Traducido por Gorka Larrabeiti
De Abu Abed sólo queda una foto. Tiene en brazos a sus dos hijas, una de tres años y la otra de quince días. La sacó con su móvil la víspera de irse al frente. Ahora su cuerpo está tendido en una camilla en el centro de la mezquita de Sukkari. Cubierto con una sábana blanca manchada de sangre. Roja como las alfombras que hay en el suelo. Un grupo de hombres armados se acercan al muerto. Llevan uniformes de camuflaje, barbas largas y los pies descalzos. Con una mano, levantan la sábana de la cara para mirar por última vez a su amigo fallecido. A continuación, lo besan en la frente fría y amarillenta. Son sus compañeros de brigada. Algunos no consiguen contener las lágrimas. Pero son sollozos cortos y discretos. No hay tiempo para el duelo. Pocos minutos, una oración que es una promesa de venganza contra el régimen, y vuelta al combate. La guerra en la ciudad de Aleppo no concede descanso.
El eco de los disparos y las explosiones se suceden sin cesar día y noche. Los combatientes del Ejército libre se dan el relevo en camionetas y furgonetas destartaladas que van y vienen del frente. Son sobre todo chicos de los alrededores de Alepo. Mostafa era comerciante; Yusef, carpintero; Ahmed, informático; Abu Malek, vendedor de automóviles. Son casi exclusivamente árabes musulmanes, a excepción de algún caso raro de antiguos oficiales cristianos y drusos del ejército que desertaron para unirse a la revuelta.
Muchos de ellos en el año 2011 salieron a la calle durante los seis meses de protestas pacíficas. Hasta que, abandonados por la comunidad internacional y sometidos a diario a asesinatos, detenciones y torturas, se sumaron al Ejército libre formado por un grupo de desertores oficiales. Fue en agosto del año pasado. Al principio se limitaban a proteger las manifestaciones de los ataques de las fuerzas de seguridad y de los matones del régimen. Luego, una parte de la oposición siria – apoyada por Qatar, Arabia Saudí y los Estados Unidos – escogió la solución militar y comenzaron a atacar a las fuerzas del régimen en el campo y la ciudad.
Las armas entraron deprisa en el país. Las brigadas más cercanas a los Hermanos Musulmanes sirios y salafitas recibieron fondos de los países del Golfo. Otros suministros llegaron directamente de Libia o, simplemente, los saquearon de los cuarteles del régimen durante los enfrentamientos. La mayor parte de los combatientes, sin embargo, se compró las armas de su propio bolsillo, a menudo vendiendo su casa y propiedad porque ahora el costo en el mercado negro de la mafia turca se ha multiplicado por cinco. Hace un año se compraba un Kalashnikov por $ 300. Hoy en día no se encuentran por menos de $1.500 y las balas cuestan dos dólares cada una.
Los principales escenarios de batalla entre el ejército regular y el ejército libre son las ciudades de Alepo y los alrededores de Damasco, Idlib, Homs, Hama, Deraa, Dair El Zur y Rastan. En Aleppo, la situación es infernal. Los puntos de choque entre los dos ejércitos son una decena a lo largo de una línea que divide la ciudad en dos. El ejército libre controla la zona suroriental y todos los alrededores hasta la frontera con Turquia en Azaz y Bab Hawa. Mientras que el régimen controla el noroeste de la ciudad y el aeropuerto, de donde despegan los aviones que bombardean día y noche a los civiles que se han quedado en la ciudad.
Los heridos llegan ininterrumpidamente a la sala de urgencias del hospital de Sukkari en Alepo. Los cadáveres aún calientes se dejan en camillas, mientras la sangre gotea en el suelo. Los médicos y las enfermeras no tienen tiempo para limpiar. Hay que pensar en los ancianos, las mujeres, los niños pequeños. Llegan con los rostros blanqueados por los escombros que caen en las explosiones de obuses de mortero.
En la calle Tariq el Bab dos misiles han destruido las fachadas de dos edificios y los apartamentos del primer piso se han derrumbado. Al día siguiente, el Sr. Mohamed ya está trabajando para reconstruir la pared de la tienda. Cestos de cemento y un poco de cal. Una vida de sacrificio, dice, y de repente, ya no hay nada. Sin embargo, le fue mejor que a las familias del primer piso. Una masacre: 11 muertos, entre ellos cuatro niños, y 15 heridos.
No todos los ciudadanos de las zonas francas en Aleppo apoyan al ejército libre. En particular, los menos implicados en las manifestaciones, que consideran un error el haber apostado todo a la guerrilla urbana. Porque, al hacerlo, se han traído la guerra a la ciudad y al final – como en todas las guerras – el precio más alto en término de muertos lo están pagando los civiles.
Ahmed, sin embargo, piensa lo contrario. Es un chico de 25 años de Damasco. Tiene un kefya negra envuelta en la cabeza y pantalones de camuflaje militar. Dice que el ejército libre no tiene munición ni armas pesadas, y que la única manera de derrotar a las fuerzas armadas del régimen es la guerrilla urbana.
Habla, tiene el rostro tenso. Es su primer día de guerra y todavía tiene que acostumbrarse a ver los cadáveres de sus amigos destrozados por las bombas, las cabezas estalladas de metralla de una granada, la ropa empapada de sangre por un tiro en todo el corazón de un francotirador.
Hasta el año pasado, Ahmed vivía en los Emiratos Árabes Unidos, donde tenía una empresa de informática. Volvió a Siria por las manifestaciones en Damasco, pero lo detuvieron y se pasó 45 días de cárcel. Apenas salió tomó el primer avión a Libia, donde hay campos de entrenamiento para los sirios en Misrata. Y de allí volvió fusil en mano, dice, para liberar al país de la dictadura.
Hoy la brigada de Ahmed ha volado dos tanques y tres vehículos blindados del régimen. Pero la pérdida de vidas entre las filas de los combatientes es altísima. No existen estadísticas fiables, pero para tener una idea basta con las cifras de Abu Malek.
Abu Malek hace un año se dedicaba a la compraventa de automóviles. Tomó las armas cuando la policía mató a su hermano en una manifestación. Hoy es el jefe de la brigada de los mártires de Salah Ed Dine, formada enteramente por jóvenes del barrio popular homónimo de Alepo. De los 115 hombres que tenía a su disposición hace un mes, ya ha perdido a 40: doce murieron en batalla, y otros 28 están heridos de gravedad. No obstante, las víctimas de la guerra en Alepo son en su mayoría civiles.
El último mártir es un hombre de mediana edad herido en la cabeza por un francotirador del ejército de Assad. Lo están enterrando en lo que antes de la guerra era un parquecito de Sukkari. Dos chicos excavan deprisa un agujero con la pala. Tienen miedo de atraer la atención de los aviones militares que sobrevuelan la ciudad. Al lado de la fosa, tres niños están mirando, acostumbrados ya a ver la muerte viva en sus barrios.
De repente, una bandada de pájaros negros atraviesa el cielo. Esta vez la explosión es mucho más fuerte que las anteriores. Se trata de un bombardeo aéreo. Uno más. Una nube de humo se eleva de una calle no muy lejana. Se suceden más explosiones, estárán a un kilómetro de distancia, en medio de una zona residencial, lejos de todo objetivo militar.
A nuestro alrededor la gente hace como si nada. Nadie huye en busca de refugio. Levantan la mirada por un momento para ver el perfil de aviones militares, y luego vuelven a charlar. Es como si hubiesen aprendido a convivir con la guerra. O tal vez simplemente se rinden a la suerte. Porque la verdad es que es imposible predecir donde caerán las siguientes bombas. Bombardean al tuntún los barrios liberados con el único objetivo de aterrorizar y castigar a las personas que se quedaron en la ciudad.
Mientras tanto, miles de personas han huido de Alepo. No hay datos, pero basta con mirar las calles medio vacías y las persianas cerradas de las tiendas para hacerse una idea. Sin embargo, a pesar de todo, Alepo tiene poco de ciudad fantasma. Por supuesto, el agua y la electricidad van y vienen, los precios de los alimentos se han duplicado, la gasolina escasea y las plazas se han convertido en vertederos donde se quema la basura recogida en las calles. Pero para quien se queda la vida continúa.
Las tiendas comenzaron a abrir de nuevo, en los mercados se ve de nuevo fruta y verdura, y la gente hace cola delante de los pocos hornos abiertos para comprar pan. Lo que recuerda la guerra es sólo el estruendo de las continuas explosiones y los escombros de las casas derrumbadas en bombardeos aéreos.
Contra la fuerza aérea del régimen, el ejército libre no puede hacer nada. Harían falta misiles antiaéreos tierra-aire. Pero los contrabandistas sirios nos lo han dicho claramente: los estadounidenses los han prohibido absolutamente. Lo demuestra el hecho de el cargamento de misiles que partió de Libia a principios de septiembre fue capturado por las autoridades turcas en el puerto de Iskenderun. El miedo de todo el mundo es que esas armas caigan en las manos equivocadas. Por ejemplo, en las manos de ese millar de muyahidin islamistas que se vino a Siria para luchar junto al ejército libre sirio.
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Extractos de este artículo se han publicado en Italia en Familia Cristiana en Alemania en Taz
Fotografías de Alessio Genovese.
Fuente: http://fortresseurope.