Es una de las imágenes que condensan la historia del siglo XX: hace sesenta años los soldados soviéticos izaron la bandera roja en el Reichstag. Aquella fotografía simbolizó la derrota nazi y la lucha y el sacrificio de los pueblos soviéticos y los militantes comunistas de toda Europea contra la barbarie fascista. Uno de los […]
Es una de las imágenes que condensan la historia del siglo XX: hace sesenta años los soldados soviéticos izaron la bandera roja en el Reichstag. Aquella fotografía simbolizó la derrota nazi y la lucha y el sacrificio de los pueblos soviéticos y los militantes comunistas de toda Europea contra la barbarie fascista. Uno de los tres protagonistas de aquel hito fue Francisco Ripoll, un «niño de la guerra» que se alistó como voluntario para luchar contra el fascismo. Ripoll militó en el PCE hasta su fallecimiento hace cuatro años. Ofrecemos este reportaje inédito como homenaje a todos los camaradas que dieron su vida durante la Segunda Guerra Mundial, ahora que los fastos oficiales por el 60º aniversario del final de la contienda en Europa les condenarán, una vez más, al olvido.
Francisco Ripoll nació a bordo de un barco camino de Cartagena. Su padre era militar de la armada y de pequeño vivió entre Barcelona y este puerto, donde su progenitor estuvo destinado durante parte de la guerra civil. «Éramos cinco hermanos, cuatro fuimos enviados a la URSS y al quinto lo mataron unos falangistas de una paliza», me explicó hace seis años y medio en Benidorm (Alicante), donde vivía y colaboraba con el grupo municipal de Esquerra Unida.
Junto con ellos fue enviado en el último barco que trasladó niños españoles a la Unión Soviética, eran 120 chicos con edades comprendidas entre 4 y 14 años. Aún evoca con emoción el recibimiento que les dispensaron en Leningrado. «En el muelle nos esperaban miles de personas. Había orquestas, estaban los pioneros…. Vivimos un mes en un hotel y luego nos distribuyeron por las distintas casas de niños españoles».
En 1940 llegó a la Casa de Jóvenes Españoles de Leningrado. «Allí éramos como hermanos. Influía mucho que no teníamos a los padres, a nadie, sólo el cariño que nos daban la educadora, los profesores». Aquel año se afilió al Komsommol (juventudes comunistas) y, en 1943, al PCUS.
En junio de 1941, diez días después de que Hitler lanzara la Operación Barbarroja e invadiera la Unión Soviética, Francisco Ripoll se alistó como voluntario en el ejército soviético. «Todos teníamos el mismo sentimiento: proseguir la lucha de nuestros padres contra el fascismo. De los chavales que estábamos allí, al que no le habían matado el padre, le habían matado el hermano o estaban en la cárcel o el exilio».
Resistió los 900 días del cerco de Leningrado. «Conservo muchos y muy malos recuerdos de la guerra. El invierno de 1941 a 1942 fue el más duro. Llegamos a estar a 50 grados bajo cero». En 1944, el ejército soviético logró romper el asedio y entonces la división a la que pertenecía avanzó por el Báltico y llegó a Polonia.
Allí se toparon con el horror del Holocausto: «Fuimos los primeros en entrar en Auschwitz. Apenas estuvimos algunas horas porque debíamos seguir camino y detrás vinieron otros, que cuidaron de la gente que había allí. No encontramos a ningún nazi. Había cientos de chiquillos, otro grupo de mayores… Vimos todavía cadáveres dentro de los hornos a medio quemar. Aquello fue horrible: ver montones de pelos humanos, de zapatos, de gafas, de ropa de todas clases… Lo que más me impresionó fueron las cabelleras humanas, eran de todos los colores. En los barracones de los oficiales, encontramos pantallas de las lámparas hechas de piel humana, al igual que dos o tres monederos y carteras de bolsillo».
Una fotografía para la Historia
Francisco Ripoll, que tenía entonces veinte años, era teniente de la XV División de Voluntarios y con ella llegó a las puertas de Berlín hacia el 27 de abril. En las filas soviéticas había un «ambiente de euforia» ya que «estábamos deseando entrar». «La orden de asalto a Berlín llegó el día 29. La ciudad estaba prácticamente destruida por los bombardeos de los ingleses. Se luchaba casa por casa. Hitler concentró a la flor y la nata de lo que le quedaba, incluso a los críos de las Juventudes Hitlerianas».
«La noche del 29 de abril recibimos la orden de asaltar el Reichstag. Fue un combate duro ya que había muchos soldados de la Gestapo y de las SS y muchos oficiales, lo mejor de lo que le quedaba al ejército nazi en Berlín. En unas horas lo tomamos».
«El 30 de abril el mismo día que Hitler se suicidó en su búnker se colocó la bandera. Había varios fotógrafos soviéticos en el frente pero no les hacíamos caso. Se pidieron voluntarios. Primero subieron cuatro, pero, cuando ya estaban arriba, francotiradores camuflados en los edificios de alrededor los mataron. La bandera cayó y la recogimos nosotros. Nunca se ha hablado de esto pero nosotros lo sabemos. Un mando pidió voluntarios y… allí estaba yo. Subimos. Nos tuvimos que abrir paso a base de bombas de mano, de granadas y ráfagas de metralleta hasta llegar arriba porque el Reichstag es un laberinto».
«Estuvimos arriba una media hora. Seguían los disparos de los francotiradores, pero cuando cesaron, izamos la bandera durante unos minutos. La colocó el que recibió la orden. Cuando nos marchamos, subieron otros soldados para mantener la vigilancia. Todos queríamos bajar de allí por el peligro que suponían los francotiradores». Del fotógrafo, Yevgueni Jaldeï, sólo recordó que «hizo su trabajo en condiciones muy difíciles por los disparos y nada más. No nos dijo nada».
Jaldeï tomó varias instantáneas. En ellas aparece Francisco Ripoll junto a sus dos camaradas, observando como la bandera roja ondea sobre el Berlín liberado. Es una fotografía mítica que simboliza la derrota del nazismo. Su nulo afán de protagonismo y el hecho de que durante la guerra adoptara un nombre ruso (Vladimir Dubrosky) pueden explicar que nunca haya sido identificado.
Para Ripoll haber combatido con la Unión Soviética en la Segunda Guerra Mundial fue «el orgullo más grande de mi vida». Recibió, entre otras, la insignia del cerco de Leningrado, la del Ejército Popular de Voluntarios y la Orden de la Gran Guerra Patria, la más importante de las que se crearon en la URSS durante un conflicto que le costó la muerte de más de 25 millones de personas.
Después de la guerra estudió Náutica, se enroló en la flota del Volga y estudió en la escuela naval de Astrakán. En 1957 decidió regresar a España e ingresó en el PCE. «Cuando llegué me retiraron toda la documentación, no me dejaron salir y la Brigada Político-Social me entregó un carnet de identidad que era vergonzoso. No podía salir de Barcelona».
Durante los últimos años de su vida trabajó por rescatar del olvido la memoria de sus jóvenes compañeros. «No quiero protagonismo, sólo sacar adelante mi proyecto», me dijo. Su proyecto consistía en levantar un monumento en San Petesburgo en memoria de los 72 muchachos que vivieron con él en la Casa de Jóvenes Españoles de aquella ciudad y que murieron en los campos de batalla de la Segunda Guerra Mundial combatiendo contra el fascismo en el ejército soviético. Casi todos ellos eran militantes del PCE.
Algunos de ellos fueron capturados por los alemanes («heridos», recalcó) y «enviados a Franco y fusilados en España». «Incluso dos de ellos estuvieron en la División Azul, se pasaron con nosotros y después estuvieron luchando contra los nazis». En aquella Casa había entre 120 y 150 niños y niñas y algunos de ellos murieron por inanición o a consecuencia de los bombardeos.
Logró incluso todos los permisos para colocar el monumento en dicha Casa, que hoy es un colegio. En él figurarían los emblemas de la II República Española (la estrella de tres puntas) y de la URSS (la estrella roja) con una rama de olivo, símbolo de la paz, y 72 estrellas. Sin embargo, su vida se extinguió sin que pudiera ver su proyecto hecho realidad.