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Italia, sueño de juventud

Fuentes: El viejo topo

En el número 18 de la Via del Corso romana, frente al palazzo Rondanini, se alojó Goethe durante su estancia en la ciudad, entre 1786 y 1788. Al menos, eso afirman los administradores de la casa donde vivió, aunque, en realidad, llegó a Roma el 1 de noviembre de 1786 y se marchó a Nápoles […]

En el número 18 de la Via del Corso romana, frente al palazzo Rondanini, se alojó Goethe durante su estancia en la ciudad, entre 1786 y 1788. Al menos, eso afirman los administradores de la casa donde vivió, aunque, en realidad, llegó a Roma el 1 de noviembre de 1786 y se marchó a Nápoles el 22 de febrero de 1787, para seguir después a Sicilia. No regresó hasta el 8 de junio de 1787, y se marchó para siempre en abril de 1788. Goethe cumplía con los rituales de su época. En la segunda mitad del siglo XVIII, el viaje a Italia era una de las obligaciones para cualquier persona culta: Winckelmann había puesto Pompeya y la civilización romana en el centro del interés de los nobles desocupados y los nuevos burgueses enriquecidos, y creía su deber llevar la grandeza del arte griego a todos los gabinetes de Europa. Inventando disciplinas, dotando al espolio y el robo de la dignidad del estudio y la arqueología, los contemporáneos ricos de Goethe viajaban a Italia, para entretener sus días y para educar su espíritu. «No se viaja para llegar, sino por viajar», escribió Goethe, y esa convicción se encuentra a cada paso en sus páginas sobre Italia.

Los rituales modernos y el fetichismo llevaron al municipio romano a abrir esa «Casa de Goethe», en el centro mismo donde se desbordaban en los días del escritor los carnavales romanos. En ella, en salas silenciosas y solitarias, se ve una edición del Viaggio in Italia, de 1740, cuya primera impresión italiana fue hecha en 1923, junto a vistas de Roma, del Piranesi; facsímiles, dibujos, un pequeño cuadro de Franz Ludwig Castel (1778-1856), Veduta del golfo di Napoli con il Vesuvio. Más allá, una copia del célebre óleo de Tischbein, Goethe en la campagna romana, de 1786-87, cuyo original se encuentra en el Instituto Städel de Frankfurt del Meno, la patria del escritor: allí fue el sobrevalorado Warhol, para inspirarse en la tela de Tischbein. Incluso curiosos documentos, como la Carta de una romana desconocida. Al lado, el Retrato de von J. W. Goethe, de Heinrich Kolbe (1771-1836), un óleo pintado en 1826. En su habitación, un molde de yeso de la Juno Ludovisi, como el que tenía en su casa de Weimar; y el Retrato de Goethe, de Angelika Kauffmann (1741-1807), aunque también es una copia. Kauffmann, amiga del escritor, dejaría anotado que el momento de la partida de Goethe «fue uno de los días más tristes de mi vida». Y, más allá, extractos del Diario de viaje de 1786; vitrinas y documentos, y una pequeña biblioteca. Goethe se quejaba de su habitación, que no tenía chimenea ni estufa, y que apenas utilizaba para dormir o «en caso de enfermedad».

 

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Goethe prepara durante años su viaje a Italia, lo aplaza, vuelve a soñar con él, siempre postergando la marcha, hasta que, finalmente, parte de Karlsbad sin avisar a nadie. Hacía una década que vivía en Weimar (a donde había llegado por la invitación del duque Karl August de Sajonia-Weimar-Eisenach y, también, huyendo del fallido compromiso amoroso con Lili Schönemann), donde se entrega a asuntos administrativos y maniobras políticas como miembro del consejo privado, secreto, del duque, un joven inclinado a las intrigas alemanas, a la masonería y a las sociedades secretas, que anudará una gran amistad con el escritor. Meticuloso, Goethe irá tomando notas de los largos meses de viaje por la península italiana: con esos apuntes, escribirá y publicará, casi cuarenta años después, su Viaje a Italia. Parte con la guía de Volkmann, entonces imprescindible, un repertorio útil, pero cuyas afirmaciones el escritor no duda en corregir; por ejemplo, cuando discrepa de que en Nápoles haya casi cuarenta mil holgazanes: Goethe no los ve, ni los encuentra, pese a su interés y sus preguntas.

Pasa por Verona, Venecia, admira la villa Capra de Palladio, y el convento de la Carità en el gran canal, lamenta la suciedad veneciana, y sube al campanile de San Marcos. En Ferrara, apenas permanece un día, visita la cárcel donde estuvo Tasso y recuerda que Ariosto vivía allí contrariado. Tenía tantas ganas de llegar que apenas se detuvo tres horas en Florencia. Se interesa por las riquezas italianas, pero está ansioso por llegar a Roma: desde su salida de Karlsbad hasta que llega a Roma invierte apenas dos meses, a diferencia de su primera estancia en la ciudad del Tíber, donde permanece durante casi cuatro meses. Cuando llega a Roma, es un hombre aún joven: tiene treinta y siete años. «Todos los sueños de mi juventud están ahora vivos ante mí», anota, maravillado, incrédulo aún de haber alcanzado el lugar que había iluminado al mundo con las mayores glorias artísticas de la Antigüedad. Las impresiones que recibe son tan poderosas que, cuando lleva un mes en la ciudad, confiesa que su llegada ha sido un verdadero renacimiento para él, hasta el punto de que debería celebrar un segundo cumpleaños. Se muestra convencido de que el año que termina ha sido el más importante de su vida, y, muera o viva un poco más (¡tenía sólo treinta y siete años!) está satisfecho. Hasta entonces había conocido Prusia, y Suiza, había estudiado en Estrasburgo y se había interesado por el arte, la literatura, la geología y la botánica, además de otros asuntos.

Desde su llegada, vive con su amigo Johann Heinrich Wilhelm Tischbein, un pintor que hacía cuatro años que vivía en Roma, en esa casa de la Via del Corso junto a la piazza del Popolo. Cuando ya lleva dos meses en la ciudad, Goethe se da cuenta de que su amigo lo observa con interés y suma atención. Descubre que ha realizado ya un bosquejo suyo y que piensa pintarlo a tamaño natural envuelto en una capa blanca, mientras observa el labrantío, sentado en un obelisco roto y junto a un friso sobre el que crece la hiedra. Tischbein pintará a Goethe en la campiña, y su tela se hará tan renombrada que él mismo pasará a ser conocido como Goethe-Tischbein. Goethe era un hombre célebre: ya lo era cuando el duque Karl August fue a visitarlo a Frankfurt, gracias a la publicación de Las penas del joven Werther, y quiere ver a personas notables pero, al mismo tiempo, se escapa de compromisos sociales, para reservar su tiempo a la admiración del arte, al cultivo de las disciplinas artísticas, al tiempo delicado de la serenidad clásica. Así, se presta a un juego que le consigue comodidad: todos saben quién es, pero simulan no saberlo, de manera que Goethe se libra del «fastidio infinito» de hablar de sí mismo. Stendhal, años después, utilizará una estratagema similar: acordará con sus amigos que, durante sus paseos, cuando llevase un alfiler prendido en el cuello del frac o la levita, se volvía invisible, y, por tanto, nadie podía hablar con él. Para evitar las incomodidades y las molestas obligaciones sociales, Goethe cuenta también con Johann Friedrich Reiffenstein, un peculiar personaje que guíaba a los extranjeros que llegaban a Roma, los entretenía, les preparaba para que fabricasen gemas y trabajasen en la encáustica; todo, para matar el aburrimiento que a veces los aprisionaba, y a quienes aconsejaba seguir un estricto programa de estudio, empezando por lo menos relevante hasta lo mejor del arte italiano: los Carracci del palazzo Farnese, primero; después, Rafael, y, finalmente, el Apolo del Belvedere, a su juicio, la cumbre del arte. Reiffenstein llegará a dirigir la copia de las logias de Rafael para enviárselas a la emperatriz Catalina a San Petersburgo.

Goethe se apresura a ver los tesoros de Roma. Se maravilla ante el Guercino y Tiziano, ante las loggias de Rafael; corre al Quirinal, entonces residencia papal, donde Pío VI, el pontífice que condenaría la revolución francesa, abre el palacio para que los curiosos puedan visitar todas las estancias. Se emborracha de palacios y jardines, de ruinas y paisajes, de pinturas y de cielos radiantes, acechando las huellas de la vieja Roma entre la destrucción causada por la modernidad; se extasía ante la cultura romana, que, aunque levantase obras como el Colosseo, participa de la misma «noble sencillez y serena grandeza» que Winckelmann atribuía al arte griego. Se admira por el buen tiempo, la abundancia de frutas, la práctica ausencia del invierno, que no se nota: nada que ver con sus tierras frías de Turingia. A mediados de febrero, anota cómo se alargan los días, cómo florecen los almendros, el boj, los laureles, pero no por ello deja de anotar su decepción con el carnaval romano, tan lleno de ruido como falto de alegría, pero cuya licencia y desorden no deja de observar, aunque le satisface el hecho de que a cambio de una mínima propina «puedes comer cuantas naranjas quieras», algo que no deja de ser el testimonio de esa aspiración a unirse con la naturaleza que persiguió el romanticismo y que Winckelmann anticipó. Durante los cuatro primeros meses en Roma, Goethe no pierde «un solo instante». Dibuja, hace ejercicios, se ocupa de arquitectura o botánica, se afana con el yeso, escribe, estudia la perspectiva, lucha con la composición del paisaje, persigue el arte italiano, se interesa por Egipto o por Palmira. También, procura evitar en lo posible los encuentros sociales, hasta el punto de que evita a Buoncompagni, el cardenal secretario de Estado: «Temo a estos señores y damas como la peste, sólo de verlos pasar en coche me siento mal.» No por ello, a veces, deja de acudir al Corso los domingos por la tarde, cuando los romanos ricos se pasean arriba y abajo en sus carruajes, entre la piazza del Popolo y el palazzo Venezia, para que los vean y para ver ellos a los demás.

La visión de las grandezas del pasado le proporciona serenidad. La bóveda de Annibale Carracci en el palazzo Farnese, con el Trionfo di Bacco e Arianna, le impresiona; así como la Farnesina, con la Loggia di Psiche que pintó Rafael con sus discípulos. Desde allí, el escritor sube a San Pietro in Montorio, para ver la Transfiguración del mismo Sanzio. Se extasía en los jardines de la villa Pamphili, en el Gianicolo, y ante los lienzos de Leonardo y Rafael en el palazzo Barberini. También, se sorprende por los constantes asesinatos que se cometen en la ciudad, aunque no por ello deja de constatar que Roma mejora hasta a los hombres más vulgares. Después de todo, aunque él procediese de una familia luterana y no se sintiese próximo al catolicismo, es la ciudad del papado y observar la Jerusalén de la cristiandad, repleta de tesoros artísticos, le parece que hace recobrar la existencia. Sin embargo, los fastuosos rituales de Pío VI, a quien contempla oficiar en San Pietro la misa de navidad, le resultan impertinentes frente a la austeridad protestante a la que está habituado, e incluso el rito ortodoxo griego le atrae más que el católico. Más le gusta que, en los días de fiesta, los romanos cuelguen tapices, y tapen con toldos las calles, que se convierten así en magníficas galerías y salones, donde la gente parece estar en casa, y el carnaval, que, pese a criticarlo («es preciso haber asistido al carnaval en Roma para perder por completo las ganas de presenciarlo de nuevo»), describe con sumo detalle, advirtiendo, hombre de orden al fin, que «la libertad y la igualdad sólo pueden ser saboreadas en el vértigo de la locura»: es decir, en esos pocos días antes de cuaresma y no en el resto de la existencia. Los romanos se visten de forma sorprendente, se disfrazan, salen de su indolencia, pero Goethe no percibe alegría en ellos, pese al estruendo. Finalmente, apreciará el carnaval romano.

Fiel a su época, Goethe no duda en apoderarse de restos arqueológicos: en el palacio de Nerón se queda con trozos de mármol, de granito, de pórfido, que encuentra entre campos de alcachofas. En Trinità dei Monti, donde observa los cimientos preparados para levantar el nuevo obelisco de la ciudad, que hoy vemos dominar la gran escalinata hasta la piazza di Spagna, su peluquero encuentra un fragmento de terracota con figuras, del que Goethe se apropia. Se presta gustoso al encargo del príncipe de Waldeck (un pequeño estado alemán de la época), quien encomienda al escultor suizo Alexander Trippel un busto en mármol de Goethe. Trippel vivía en Roma entregado también al trabajo de atender a quienes participaban en el obligado Viaje a Italia.

Vuelve una y otra vez a ver las obras que le interesan. Tras visitar la Capilla Sixtina, sube a la cúpula de San Pietro, y admira la ciudad, y, en la lejanía, observa Tívoli, Frascati, Castelgandolfo, el mar. Frecuentará Frascati, población que considera un paraíso, para pintar, dibujar, descansar, hospedado con el consejero Reiffenstein, que tantos servicios le hizo (entre otros, ¡librarlo del cardenal Ignazio Buoncompagni Ludovisi!, a la sazón secretario de Estado de Pío VI) . Después de ver la Capilla Sixtina desde la galería que corre por el techo de la gran estancia, impresionado por la fuerza de Miguel Ángel, Goethe encuentra que las pinturas de Rafael en las loggias «no resisten la comparación». Le disgusta que enciendan tantos cirios en la Capilla Sixtina para la fiesta de la Candelaria, y anota que esas velas y el incienso son los que desde hace tres siglos ensucian y oscurecen los cuadros. Hará otras muchas visitas: en una de ellas, mediante una propina al custodio del lugar, Goethe entra por una de las puertas que se hallan junto al altar mayor de la Capilla y llega a echar una siesta en el trono pontificio.

Se conmueve ante la grandeza de Roma, ante San Pietro iluminado, el Castel Sant’Angelo y el Campidoglio bajo los fuegos artificiales, y tiene la fortuna de poder subir a la columna Trajana y admirar las ruinas imperiales desde la barandilla a los pies del apóstol Pedro que ordenó poner Sixto V. Se conmueve en la fontana dell’Acqua Acetosa con los colores del paisaje, c ompra un busto en yeso de Júpiter, que coloca junto a su cama romana, y, después, adquiere un vaciado de la Juno Ludovisi, que los herederos del cardenal tenían en la sala principal de la Villa Ludovisi y que Goethe reconoce que fue su primera pasión en Roma: lo compara con un canto de Homero. Pasea por Roma a la luz de la luna, y la belleza del Colosseo lo atrapa: dentro, sólo vive un eremita, como si fuera un desierto y no las ruinas del mayor anfiteatro del mundo conocido, y observa a los mendigos que llenan las bóvedas y encienden una hoguera, cuyo humo, atravesado por la luna, se expande por las gradas de la época Flavia y por los cañones de hormigón, creando la ilusión de la neblina, como la que queda suspendida sobre el suelo, nos advierte, en la pintura de Claudio de Lorena, tan apreciado por Goethe. La visita al palazzo Colonna le permitirá admirar lienzos de Claudio de Lorena, de Poussin, y Salvatore Rosa.

Llega, era inevitable, al convento de Sant’Onofrio, donde está enterrado Tasso, y se detiene largo rato ante el busto del poeta en la biblioteca del monasterio, como lo hará Stendhal treinta años después, quien aseguró que el poeta, sintiendo la muerte, hizo que lo llevasen a «uno de los lugares más bellos del mundo para morir». Discute a veces sobre Tasso, Dante o Ariosto. Cuando, a finales de febrero de 1787, Goethe se marcha a Nápoles con Tischbein, sólo se lleva sus cuartillas sobre Tasso: tres años después, le dedicará un drama. No vuelve a la ciudad pontificia hasta principios de junio: tres meses dedicados a Nápoles y Sicilia. Visita Pompeya, Palermo, Segesta, Agrigento, Taormina, con las que se aplica en numerosas páginas pero sin el interés que dedica a Roma. El agobio del verano lo pasa ya en Roma trabajando en sus estudios, bañándose ocasionalmente en el Tíber, husmeando por la ciudad, preparándose para dibujar paisajes en el campo durante los primeros meses del otoño.

Escribe a sus amigos, traslada a Herder su alegría porque su silencio antes de marchar no haya molestado a casi nadie. Su cercanía al filósofo de Morąg es tal que Goethe llega a decir que Gott es su mejor compañía; no en vano, ambos, junto con Schelling, son los principales autores del idealismo de la Naturphilosophie . Recibe mensajes de Charlotte von Stein, de quien sigue enamorado (¡le envió centenares de cartas!, pese a que, para su abatimiento, está casada), Como era inevitable, el viaje a Italia los distancia, y terminará por romper su relación. Cargado con la Historia del arte de Winckelmann, a quien admira profundamente, y emocionado con la lectura de las cartas que el historiador de Stendal envió desde Italia, recorre los restos del pasado que tanto le emocionan, estudiando con disciplina, aplicándose en el aprendizaje de las artes. Resalta un pasaje: Winckelmann (que había sido bibliotecario de Heinrich Graf von Bünau, conde de Bünau, en Dresden) escribe a Franck, el nuevo encargado de la biblioteca: «En Roma es preciso investigar todo con mucha parsimonia, de otro modo se corre el riesgo de pasar por francés.» Y Goethe es un hombre riguroso, metódico, de Hesse.

Goethe creía, como sus contemporáneos, que en la Accademia di San Luca se encontraba el cráneo de Rafael, aunque en 1833 se revelará que estaba en el Panteón. A Goethe le impresionó tanto la calavera que hizo fabricar un molde de yeso, y encargó al consejero Reiffenstein que se lo enviase a Weimar cuando estuviera terminado. Allí lo tuvo, y, a partir de 1826, lo puso junto al supuesto cráneo de Schiller, durante meses, hasta que devolvió el de su amigo, no sin antes enseñárselo a Wilhelm von Humboldt, cuando lo visita en Sajonia, para compararlo con el de Rafael.

Siempre temeroso de la enfermedad, Goethe quería encontrar la belleza en su viaje a Italia, la «nueva Jerusalén de los hombres ilustrados». En su segunda estancia en Roma, Goethe apunta: «Mi vida actual se parece mucho a un sueño de juventud». Allí se encontró a sí mismo, fue feliz, y se reveló su poderosa atracción por una joven milanesa de la que se despedirá poco antes de marchar de Roma para siempre, en una noche de luna, como en la elegía de Ovidio. Volvió a Italia por segunda vez, en 1790, en los años convulsos de la revolución francesa, que Goethe, hombre de orden al fin, criticará con dureza. Ya en su vejez, verá cómo su hijo August (que había emprendido también un viaje a Italia con Eckermann, amigo de Goethe) muere, en Roma.

Goethe había cumplido con los rituales, con su sueño de juventud de visitar Italia, como si estuviese siempre mirándola desde la ventana, igual que en la célebre acuarela de Tischbein, y, en su vejez, comprobó que muchos jóvenes seguían otro ritual: peregrinar para verlo a él, para escuchar sus palabras, visitar al maestro de las letras alemanas en su casa de Weimar. Tras él, muchos alemanes emprenderán la ruta del sur, llevando en su equipaje el Viaje a Italia y la esperanza de un renacimiento que les diera la alegría de vivir, persiguiendo la quimera de una «nueva vida».

 

 

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.