El antropólogo José Mansilla presenta ‘La Pandemia de la desigualdad’, un libro en el que analiza las secuelas del virus en las ciudades y sus colectivos más vulnerabilizados.
Durante el confinamiento la vida se dio de puertas para adentro de nuestros hogares. A excepción de los y las trabajadoras esenciales, el resto de la ciudadanía sólo vivía y conocía el mundo exterior a través de las ventanas o las pantallas. Pero la vida, por mucho que pudiera parecerlo, no se detuvo, y muchas ciudades mutaron. En urbes como Barcelona se han desarrollado calles peatonales y se ha robado espacio a los coches, generando un discurso de “devolución del espacio público a la gente” que el antropólogo José Mansilla cuestiona.
En uno de estos espacios “usurpados” es donde se realiza esta entrevista, pocos días después de que el nuevo libro de Mansilla salga de imprenta. La Pandemia de la desigualdad (Bellaterra, 2020) analiza las consecuencias del virus y las políticas públicas para gestionarlo, secuelas que dejarán marca tanto dentro como fuera de nuestros hogares. La pugna por el espacio público, recuperar la calle como espacio de relación y reivindicación o el riesgo de la capitalización de la miseria por parte de la extrema derecha son algunas de las claves que nos dejó la primera ola de la pandemia.
Ahora, surfeando lo que parece ser la cresta de la segunda ola, Mansilla presenta una obra que, a pesar de haber sido escrita durante los meses de verano, no ha quedado desactualizada, más que por algunas referencias a Donald Trump como presidente de los Estados Unidos. El resto de afirmaciones y datos son el pan nuestro de cada día.
El libro es un ejemplo de lo que llamas ‘antropología
confinada’. ¿Cómo es la investigación cuando tienes un acceso muy
limitado a la realidad y cuando tú mismo sufres y formas parte del
fenómeno de estudio?
Es una cuestión interesante. Se han
hecho muchas críticas a la subjetividad de la investigación en la
antropología. Contribuimos al conocimiento, pero no se pueden
transformar nuestras aportaciones subjetivas en afirmaciones
objetivas. Mi tesis doctoral trata precisamente la antropología
implicada y de las ventajas que tiene formar parte del objeto de la
investigación.
Estudiar un fenómeno de forma objetiva supone ver esa realidad desde fuera, desde una atalaya. En cambio, cuando participas de lo que estudias, obtienes información de confianza y calidad que el investigador paracaidista no tiene. Y esto pasa en el confinamiento: tú mismo estás, no de forma colectiva sino individual, viendo lo que pasa y sufriéndolo en tus carnes.
Te implicas, obviamente, en el confinamiento, pero el libro
trata de desigualdades y tú, en el texto, te defines como hombre
“blanco, hetero, de clase media y apariencia europea”. ¿Cuando
hablas de las desigualdades lo haces conscientemente desde el
privilegio?
Totalmente: la desigualdad me tocaba desde el
punto de vista de los que no la sufríamos, porque a mí me era
perfectamente posible teletrabajar en una casa confortable y no he
perdido mis ingresos. Pero es que una de las características que
debe tener el antropólogo es lo que se llama extrañamiento, ser
capaz de preguntarse qué pasa con la gente que no es como tú. Es
una norma de empatía que te lleva a identificarte a ti mismo como
privilegiado.
Al principio del libro cuento que no fue hasta pasados unos días que aparece el primer artículo (al menos el que yo detecto) en que se empieza a hablar de lo que pasa en hogares vulnerabilizados, donde viven diversas familias hacinadas. El texto, que lo firma Pau Rodríguez para elDiario.es, es la primera imagen que yo veo que va más allá de cómo pasa el confinamiento una familia de clase media o una persona famosa. Esto muestra la dificultad que hubo durante esos meses de observar la realidad, cuando la única ventana que teníamos eran, en realidad, pantallas.
Explicas que el sesgo de conformidad (la tendencia a buscar y
relacionarse con posturas similares a las de uno) se incrementa
durante el confinamiento. En redes sociales escogemos a quién vemos,
hablábamos sólo con nuestros seres queridos… ¿Cómo nos afectó
esta burbuja?
Construimos una opinión que nos daba los
argumentos para seguir aplicando nuestro comportamiento. Y es aquí
donde tiene que entrar en juego el extrañamiento, para ver que la
realidad no es sólo como la vemos o como nos la venden. Por eso, los
antropólogos y las ciencias sociales somos como exorcistas: hay una
persona que está enferma y nadie sabe qué le pasa hasta que llega
el especialista y dice que la niña está poseída. Tenemos la labor
de mostrar lo que no se ve detrás de una realidad aparentemente
cotidiana.
La calle es una ventana al mundo. Empiezas el libro con una
escena en la que dos personas racializadas son paradas por la policía
durante el confinamiento. Defines el espacio público como escenario
de tremendas desigualdades y ahora nos vemos inmersos en una batalla
por este mismo espacio público, que puede convertirse en un lugar de
tránsito y consumo o un lugar para la comunidad y la
asociación.
Estamos en un momento muy significativo, en el
que todo lo que se dice sobre el espacio público es construcción
ideológica y se intenta elaborar la realidad a través del discurso.
El espacio público es un espacio de desigualdad y esto, por ejemplo,
siendo mujer es como mejor se sabe. En el inicio del libro dejo claro
que soy un hombre blanco, de clase media y apariencia europea y por
eso nadie me paró por la calle durante el confinamiento. Pero estoy
seguro de que una mujer, aunque sea blanca y de clase media, sufre el
sesgo de tener un cuerpo sexualizado. Sólo por eso padece la
ausencia de anonimato, que es una forma de desigualdad que impide
transitar por la calle de forma tranquila. Por eso, la idea del
espacio público como espacio de igualdad no es más que una
construcción ideológica, normalmente con fines políticos o
económicos.
Hay muchas ciudades que son expertas en vender el urbanismo táctico, que expulsa a los coches y le devuelve el espacio a los ciudadanos. Pero las formas de aprovechar este espacio muestran una vez más la desigualdad: ¿Quién se puede sentar, como tú y yo, a las 12 del mediodía de un día laboral en este espacio “ganado” en el centro de Barcelona?. La mayoría de personas están trabajando o buscándose la vida. Estos espacios están construidos desde el punto de vista político de cómo tiene que ser el espacio, desde una visión de volúmenes, no de gente usándolo.
Y no hay que olvidar que también hay un objetivo económico muy peligroso, porque si estos espacios tienen el éxito que esperan, generarán un interés por vivir en estas zonas que creará una mayor demanda sobre una oferta de viviendas fija, con lo que los precios crecerán. Cuando se interviene en una ciudad se generan dinámicas que pueden acabar desplazando a la gente para la que, teóricamente, se pensaron las mejoras.
Durante la pandemia hemos visto que se fomenta el uso del
espacio público pero a la vez se nos recluye en casa. Y si salimos,
se nos incita a consumir, mientras que espacios de uso gratuito como
canchas de fútbol o las playas están siendo restringidas. ¿El
espacio público es seguro? ¿Es espacio de consumo o de relación?
El
espacio público será lo que queramos que sea en tanto que seamos
capaces de imponer nuestra visión. Es un espacio de y para la lucha,
igual que lo son los centros de trabajo o las viviendas. El espacio
público no se crea desde el gabinete de un arquitecto o el despacho
de un político: lo crea la gente, usándolo. Si somos capaces de
seguir con la lucha por este espacio —con las características
especiales de hacer la lucha en pandemia—, conseguiremos que sea
menos desigual. Pero si nos quedamos en casa y dejamos que se imponga
una visión del espacio público mercantilizado, estamos perdidos.
Desde hace dos siglos el poder ha intentado eliminar el espacio público como lugar para la socialización, porque cuando la gente se junta le da por pensar y esto genera conciencia de desigualad y explotación. De ahí bebe todo el urbanismo antipersonas, como los bancos individuales, pensados para que la gente no se quede en el espacio. Y esto irá a más con las restricciones de la pandemia. Por eso, cuando decimos que queremos volver a la normalidad, hablamos de una normalidad muy clase media, que nos permitía consumir el espacio público, estar tranquilos en una terraza… En cambio, las clases populares tienden a socializar en espacios desmercantilizados.
Y esto nos lleva al ocio: hacer running está bien,
mientras que una pachanga está mal.
Es tremendamente
clasista. Ensanchar las aceras, robando espacio a los coches, está
pensado para que se realicen este tipo de actividades individuales.
No hay bancos ni espacios a la sombra en los que socializar, sino que
son avenidas para transitar. Luís de la Cruz Salanova tiene un libro
que se llama Running en el discurso público de la hegemonía
neoliberal, en el que explica muy bien por qué el running es el
deporte por excelencia de la clase media: no ocupa las calles de
forma extensiva, sino intensiva, y es perfectamente compatible con la
dinámica de la ciudad como espacio de consumo.
Que hayan suspendido las fiestas populares de los barrios va en esta lógica, más allá de las medidas sanitarias que, obviamente, no cuestiono. Se han cancelado estos espacios de reafirmación comunitaria porque eran peligrosas, mientras en cambio, se han planteado corredores saludables para que se pudiera seguir llevando a cabo el turismo de masas.
Esto nos lleva a la manera en que se reprimen ciertas
actividades. En el libro recuerdas el episodio de las Tres Mil
Viviendas (Sevilla), donde se incrementó la presencia policial
durante el confinamiento debido a los ritos religiosos que se
celebraban en la calle. En cambio, en Barcelona hace poco se dio una
ceremonia en la Sagrada Familia, que acogió a más de 600 personas
porque el arzobispado consideraba “injustas” las restricciones, y
todavía no se conocen sanciones.
Esto se tiene que ver
desde el punto de vista moral: se piensa que la presencia policial
ayuda a educar a las clases populares. La gente que va ahora a la
Sagrada Familia se supone que va a guardar las medidas de
distanciamiento, mientras que con las personas que pertenecen a
colectivos distintos o vulnerabilizados nunca se sabe, porque les
falta un puntito de educación. Y este mismo discurso moral se aplica
a los jóvenes, a los que se asume que no saben comportarse.
Creamos chivos expiatorios que permiten a los poderes públicos decir que están tomando medidas, mientras que sólo se ataca minorías o sectores concretos de la población, fácilmente estigmatizables y que, además, no suelen defenderse. Igual que el capitalismo necesita la pobreza, en pandemia necesitamos un colectivo o minoría que represente el mal comportamiento para sacrificarlo en el altar de la honorabilidad que somos todos los demás.
En el libro mencionas la ‘revolución
de los cayetanos’, pero no estuviste a tiempo de incluir los
disturbios de las últimas semanas contra las restricciones. Son
fenómenos distintos, aunque beben de lo mismo, pero en el caso de
los cayetanos había un sujeto, praxis y discursos identificables.
Las protestas de las últimas semanas son socialmente más
complejas.
Se trata de grupos sociales distintos pero que
cuentan con un refuerzo que viene del mismo sitio. La legitimación
que reciben de grupos políticos que antes no existían, como Vox, o
de sectores del PP que pretenden encontrar en estas protestas una
manera de erosionar al gobierno. El caso de los cayetanos cuestiona
unas decisiones que ponen en riesgo sus privilegios. En cambio, los
movimientos de extrema derecha articulados y organizados de las
últimas semanas tienen un origen distinto pero están impulsados
desde los mismos sectores.
Pero en los disturbios no había sólo gente de extrema
derecha…
No. La extrema derecha orquesta y se suma gente
que lo está pasando muy mal. Al final acaba siendo una guerra de
pobres contra pobres en la que la ultraderecha capitaliza el
empobrecimiento generalizado de ciertos sectores.
En el libro alertas del peligro de perseguir “la vida
tranquila frente a la covid”. ¿Tranquila para quién?
Mientras
unos se ven legitimados por corrientes políticas ultras, los otros
quieren ver garantizadas sus necesidades básicas. La cuestión es
que otro de los denominadores comunes que tienen es el hecho de
acabar mostrando el malestar en la calle. Por eso hay tanto miedo
desde el poder a lo que sucede en la calle y por eso hay tantos
instrumentos policiales y legales para intentar controlar y
determinar los comportamientos en el espacio público.
Los seres humanos somos extremadamente complejos y queremos vivir a la vez seguridad y libertad: queremos sentir que la calle es nuestra pero que si hay conflicto habrá quien nos lo solucione. La complejidad de estos deseos es tal que supera a las cámaras, mobiliario o policías que puedas colocar en las calles. Este binomio es mucho más fácil de conseguir para la clase media, teniendo en cuenta que para las clases populares un hogar no siempre es sinónimo de seguridad.
Las mujeres que sufren violencia de género, la precariedad, la pobreza energética…o directamente carecer de hogar. Todas las situaciones de desigualdad que se dan allí donde nos deberíamos sentir más seguros, más ahora cuando en pandemia nuestro hogar se plantea como el único espacio a salvo del virus, ponen de manifiesto los límites de las políticas públicas de los últimos años.
Fuente: https://www.elsaltodiario.com/pensamiento/entrevista-jose-mansilla-pandemia-desigualdad