsión de Avigdor Lieberman al primer plano de la escena política israelí constituye a este respecto una ilustración caricaturesca del «derecho de retorno» en su extravagancia mas flagrante, en la que se entrega a un ex vigilante de salas nocturnas de Kiev, por el único mérito de su judaísmo y en detrimento de los habitantes originales del país, una parte del destino de Oriente Próximo. Dicha propulsión constituye, en sí misma, la marca de la aberración del proyecto sionista en sus manifestaciones más extremas, el fracaso patente del proyecto occidental.
Así, casi cien años después de su fundación, el «Hogar Nacional Judío» aparece retrospectivamente como la primera operación de deslocalización de gran envergadura operada sobre una base étnica religiosa dirigida a subcontratar al mundo árabe el antisemitismo recurrente de la sociedad occidental. Y Palestina, en ese contexto, se ha convertido la gran liberadora de todas las frustraciones recocidas generadas en los bajos fondos de Kiev (Ucrania), Tbilissi (Georgia) y en el extremo de Brooklyn (EEUU); la mayor prisión del mundo, el mayor campo de concentración a cielo abierto para los palestinos, los propietarios originales del país. El derecho a la existencia de Israel no puede implicar un deber de destrucción del pueblo palestino, ni su derecho a la seguridad, la inseguridad permanente de los países árabes.
Curioso viaje el de los supervivientes de los guetos de Varsovia y otros lugares que se «encierran» (2) en tierras de Oriente, como señal del estancamiento de la sociedad israelí sesenta años después de la transformación de su «Hogar Nacional» en un Estado independiente. La movilización identitaria constituye la marca de una crisis interna del sistema político, la «guetización», el símbolo de la regresión, porque conlleva una expulsión del intruso y el rechazo del reconocimiento del otro. Una ecuación reversible desde cualquier punto de vista… tanto que todavía hay tiempo.
Notas
(1) el 25 de febrero de 1994, Baruch Goldstein, un colono judío médico de origen estadounidense instalado en Kyriat Arba, colonia fortificada al lado de la colonia ortodoxa implantada a la entrada de Hebrón, entró en la abarrotada mezquita de Abraham, situada en la ciudad de Hebrón en Cisjordania. Al grito de «¡Feliz Purim!» (Fiesta judía, N. de T.) vació tres cargadores de 30 cartuchos con su fusil automático de asalto sobre la concurrencia, constituida por unos 800 palestinos que rezaban, matando a 29 personas e hiriendo a 150 más antes de morir apaleado. Fiel de larga data del grupo fundamentalista radical judío, el movimiento «Kach», Baruch Goldstein estaba motivado por una complicada mezcla de inextricables consideraciones políticas y religiosas alimentadas por el fanatismo y por un agudo sentimiento de traición al comprobar que su Primer Ministro estaba «conduciendo al Estado judío fuera del patrimonio legado por Dios y hacia un peligro mortal». El Primer Ministro israelí, Isaac Rabin, hablaba en nombre de la mayoría de los israelíes cuando expresó su disgusto, su repulsa y su profunda tristeza por el acto cometido por un «fanático loco», mientras una gran proporción de los colonos ortodoxos militantes calificaron a Goldstein como un hombre justo y le confirieron la dignidad de mártir.
(2) «Les Emmurés, la société israélienne dans l’impasse» de Sylvain Cypel, periodista del diario Le Monde, ed. La découverte, febrero 2005; y «Destins croisés, Israéliens, Palestines, l’Histoire en partage«, de Michel Warshawski, prólogo de Avraham Burg, ed. Riveneuve, abril 2009.
Texto original en francés: http://renenaba.blog.fr/2009/