Pensar una transición ecosocial justa obliga a reformular las relaciones que las personas y otros seres vivos establecemos con y en el territorio. Con frecuencia existe una contradicción profunda entre los discursos que hablan de sostenibilidad y lo que los mismos agentes políticos y/o económicos que emiten el discurso promueven en los territorios concretos. Cambio climático y ampliaciones de aeropuertos, ahorro de agua y permanencia de los campos de golf o los regadíos ilegales o excesivos conviven sin rubor.
En contextos de crisis ecosocial profunda es fundamental atender a la ordenación del territorio. En él sucede todo: la economía, la política, la vida cotidiana, los afectos, las tensiones… Así que ampliar el debate, el conocimiento y las propuestas en torno a la forma de habitar el territorio es clave.
La biorregión se presenta como la unidad de complejidad mínima necesaria para planificar las transiciones ecosociales. Es el soporte territorial básico desde el que diseñar estrategias orientadas a la autonomía energética, alimentaria y económica, preservando la integridad de los ecosistemas e incorporando atributos democráticos, participativos y de justicia social. Nerea Morán Alonso, Agustín Hernández Aja, José Luis Kois Fernández-Casadevante y Fernando Prats Palazuelo han coordinado un libro en el que se reflexiona sobre esta cuestión. Se titula Biorregiones. De la globalización imposible a las redes territoriales ecosostenibles (2023, Icaria). Todas estas personas forman parte del Foro de Transiciones.
Hablamos con Nerea Morán Alonso (Bilbao 1977), profesora de Urbanismo en la Universidad Politécnica de Madrid y Agustín Hernández Aja (Madrid, 1954), Catedrático de Urbanismo de la misma universidad.
¿Qué son las biorregiones? ¿Cuál es su utilidad conceptual?
Nerea Morán: Para dar una idea de su potencial y su enfoque propositivo, definimos la biorregión como la unidad de complejidad mínima necesaria para planificar las transiciones ecosociales, el territorio en el que aterrizar la conexión entre necesidades sociales y biocapacidad ecológica, desde el que ofrecer un soporte de vida digna y justa a sus habitantes. Si pensamos más en su componente espacial, hablaríamos de ámbitos definidos por límites naturales, suficientemente extensos como para permitir el cierre de ciclos ecológicos y albergar diversas realidades urbanas, rurales y naturales, pero a la vez suficientemente acotados, de modo que puedan ser unidades funcionales desde las que reorganizar el metabolismo social.
Agustín Hernández: Un mundo en el que el territorio se encuentra fragmentado en unidades monofuncionales (que se pretenden ajenas al espacio natural sobre el que se aposentan), especializadas en acoger fragmentos de actividades que se agrupan globalmente mediante redes de transporte, no parece el modelo más adecuado para poder dar respuesta a la necesidad de desarrollar una transición ecológica justa, que equilibre el consumo con la base productiva, que cierre los ciclos en el espacio próximo y que permita a sus habitantes entender su territorio como una totalidad y actuar en consecuencia. La utilidad del concepto de biorregión es que nos permite determinar cuánto de lo que consumimos puede ser producido dentro de sus límites, y cuánto de lo que carecemos procede de otros espacios, otras biorregiones. No queremos caer en un neofeudalismo chauvinista, el biorregionalismo solo tiene sentido como sistema de redes cooperativas que asumen su interdependencia y persiguen una autosuficiencia conectada, incorporando la solidaridad y la creación colaborativa de conocimiento.
Su utilidad radica en que nos obliga a pensar en una escala de proximidad, que supere la idea de lo urbanizado como algo autónomo y de valor superior, y que nos permita vincular espacios urbanos, rurales y naturales en una sola unidad, recuperando las ideas de cooperación y apoyo mutuo frente a explotación y competencia, tanto en la relación con la naturaleza como entre personas.
No existen actualmente ejemplos paradigmáticos que desarrollen todo el potencial de transformaciones culturales, económicas y urbanísticas que se pueden atisbar en esta noción. La proponemos más bien como un concepto en construcción, abierto al debate y a la apropiación desde distintas propuestas de transiciones (como pueden ser la agroecología, la economía social o el urbanismo feminista).
¿De dónde surge el concepto? ¿Qué historia tiene?
N. M.: Como tal, la biorregión fue enunciada por Peter Berg y Raymon Dassmann en un artículo de 1977 para The Ecologist, titulado ‘Rehabitar California’, en el que plantean la necesidad de reimaginar y rehabitar los territorios desde una conciencia ecológica que transforme las prácticas sociales para reintegrarlas en sus hábitats. Esta idea estaba inspirada por las comunas del movimiento ‘Vuelta a la Tierra’ que Berg llevaba años recorriendo y documentando, y por el trabajo sobre comunidades naturales, hábitats y conservación de la naturaleza de Dassmann.
Sin embargo, podemos rastrear propuestas previas, vinculadas a la geografía anarquista y al regionalismo de finales del siglo XIX, en las que ya se plantea la estrecha vinculación entre sociedades y naturaleza, expresada en economías, técnicas, modos de habitar y prácticas culturales territorializadas, y en las que también era central la organización política basada en la autonomía y el federalismo.
Actualmente se utiliza el término desde distintas disciplinas, como un marco de referencia para la transición agroecológica, por ejemplo, o desde el urbanismo como alternativa de ordenación y gestión de los recursos territoriales. En contraposición al crecimiento urbano en forma de ciudad-región, la escuela territorialista italiana propone la noción de biorregión urbana, donde la ciudad es el nodo que impulsa procesos de desarrollo local sostenible, y en la que el territorio se entiende como base desde la que recuperar relaciones virtuosas entre espacios construidos, antropizados y naturales.
Decís que no es un concepto meramente físico, sino también político y social. ¿Por qué?
A. H.: Es importante desarrollar una ordenación y gestión del territorio enraizada en la unidad ambiental que lo soporta, pero también construir nuevas identidades colectivas basadas en la conciencia ecológica y del lugar, la participación en la toma de decisiones y la descentralización y autonomía políticas en un marco de intercooperación entre redes interregionales, que superen el concepto de identidad local por el de identidad federada. De forma que tanto recursos como conocimiento se consideren como una producción colectiva, y por tanto no apropiable de manera exclusiva. De igual manera que la unidad ambiental sobre la que se asienta la biorregión depende de los ciclos globales y de la calidad del resto de biorregiones, conocimiento y producción son más ricos y complejos si son fruto de la cooperación y el intercambio.
La propuesta biorregional implica un cambio cultural que arraigue las prácticas cotidianas en los espacios de vida. No se puede avanzar en cambios en la organización material de la producción, la economía, la movilidad, el consumo… si no hay una implicación social. Si no nos sentimos parte de los espacios físicos que habitamos, si no nos reconocemos en ellos y no los valoramos, no tendremos predisposición a cuidarlos y gestionarlos de otra manera. Esto es extensible a todas las escalas, desde las de mayor proximidad, como los barrios (o los distintos ámbitos en que nos movemos cotidianamente), hasta la escala regional de la que dependemos aunque no seamos conscientes de ello.
Ese sentido de pertenencia tiene necesariamente una dimensión política, en la medida en que implica formar parte de procesos en los que se toman decisiones. Por ello necesitamos transformar la política institucional, porque implica poner en cuestión cuáles son las escalas adecuadas para la acción de gobierno, y cómo se puede abordar la relación, por ejemplo, entre municipios que comparten un territorio en el que las delimitaciones administrativas no coinciden con las geográficas o las funcionales. El objetivo sería articularnos de manera federada y solidaria con las biorregiones de las que dependemos para completar las necesidades que no podemos cubrir en la nuestra.
¿Cuáles son las claves que ofrece esta perspectiva para afrontar las emergencias ecológicas y sociales?
A. H.: La única manera de enfrentarlas es movilizar los mecanismos con los que hacer evidentes nuestras fragilidades. Para ello, debemos conocer los recursos de los que disponemos en nuestro ámbito funcional y saber cuántos importamos. La biorregión nos procura un territorio en el que poder hacer las cuentas ecológicas, señalando nuestros límites y nuestras capacidades. Si hablamos de transición energética o de descarbonización de la economía, pero no consideramos la base material sobre la que se va a realizar esa transición, estaríamos engañándonos. Esto ocurre tanto con los materiales que demandamos como con los territorios necesarios para su transformación. Territorios que no son simplemente suelo sobre el que localizar nuevos usos, sino que son ecosistemas, espacios agrarios o entornos rurales. ¿Dónde se localizarán las macroinstalaciones de renovables que nos prometen seguir consumiendo grandes cantidades de energía?, la biorregión nos obliga a tener una visión más realista de los límites a los que nos enfrentamos.
N. M.: Por otra parte, si la biorregión es el lugar de la vida, no es solo desde un punto de vista ecológico centrado en los ecosistemas o la biodiversidad, sino también desde una perspectiva social que lo entiende como el espacio de nuestras propias vidas. Y en ese sentido pone el foco en cómo y dónde habitamos, cómo y dónde satisfacemos nuestras necesidades. Esta mirada es central para el urbanismo feminista, y creo que hemos encontrado una línea de reflexión por esa parte, que enriquece la idea de biorregión. Por ejemplo, las compañeras del Col·lectiu Punt 6 hablan de ciudades cuidadoras y de territorios cuidadores, en los que aproximar los tiempos y espacios de las actividades cotidianas, repensando las funciones y servicios que pueden albergar los equipamientos públicos y ampliando los espacios y ámbitos de autogestión comunitaria.
¿Qué es volver al territorio? ¿Qué significa territorializar la economía o los estilos de vida?
N. M.: Actualmente dependemos de circuitos globales, tremendamente vulnerables ante eventos climáticos, bélicos, sanitarios… que generan problemas en el abastecimiento. Territorializar la economía es en primer lugar reconstruir circuitos de proximidad, desde la producción hasta el consumo, orientados a alcanzar umbrales mínimos de autonomía energética, alimentaria, hídrica, etc. Esto requiere identificar y abordar las carencias en infraestructuras, servicios y conocimiento que permitan completar esos circuitos. Pero también supone hacerlo en vinculación con los recursos locales y con los ciclos ecológicos, sobre todo si pensamos en la producción primaria o la industria.
A. H.: En cuanto a los estilos de vida, adaptarlos a la capacidad biofísica del planeta pasa por ser conscientes de los impactos ecológicos y sociales de nuestros hábitos de consumo. Dónde, cómo, quién y en qué condiciones se produce la energía, el agua, los alimentos, la ropa, los bienes que consumimos a diario. Y qué posibilidades tenemos para que nuestras dietas, nuestro ocio, nuestra movilidad, etc. sean satisfactorias sin generar impactos irreparables. No se trata únicamente de opciones y acciones individuales, la satisfacción de nuestras necesidades depende de una estructura social mayor y requiere soluciones comunitarias y públicas.
N. M.: Por otra parte, el cambio en nuestros estilos de vida no puede partir sólo de un reconocimiento intelectual o racional del valor de los ecosistemas o la biodiversidad. Para desarrollar un sentido de pertenencia que haga deseable otro modo de vida necesitamos una vinculación afectiva con los territorios: conocerlos, tener experiencias significativas que nos permitan establecer raíces.
¿Qué procesos nos podéis contar que se hayan puesto en marcha bajo la perspectiva de las biorregiones?
N. M.: Los procesos de transición agroecológica son un buen ejemplo. Aunque no siempre se sitúen explícitamente bajo una perspectiva biorregional, están desarrollando alternativas complejas y transversales que coinciden con esta visión. Se adaptan a los procesos ecológicos, cierran ciclos en proximidad, cuidan el suelo y el agua, conservan la biodiversidad, recomponen relaciones entre espacios de producción y consumo, entre ámbitos rurales y urbanos… Y no solo los proyectos de producción, sino también los que encadenan la producción con la transformación y la distribución, por ejemplo con la creación de infraestructuras de escala comarcal o regional como food hubs, centros de acopio, obradores compartidos… O el trabajo que se realiza en entornos urbanizados, fundamentalmente mediante alternativas de consumo colectivo, en forma de cooperativas, grupos de consumo y supermercados cooperativos, que tienen una relación directa con las personas productoras, se adaptan a las temporadas y desarrollan una cultura alimentaria territorializada.
¿Qué tipo de políticas públicas y qué tipo de activismo hace falta para impulsar procesos biorregionales?
A. H.: Nos preguntas por dos niveles de intervención. Si hablamos de políticas públicas, de lo que se trataría es de reforzar la visión territorial de las políticas locales, articulando los municipios de manera efectiva en estructuras de rango regional, en las que se incluya el cálculo de su huella ecológica y se determine el origen de los recursos importados, estableciendo relaciones de cooperación e intercambio con los territorios externos de los que depende su abastecimiento. Esta visión implica generar una política pública que integre la evaluación de las necesidades reales y el mejor ajuste a las capacidades propias, con la creación de relaciones formales de cooperación y cogestión ecológica con los espacios de los que dependemos.
En cuanto a la dimensión del activismo, implica no solo la visión del consumo que hacemos del planeta desde una perspectiva global, sino también de la capacidad de abastecimiento que tenemos en nuestro propio espacio. La propuesta de la biorregión nos obliga a incorporar la relación con los habitantes de los espacios de los que dependemos, superando la visión asistencialista de la cooperación tradicional por una visión de corresponsabilidad ecológica.
En un momento en el que estamos discutiendo la necesidad de que las poblaciones migrantes tengan acceso a los bienes públicos y participen en los gobiernos locales, ¿cómo podemos ignorar a las poblaciones de los espacios de los que dependen nuestros consumos?
Yayo Herrero es activista y ecofeminista. Antropóloga, ingeniera técnica agrícola y diplomada en Educación Social.