Traducido del inglés para Rebelión por J. M.
Así estábamos los hijos de los nacionalistas, cerrados, bastante ignorantes, simplemente no lo sabíamos y eso ocurría mucho antes de que Naftali Bennett fuera ministro de Educación. Así era en aquellos hermosos años, cuando los ministros de Educación eran de la izquierda, los años de la añoranza.
El lavado de cerebro, la censura y el adoctrinamiento eran mucho peores que hoy, sólo que la oposición a eso era mucho menor. Pensábamos que todo estaba bien con nuestro sistema de educación. Los viernes teníamos que usar azul y blanco, los colores nacionales; aportábamos al Fondo Nacional Judío (Keren Kayemet Leisrael) para que plantase bosques para cubrir las ruinas de las aldeas árabes que no querían que viéramos.
En un momento en el que aún no había nacido la autora Dorit Rabinyan nunca habíamos conocido a un árabe. Vivían bajo el régimen militar y no se les permitía acercarse a nosotros sin autorización. Una historia de amor entre judíos y árabes solo podría ser considerada ciencia ficción, algo que pasaría en una galaxia muy lejana de donde estábamos creciendo. Los drusos eran ligeramente más aceptables; servían en el ejército. Recuerdo al primer druso que conocí, cursaba el décimo primer grado.
Nunca oímos una palabra acerca de la Nakba, tampoco del término Palestina para la formación del Estado de Israel. Veíamos las ruinas de casas y no veíamos nada. Mucho antes de la «boda del odio» en nuestras fogatas de Lag Baomer quemábamos muñecos del presidente egipcio Gamal Abdel Nasser. «El tirano egipcio» le llamábamos. En las escuelas seculares de Tel Aviv besábamos las Biblias si, Dios no lo permita, caían al el suelo. Nos poníamos los solideos para los estudios de la Biblia mucho antes de la creación de «centros para la profundización de la identidad judía». Apenas nos enteramos del Nuevo Testamento. Nadie pensaría estudiarlo en la escuela, se consideraba casi tan peligroso como Mein Kampf.
Muchos de nosotros escupíamos cuando pasábamos por la puerta de una iglesia. Pocos se atrevían a aventurarse dentro y, si lo hacíamos, nos sentíamos muy culpables por ello. Hacer la señal de la cruz, ni en broma, era considerado un acto de suicidio. Para nosotros, los cristianos eran «idólatras» y los idólatras, lo sabíamos, era lo más bajo de todo. Sabíamos que había una «misión» en Jaffa de la que teníamos que mantenernos lejos como del fuego. Un niño que fuese a estudiar allí se consideraba perdido. La primera generación de la independencia sabía que todos los cristianos eran antisemitas. Sabíamos, por supuesto, de que éramos el pueblo elegido y el todo y el fin de todo. Eso nos fue inculcado por el sistema educativo ilustrado del estado naciente.
La asimilación se consideraba el mayor pecado de todos, incluso mayor que irse del país a vivir a otro lugar. El rumor de que el tío de uno de los niños se había casado con una mujer no judía se consideró una desgracia que debía mantenerse en secreto. El escalofriante significado del enfermizo concepto de «asimilación», ni siquiera se cruzaba por nuestras mentes. Hemos crecido en una sociedad unificada, racialmente pura, en ese pequeño Tel Aviv sin extranjeros, sin árabes, casi sin judíos de ascendencia oriental. Jaffa estaba en la parte de atrás del más allá y nadie pensaba en ir allí, era peligroso.
Nos enseñaron a pensar de una manera uniforme y a tener cuidado de cualquier desviación. La discusión más subversiva que recuerdo de esos días era si los judíos «fueron como ovejas al matadero». Una vez me detuve junto a una pequeña manifestación de la organización de izquierda Matzpen, en las escalinatas de Beit Sokolov, la sede de la Asociación de Periodistas de Israel, para hablar con N., que estaba en mi clase en la escuela. Al día siguiente me llamaron de urgencia a la oficina del vicepresidente del directorio, me mostró una foto de la manifestación donde yo aparecía. El servicio de seguridad, Shin Bet se la había acercado y exigía explicaciones. Eso fue mucho antes de la «ley de las ONG» y la «ley Boicot».
Mucho antes del el primer ministro, Benjamin Netanyahu, la ministra de Justicia Ayelet Shaked y la prohibición de la de la novela de Rabinyan «Borderlife» tampoco había aquí democracia real». Mucho antes de la existencia del «antiasimilacionista» Bentzi Gopstein y del activista de derecha Itamar Ben-Gvir hubo aquí xenofobia y mucho odio a los árabes. Pero todo estaba oculto, envuelto en el ruidoso celofán de las excusas, enterrado profundamente.
¿Y qué es mejor? Esa sigue siendo una cuestión abierta.
Fuente: http://www.haaretz.com/opinion/.premium-1.695077
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