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La campaña electoral y su desenlace en el Reino de España

Fuentes: Sinpermiso

Terminada la campaña electoral, pudo decirse que las elecciones legislativas que han tenido lugar hoy en España parecían más bien presidenciales. Lejos de estar en solución de continuidad con la legislatura anterior, la campaña ha querido comprimirla y transformarla en una mercancía, cuyo principal valor añadido parecía la sola credibilidad de los mercaderes ante unos […]

Terminada la campaña electoral, pudo decirse que las elecciones legislativas que han tenido lugar hoy en España parecían más bien presidenciales. Lejos de estar en solución de continuidad con la legislatura anterior, la campaña ha querido comprimirla y transformarla en una mercancía, cuyo principal valor añadido parecía la sola credibilidad de los mercaderes ante unos ciudadanos trocados en inermes consumidores de política preempaquetada. Los intensos procesos de cambio social vividos en la España de las dos últimas décadas; la reubicación geopolítica y geoeconómica del país -en su relación «reconquistadora» con América latina, no menos que en su relación con la UE pos-referéndum o en sus ríspidas relaciones con la política belicista norteamericana-; las nuevas pero ya no tan incipientes tensiones sociales derivadas de la precarización del trabajo y de la continuada pérdida de la proporción de la masa salarial en relación con el PIB; la estupefaciente beligerancia de una jerarquía eclesiástica recrecida en el nacionalcatolicismo; las fricciones acumuladas entre el país real y unas estructuras administrativas y territoriales cada vez más arcaicas y deslegitimadas; todo eso, y acaso más, ha intentado condensarse en un dilema formulado a modo de pregunta publicitaria: ¿Zapatero o Rajoy?

El dilema responde a la fuerte polarización social, política e ideológico-cultural de estos cuatro años, que no es exclusiva de España, pero que adopta aquí rasgos singulares. Si en Alemania u Holanda, por ejemplo, se expresa esa polarización en la creciente pérdida del peso electoral sumado de los dos grandes partidos tradicionales con base popular -la socialdemocracia y la democracia cristiana- que se disputan un «centro» menguante y en el paralelo robustecimiento de la pluralidad política con el auge de otras opciones más a la izquierda -la Linke en Alemania, el nuevo partido socialista de Marijnissen en Holanda- o en la radicalización de otras opciones de derecha -la FDP de Guido Westerwelle en Alemania, los nuevos grupos abiertamente xenófobos en Holanda o en Bélgica-, en España, en cambio, el encogimiento del «centro» se expresa en forma bipartidista. Con una radicalización real de la «oferta» político-ideológica del PP, el partido único y tradicional de la derecha, que coloca, quieras que no, al partido mayoritario de la izquierda, el PSOE, en una posición a la izquierda de lo que en la UE se entendería por «centro», si no en cuestiones de política económica básica, sí en materia de derechos civiles, en la defensa más o menos consecuente del laicismo y en los alardes de retórica social.

Ya en las elecciones de 2004, marcadas por el atentado terrorista del 11 de marzo, el voto del PSOE y del PP alcanzó el 80% del sufragio total, sumando entre los dos partidos 312 de los 350 diputados de las Cortes. (Ahora, tras las elecciones de hoy, suman ya 323, y recogen de consuno cerca del 85% del sufragio popular.) Desde entonces, la fuerte movilización institucional y extraparlamentaria de una derecha autoconvencida de la falta de legitimidad de la victoria de Zapatero y capaz de forjarse una capilaridad social otrora patrimonio de la izquierda, así como el consiguiente amedrantamiento de una izquierda estupefacta y enigmáticamente desmovilizada ante la perspectiva del regreso de esa derecha extrema y empeñada en el desquite, no han hecho sino reforzar la tendencia a que la polarización cobre en España la forma del bipartidismo. Una forma, claro está, a la que contribuye de modo eminente una ley electoral diseñada precisamente para castigar a las opciones políticas a la izquierda del PSOE, señaladamente a Izquierda Unida, cuyos diputados le cuestan unas siete u ocho veces los votos que les cuestan a los dos partidos mayoritarios.

La abstención como problema político crucial

La opinión política pública española está dominada por la izquierda y por el centroizquierda. Ningún sociólogo político competente discute eso. Como recordó la semana pasada el director de campaña del PP en una controvertida entrevista al Financial Times, la única posibilidad de que la derecha gane unas elecciones en España es provocando la abstención de una buena parte de la izquierda social, la «izquierda volátil», o, como prefieren llamarla los peritos electorales socialistas, la «izquierda exquisita» -en torno a 2 millones de potenciales electores-, que sólo a regañadientes sale a veces de la abstención para votar al PSOE de mala gana (y que tampoco parece distinguir ya muy bien entre la oferta del PSOE y la de IU).

No es de extrañar, por eso, que el eje de la campaña del PSOE y del PP haya sido la abstención. El PSOE necesitaba movilizar electoralmente a un 25% de sus potenciales votantes para asegurar unos resultados similares a los del 2004, con más de 4,5 puntos de ventaja sobre el PP (42,5% frente al 37,7%). Pero la alta participación final del 75,3% le sitúa a solo unas décimas de las tasas extraordinarias del 2004, que superaron la media de participación electoral habitual del 69%.

La legislatura ha estado marcada por una gestión «en frío» por parte del PSOE de su victoria del 2004, conseguiendo «fidelizar» institucionalmente por esa vía el mayor ciclo de movilización social tras el franquismo, el que se dio entre 2002 y 2004, al tiempo que evitaba la continuidad autónoma de la misma en la calle. Frente a la fuerte movilización de la derecha social y política, la respuesta de la dirección federal del PSOE fue la de no responder en la calle, y a medida que se acercaban las elecciones, evitar o limitar cualquier movilización de la izquierda social, poniendo obstáculos a la participación de los sindicatos mayoritarios CCOO y UGT. Los ejemplos últimos más notables han sido la desconvocatoria de la manifestación antifascista del 2 de diciembre en Madrid o las relativas al 8 de marzo en defensa del derecho al aborto en el día de la mujer. Para no hablar de la falta de apoyo a las luchas sindicales del transporte municipal o a los servicios de limpieza en Madrid o Barcelona.

Conscientes de eso, y desde el activo electoral de contar con su propia base social tensamente movilizada en su totalidad después de cuatro años de «gimnasia» reaccionaria, los peritos en tácticas del PP han fundado su estrategia en crear las condiciones para la abstención de los votantes socialistas. Con toda transparencia, Gabriel Elorriaga lo explicaba incautamente así al corresponsal del Financial Times en la entrevista antes mencionada: «Sabemos que nunca nos votarán. Pero si podemos sembrar suficientes dudas sobre la economía, sobre la inmigración y sobre cuestiones nacionalistas, entonces quizá se quedarán en casa».

¿Cómo cohonestar esa perentoria necesidad de movilización del electorado socialista con la negativa a movilizar a la izquierda social? La respuesta de los peritos electorales del PSOE ha sido el «viaje al centro». La búsqueda de un supuesto elector moderado, nada entusiasta de la movilización callejero-clerical de la derecha, y al que, a falta de estímulos ideológicos positivos, los estrategas electorales del PSOE han querido atraer a las urnas o por el disgusto ideal ante el espectáculo de una derecha energuménica o por el gusto material de unas golosinas fiscales.

Un «viaje al centro» pauloviano de estímulos fiscales

El «centro» del electorado ha sido construido así socialmente de una manera pauloviana, con estímulos fiscales que contrarresten el otro «miedo» alimentado por el PP en esta campaña, el miedo a la crisis económica. Tras doce años de crecimiento ininterrumpido, basado en un insostenible modelo de ladrillo y deuda familiar para el consumo, las clases medias han alcanzado unos niveles de consumo que se ven amenazados por la desaceleración económica. «Viajar al centro» se ha convertido, para los peritos en estrategia del PSOE, en la necesidad de responder al miedo de esas clases medias -«la gente corriente que no llega a fin de mes», en el idioma de Rajoy-, lo que ha resultado en una patética subasta con un PP insincera y falsariamente catastrofista.

El «ofertón» estrella del PSOE fue la rebaja fiscal de 400 euros en las declaraciones del IRPF, que afectarían a 13,5 millones de contribuyentes. Su carácter lineal excluye per se a los sectores con menos ingresos, que no están obligados a declarar (el 40% de los asalariados, según CC OO, no llega a los 1.200 euros brutos mensuales), y sus efectos sobre las rentas más altas es mínimo. Se trata, por lo tanto, de una medida diseñada para las clases medias, plagiada de las medidas anticíclicas de la administración Bush y cuyos resultados económicos son harto cuestionables.

Por parte del PP, las ofertas fiscales incluyeron una rebaja lineal del 16% en la declaración del IRPF, eximir del impuesto a todos los asalariados con ingresos anuales inferiores a los 16.000 euros y una devolución fiscal de 1.000 euros a todas las mujeres contribuyentes. Ambos partidos coinciden en rebajar los impuestos sobre los beneficios de sociedades y en acabar con el impuesto sobre el patrimonio.

Puestos a contabilizar esas rebajas fiscales, las ofertas del PSOE alcanzan los 5.000 millones de euros, mientras que las del PP -que se ha negado a hacer las cuentas con exactitud-, podrían alcanzar los 15.000 millones de euros. Si se tiene en cuenta que el superávit anual ha sido de un 2% del PIB en 2007, y que el total del superávit esperado es de unos 40.000 millones de euros, las rebajas fiscales para las clases medias supondrían entre el 12% (PSOE) y el 37% (PP) del superávit, antes de entrar en otras promesas electorales destinadas a otros sectores y que, en el caso del PSOE, llegarían hasta los 22.000 millones de euros.

La respuesta del PSOE al miedo a la desaceleración económica -estimada, en el peor escenario, en una caída del crecimiento del PIB del 3,8% a un 2,4% en el que la economía española no sería ya capaz de crear empleo adicional- se escenificó en el primer debate televisivo de la campaña electoral entre el Vicepresidente Solbes y el pretendido economista estrella del PP, el expresidente de Endesa Manuel Pizarro. Si el objetivo era vender credibilidad para la gestión económica de la desaceleración, Solbes consiguió deshacer macro-económicamente con su superávit las preocupaciones de esas «familias que no llegan a fin de mes» de las que se pretendía portavoz Pizarro. Eso pinchó desde el primer momento uno de los balones capitales de la campaña electoral del PP.

Solo Izquierda Unida, desde los márgenes, se molestó en señalar que el objetivo no debían ser los recortes fiscales, sino, por el contrario, converger con la UE en gasto social, calculando el déficit social en unos 70.000 millones de euros y proponiendo un aumento del 1% del PIB anual en gasto social a través de una política de acceso universal a derechos ciudadanos.

La TV como ágora electoral prioritaria

La televisión se ha convertido en el ágora electoral por definición, y se ha centrado en los dos debates entre Zapatero y Rajoy. El debate con el resto de los partidos, también en dos partes, quedaba marginado por el propio formato, que imitaba el de Rajoy y Zapatero pero en el que no participaban éstos, sino dos candidatos secundarios del PSOE y del PP. Hasta los actos electorales públicos se han diseñado como espectáculos televisivos que pudieran ser recogidos por los telediarios en su momento culminante.

De un debate político colectivo y ciudadano se ha pasado, así pues, a un ágora virtual prisionera de sus propias condiciones de puesta en escena y de una gramática mediática parda. La contienda electoral plural troca un duelo singular, del que se hace depender la suerte de todos: hay que tomar partido, es decir, que hay optar por uno de los dos partidos.

En los debates entre Zapatero y Rajoy, seguidos por más de 13 millones de espectadores de un cuerpo electoral de poco más de 25, el resultado del duelo fue ligeramente favorable a Zapatero, en el primero, y claramente, en el segundo. Todos los temas de la legislatura reaparecieron: Irak, ETA, el terrorismo islamista, las políticas económicas y sociales, las reformas estatutarias…De nuevo, como en el debate entre Solbes y Pizarro, parecía un pulso por la credibilidad en el que el PP tenía que superar el estigma de su gestión de los atentados terroristas del 11-M y el PSOE los del dialogo con ETA para el proceso de paz en Euskal Herria. Ambos candidatos se acusaron continuamente de faltar a la verdad, de manipular cifras y hechos, o simple y bochornosamente, de mendacidad.

En el común deseo de dar forma y apariencia bipartidista a la real polarización político-ideológica de la vida pública española, los debates acabaron siendo la palabra de uno, en nombre de la derecha, contra la palabra del otro, en nombre de una izquierda, ¡ay!, que quería «viajar al centro». En el segundo debate, los asesores de Zapatero creyeron poder escapar de este dilema con el «libro blanco» de los datos que aportaba. Pero las encuestas demostraron que ninguno había convencido a los votantes del otro. Que Rajoy, abandonada ab initio cualquier pretensión de dirigirse al «centro» desde el veto a la presencia de Gallardón en las listas del PP, estaba completamente solo, mientras que el discurso de Zapatero llegaba, ciertamente, al resto de los votantes que no eran ni del PSOE ni del PP, pero sólo conseguía robustecer el bipartidismo, no a cuenta del éxito de su pretendido «viaje al centro, sino a costa de las terceras partes excluidas a su izquierda -IU-ICV y ERC-. Porque el centro-derecha nacionalista catalán y vasco de PNV y, sobre todo, CiU ha podido rentabilizar a su favor en estas elecciones el ser la alternativa a los socialistas en su propio ámbito político diferenciado.

Lo que estuvo ausente de los debates fue una perspectiva de cambio político y social. Nada de enfrentar de cara los problemas acumulados de modernización tras un fuerte ciclo de crecimiento económico que ha presionado hasta el limite muchas de las estructuras administrativas y políticas diseñadas e instituidas en la Transición de finales de los años 70 y comienzos de los 80. La «niña de Rajoy», la grotesca metáfora ya utilizada en varias campañas en América Latina por la derecha para visualizar los retos del futuro, llegó en el caso del PP a limites esperpénticos. Zapatero se limitó a prometer vagarosamente más de lo mismo: se ve que sus asesores de imagen le habían convencido de ser la personificación del mejor de los mundos posibles.

El miedo a la emigración

El único tema nuevo de esta campaña ha sido el tratamiento de la política emigratoria por parte de Rajoy. Calco de las propuestas de Sarkozy en Francia, su adaptación española se la debemos al consejero de la Comunidad de Madrid y exdirector de la FAES, José Fernández Lasquetty. Al miedo a los nacionalistas que rompen España, a la crisis económica que no deja llegar a fin de mes a las familias, el PP ha decidido añadir el racismo y la xenofobia en la figura amedrentante del inmigrante ganapán que compite con los españoles por unos servicios públicos y unos derechos sociales escasos.

Con unos porcentajes de población inmigrante que han pasado en siete años del 4% al 12%, España ha aguantado razonablemente bien esta formidable transformación demográfica sin precedentes, gracias a las altas tasas de crecimiento económico, a la elevada proporción de emigrantes latino-americanos, más cercanos lingüística y culturalmente, y -no hay que olvidarlo- a la solidaria memoria colectiva de un pueblo que fue él mismo emigrante hace sólo dos generaciones. Pero el miedo a la emigración se enquista en los sectores mas desfavorecidos de la población española, los que compiten en la precariedad y en un paro friccional del 8% que implica una reforma del mercado laboral encubierta. El intento de «fidelización» del voto asalariado del PP y, al mismo tiempo, la búsqueda de la abstención de los votantes socialistas coinciden en este tema, de creciente relevancia a medida que se desarrollaba la campaña.

La propuesta del PP de un «contrato de integración» que deberían firmar los inmigrantes residentes legales en España, comprometiéndose a aprender el español (no, por supuesto, las lenguas cooficiales) y a respetar las costumbres, llenó de estupor a la audiencia cuando Rajoy explicaba que era la única forma de evitar la poligamia o la ablación ritual del clítoris en territorio español, como si no se tratase de delitos perfectamente tipificados ya en el código penal y de prácticas sociales de rara incidencia. Con tendenciosa lógica «securitaria» se convertía en problema una inmigración de la que depende ya una parte substancial de las pensiones españolas (más de un millón, probablemente), y, con la estólida afirmación de que «no cabemos más», se ha llegado a rechazar de antemano cualquier legalización de emigrantes irregulares -que se acercarían ya al medio millón-, a condenar la regularización del Gobierno Zapatero de otros 700.000 al comienzo de la legislatura y a prometer la expulsión inmediata del país de todos los emigrantes, legales o no, que sean condenados a menos de 6 años de cárcel, dando así a entender de pasada una espuria correlación entre inmigración y criminosidad.

En una precampaña electoral -no se olvide- marcada en parte por las manifestaciones y actividades de organizaciones fascistas y xenófobas contra los emigrantes, Rajoy ha hecho suyas en buena medida sus propuestas por la vía rodeada de la derecha francesa «respetable». Lo más grave es el eco que ha tenido el «contrato de integración», aceptado según las encuestas por el 56% y rechazado sólo por el 42%. La aparición de esta posición política xenófoba de la emigración en el debate bipartidista de «Estado» supone una seria amenaza de futuro.

ETA y la crónica de un atentado anunciado

El vil asesinato del militante socialista vasco Isaías Carreño por ETA el último día de la campaña hizo bajó de la peor forma posible la campaña virtual del PSOE y el PP a las duras realidades de los conflictos marginados. La ilegalización de las opciones políticas de la izquierda abertzale tras los atentados de ETA que pusieron fin al «alto el fuego indefinido», impidiéndole concurrir a estas elecciones responde al miedo de la dirección del PSOE a que el fracaso de las negociaciones de paz se convirtieran en el centro del debate de la campaña electoral. De hecho, el PP hizo todo lo posible por convertir el atentado de la T-4 del aeropuerto de Madrid en el 11-M del atentado de la Estación de Atocha, contraponiendo las mentiras ciertas de Aznar en 2004 a las pretendidas mentiras de Zapatero en 2008.

El «cordón sanitario» de detenciones -selectivas al comienzo; cada vez menos, después- contra la izquierda abertzale; los macrosumarios contra sus organizaciones sociales fundados en la «doctrina Garzón» de que «todo es ETA»; la negativa a cualquier contacto directo o indirecto con la dirección de Batasuna, incluso cuando, como en el caso de Otegui, seguían defendiendo el proceso de paz como único horizonte posible; todo ha cumplido la función de proteger a Zapatero de las criticas del PP, avalando la afirmación de que el actual Gobierno había hecho en cualquier caso menos concesiones que el de Aznar, a pesar de las hinchadas expectativas.

Pero el efecto sobre ETA de esta estrategia era presumible también: una escalada terrorista para mantener su propia base social, fuertemente erosionada y cada vez más tentada de buscar alternativas claramente hostiles a la violencia. El atentado mortal de ETA era una crónica anunciada por el mismo Rubalcaba, quien sólo podía la capacidad policial y en la suerte para frustrar el golpe. En la retorcida táctica de ETA, la elección como víctima de un militante socialista, y no del PP, trae consigo el mensaje de que no le interesaba volcar hacia la derecha el resultado electoral. Por lo demás, el clima de perceptible hostilidad contra la izquierda abertzale generado por el atentado entre la población vasca les hace, de hecho, más difícil a los militantes de la izquierda abertzale acercarse a las urnas y ejercitar otra opción que no sea la abstención exigida por ETA, incapaz ya hasta de de controlar la disciplina del voto en blanco propiciada al comienzo de la campaña.

Están por ver las consecuencias de los tétricos cálculos tácticos de ETA. Lo que es ya evidente es que, lejos de mantener un pabilo de esperanza en una solución pacífica del conflicto, refuerza aún más, si cabe, la marginación de la izquierda abertzale, excluyéndola definitivamente como posible parte política en la campaña por el derecho a decidir anunciada por el Gobierno Vasco para el próximo otoño.

Los retos de la próxima legislatura

Los resultados finales suponen la subida de algo más de un 1% del PSOE, que obtiene 5 diputados más. Lo mismo que el PP, el cual, sin embargo, aumenta en casi un 3%. CiU mantiene su número de escaños, con una ligera caída de 0,3%, mientras que ERC es fuertemente castigada, pasando de 8 a 3 diputados y perdiendo la mitad de su electorado. El PNV prácticamente se mantiene, aunque pierde 1 diputado y el 0,4% de sus votos, y el PSE le desplaza como primera fuerza política en Euskadi. Lo mismo ocurre con el BNG, en coalición con el PSOE en la Xunta gallega, que repite escaños y porcentajes. O con Nafarroa Bai. Coalición Canaria pierde un escaño y el 40% de sus votos, tras la crisis que dividió al nacionalismo canario en opciones de derecha e izquierda. IU-ICV ha sido la fuerza más castigada al perder 3 de sus cinco parlamentarios, el propio grupo en el Congreso y el 20% de sus votos, aunque, con cerca de un millón de votos, sigue siendo la tercera fuerza política del Reino de España. Rosa Díaz y la UPyD han conseguido entrar en el Congreso por Madrid, con el 1,22% de los votos.

Los resultados dan un amplio margen de maniobra al PSOE en esta segunda legislatura. Al mismo tiempo que se consolida la forma bipartidista de polarización política a nivel nacional, abre probablemente una crisis de sucesión en el PP, y hace del PSOE el eje de cualquier política de alianzas tanto a nivel territorial como social, con un abanico de fuerzas que sólo pueden aspirar a influir parlamentariamente sobre su orientación, no a determinarla.

A medida que la derrota de Rajoy se hacía más probable, en especial tras el primer debate, una parte del discurso de los candidatos del PP ha girado hacia la posibilidad de acuerdos entre los dos grandes partidos. Es decir, a reclamar de nuevo un derecho de veto del PP sobre las políticas de cambio. Los resultados electorales, que dan una subida de cinco escaños a cada una de las dos grandes fuerzas políticas del Reino, vendrán a reforzar las exigencias de la derecha social y política de buscar una salida institucional que lime las aristas de las estrategias de confrontación tenazmente mantenidas en esta legislatura. Para sectores significativos de la derecha empresarial y financiera la otra formula, no incompatible con los «pactos de Estado» con el PSOE-PP, es un gobierno de coalición PSOE-CiU que asegure la gestión de la desaceleración económica y la problemática transición hacia un nuevo modelo de desarrollo conforme a sus intereses.

Zapatero ha reiterado en la campaña su voluntad de mantener la actual situación de alianzas ocasionales, ora con la derecha nacionalista, ora con IU-ICV y las izquierdas soberanistas. Cualquier cambio de orientación dependerá ante todo de la capacidad de presionar desde la movilización. La acumulación de conflictos parciales sindicales como consecuencia de la presión de la desaceleración económica es patente en los últimos meses. La dirección de CC OO se ha implicado de manera inusual en el apoyo a la campaña de Izquierda Unida, más consciente de este dilema del Gobierno Zapatero, aunque el resultado de esos esfuerzos haya sido nulo. Y junto a la cuestión social, el conflicto territorial toma cuerpo en el desafío del Gobierno Vasco de impulsar en otoño una consulta sobre el derecho a decidir y en las decisiones del Tribunal Constitucional sobre el recurso contra el nuevo Estatuto de Cataluña y sobre la negociación de la financiación Estado-Comunidades Autónomas, decisiones de las que depende en buena parte la legitimidad social de las nuevas reformas autonómicas.

Para todo ello sería, no solo conveniente, sino imprescindible un «giro a la izquierda». Hoy la izquierda alternativa cuenta desgraciadamente con menos instrumentos políticos para impulsarlo, en la medida en que IU-ICV pierde peso sustancial en el Congreso. Tanto en Madrid como en Barcelona se ha visto que lo que queda de la izquierda institucional (IU y ICV) no puede ya seguir viviendo electoralmente de la inercia de un pasado heroico. Ni con dogmas arcaicos, ni con obtusos sectarismos impolíticos, ni menos con vagarosas esperanzas y promesas de futuro acomodables a voluntad a las duras realidades del presente. Las bases socio-electorales potenciales de esa izquierda siguen, desde luego, existiendo. Pero si algo ha dejado claro este 9 de marzo es que para sacarlas de la abstención asqueada, de la abulia apolítica, de la inocua exasperación de la antipolítica o del voto útil nacido del miedo bien fundado a una derecha postfranquista reafianzada socialmente no basta una labor parlamentaria honrada y relativamente eficaz, y no basta, y aun sobra, la retórica publicitaria del zascandil autocomplaciente («más izquierda», «la izquierda de verdad»). Es preciso un trabajo programático y organizativo que arranque desde la base, que se construya capilaridad social, y que sea intelectualmente más serio, más concienzudo, políticamente más profundo, más democrático, más tenaz, más consistente; más al estilo de la Linke de Lafontaine y Gissy o del nuevo partido socialista radical de Marijnissen. Esa es la tarea que tiene ahora verosímilmente por delante.

Gustavo Búster es miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO, Antoni Domènech es el Editor general de SINPERMISO.