El que fuera miembro de la Coordinadora de Presos en Lucha publica sus memorias, en las que repasa los antecedentes sociales y familiares que pronto le llevaron a la delincuencia. Entre rejas se encontró la muerte de un régimen torturador que continuó durante el advenimiento de la democracia.
Primero, una infancia sumida en la miseria de la posguerra y el escarnio social. Luego, una adolescencia rebelde impregnada de violencia ambiental. Más tarde llegarían los atracos, juicios, el turismo carcelario por todo el Estado y los intentos de fuga. Mientras tanto, Daniel Pont empezaba a adquirir conciencia de lo que la vida había hecho con él y, sobre todo, por qué. Politizar su situación le llevó a ser uno de los fundadores de la Coordinadora de Presos en Lucha, la COPEL.
Ahora, Virus Editorial publica sus memorias semi-autobiográficas, escritas junto al sociólogo Ignacio González, bajo el título no casual de Entre el azar y la necesidad. Historia de una vida. Bienvenidas, bienvenidos, a este particular paseo por la vida de una persona que solo se arrepiente del daño causado a personas inocentes. Todo lo demás lo volvería a hacer.
¿Cómo se forja tu infancia?
Yo
nací en 1949, hijo de madre soltera, lo que por aquel entonces suponía
arrastrar un estigma muy fuerte. Socialmente era ser un hijo de puta,
por aquello de la reproducción del clasismo social y la marginación.
Nací en la inclusa de Madrid y a los tres años mi madre me llevó a
Bustarviejo con mis tías y mi abuela, pero no pudieron hacerse cargo
mucho tiempo de mí. Terminé en un colegio interno con muchos otros
niños desprotegidos y huérfanos. Pasábamos frío y sufríamos muchos
castigos físicos.
¿Ahí surgieron tus primeras pulsiones rebeldes?
Yo
me manifestaba contra esos castigos. Recuerdo una monja que nos lo
hacía pasar muy mal, y le abrí la cabeza con una baldosa. Me
trasladaron a otro colegio interno todavía peor en Orihuela, Alicante.
Ya tenía unos 12 años y decidí escaparme, pero me arrepentí y volví.
Escribí una carta a lápiz a mi madre diciéndole que o me sacaba de ahí o
nunca más me volvería a ver, y se apiadó de mí y me llevó con ella y
mi padre adoptivo. Él bebía mucho y tenía reacciones violentas. Era el
típico machista, hombre frustrado de la época, y yo no quería ver algo
así. Con 14 años, me volví a fugar de mi casa con un amigo.
Tras
algunas idas y venidas con tu familia, terminaste estudiando para ser
impresor, pero tú lo que querías era llegar a la costa.
Quería
ligar con las suecas [se ríe]. Mi intención era trabajar en un hotel
de Marbella, pero en el viaje de Madrid a Andalucía me junté con varias
balas perdidas, bebimos y la liamos en un bar. Al día siguiente, ni
entrevista en el hotel ni nada. Ahí inicié lo que se podría denominar
mi integración en una banda de delincuentes juveniles. Ya tenía casi 17
años.
La Guardia Civil te detuvo y te torturó. ¿Cómo acabaste entrando en la cárcel?
Me
aplicaron la Ley de Vagos y Maleantes y en total estuve cinco años
recluido, desde 1967 hasta principios de 1972, yendo de prisión en
prisión. Salí de la cárcel de Nanclares de la Oca y retorné a Madrid.
Allí, la fatalidad, lo que yo llamo el azar y la necesidad, hizo que me
encontrara con un antiguo conocido de la cárcel de Teruel. Me
convenció para que hiciéramos la mili como voluntarios y llevarnos las
armas que pudiéramos.
Tenías 23 años y empezabas a ver
que ETA también atracaba en Euskadi y el Movimiento Ibérico de
Liberación hacía lo propio en Catalunya. ¿Cuándo das el paso?
El
22 de diciembre de 1972 hicimos un atraco, y repetimos seis días
después. Salió mal y, al final, se originó un tiroteo en el que herí
involuntariamente a una persona, un inocente. También me acusaron de
herir a un trabajador del parking en el que intenté refugiarme, pero
ahí mantengo que esa bala no salió de la pistola que yo había robado en
la mili. A los 11 meses después de haber salido en libertad, después
de torturarme en la Dirección General de Seguridad, terminé en la
cárcel de Carabanchel el 3 de enero de 1973.
¿Fue allí donde entraste en contacto con los presos considerados como políticos?
La
situación era terrorífica. Torturas continuas, castigos, hacinamiento…
Aquello era la ley del más fuerte, con presos con un nivel cultural
muy bajo. Y sí, allí empezaron a llegar presos de CCOO, el PCE, ETA… Y
también de la considerada izquierda radical o extraparlamentaria. En un
momento dado, me pusieron en contacto con dos presos de ETA
político-militar. Ellos entendían la estancia en prisión no como algo
pasivo y consideraban que, si se podía, lo mejor era fugarse para
seguir la dinámica revolucionaria armada.
Vivíamos en comuna. Compartíamos entre todos, todo lo que teníamos: libros, periódicos, comida, tabaco… La característica de nuestra comuna es que éramos atracadores. Al final, me animé a participar en el intento de fuga que varios de ETA que estaban preparando. A dos días de la fuga, un conocido del sector más mafioso de la cárcel me avisó de que a un preso le iban a poner en la calle. Investigamos y supimos que se había chivado de nuestro plan. Abortamos. Cuando identificaron a los responsables del intento de fuga, nos repartieron por todo el Estado. A mí me llevaron a la prisión de Puerto de Santa María, una de las más duras.
En todo este tiempo, ¿empezaste a politizar tu situación?
Yo
pedía “literatura nutritiva” a mis compañeros porque los libros de la
biblioteca de la cárcel eran pura bazofia, tutelados por el cura de la
prisión. Recuerdo que muchos presos estábamos locos por aprender, abrir
nuestra mente y empoderarnos de alguna forma. Con la llegada de nuevos
presos acusados de consumo de droga, a los que llamábamos los jipis, y
que procedían de familias algo más acomodadas, pudimos conocer lo que
ocurría y por qué hablando del mayo del 68 y el surgimiento de
infinidad de organizaciones armadas revolucionarias en Europa y América
Latina, al igual que los movimientos de liberación nacional en África.
¿Cuándo decidisteis crear la COPEL?
Yo
llegué en 1974 al Puerto de Santa María, con 26 años, y decidí
matricularme en la UNED, en Filosofía y Letras. Llegó un punto en que
me negué a seguir trabajando en las condiciones en las que lo hacíamos.
Nos sangraban los dedos de coser balones de fútbol para Adidas. Acabé
en las celdas de castigo, donde tuve la suerte de recibir el diario Liberation francés. Ahí vi el inicio de organizaciones en apoyo a los presos que secundaban intelectuales como Deleuze y Foucault.
Cuando volví a Carabanchel a últimos de 1976, yo tenía una energía desbordante. Pronto nos juntamos varios compañeros de la séptima galería y empezamos a agitar la situación. Primero con octavillas con frases muy cortas, sin firmar. Reivindicábamos nuestro derecho a estar incluidos en la Ley de Amnistía que finalmente se aprobaría al año siguiente.
La situación también era muy agitada en la calle, así que dimos un paso más y constituimos la COPEL. Era enero de 1977 y pistoleros de extrema derecha acababan de asesinar en Madrid. Convocamos nuestra primera asamblea en el comedor de la tercera galería. Pasamos a acciones más contundentes, como una huelga en los talleres. Mientras, un grupo de abogadas y abogados difundían nuestra lucha en el exterior. La dinámica de la COPEL se fue extendiendo a otras partes del Estado como Catalunya, Euskal Herria, Andalucía y Zaragoza.
¿Qué acciones llevasteis a cabo?
El
apoyo de los abogados y de los comités de apoyo a la COPEL que
surgieron, especialmente por parte de anarquistas y algunos expresos
sociales, nos impulsó a confrontar directamente contra el Estado a
través de la cárcel. Las autolesiones como denuncia de la pervivencia
de la judicatura franquista durante la Transición eran constantes, y
también hicimos huelgas de hambre colectivas e intentos de fuga.
El 18 de julio de 1977 es una fecha muy marcada en la lucha de la COPEL.
En
junio nos aislaron a los que consideraban cabecillas de la COPEL en la
sexta galería de Carabanchel, que estaba a medio construir. Éramos
unos 40 presos y decidimos hacer una acción contundente para conseguir
nuestra inclusión en la amnistía. No era un capricho, teníamos razones
políticas y jurídicas para ello. Si realmente querían construir una
democracia, tendrían que hacerlo en unas bases en las que hubieran
desaparecido las consecuencias tan duras que acarreó la dictadura
franquista. La carga punitiva durante el régimen y la transición fue
contra el lumpen, los marginados, los presos sociales.
La acción consistía en subir a uno de los tejados de la cárcel. Lo hicieron nueve, primero, mientras otros tantos nos autolesionamos como maniobra de distracción. Conforme íbamos a la enfermería, los demás presos nos vieron chorreando sangre y todos unidos con el brazo cogido cantando el himno de la COPEL. Fue una energía explosiva muy espontánea. Empezaron a romper las celdas, tirar los colchones por las galerías y a hacer butrones. En el tejado hubo unos 700 presos atrincherados. Aquello llegó a convertirse en un problema de Estado.
¿Cómo respondió el Gobierno?
Rodearon
la cárcel y enviraron a unos antidisturbios especiales que se
distinguían por llevar un pañuelo rojo. Eran los que cargaban con mayor
intensidad. Nos tiraban botes de humo y pelotas de goma desde el
helicóptero. Un compañero perdió un ojo. Casi cuatro días después, sin
agua y muertos de calor, se fueron rindiendo.
Para entonces tú ya no estabas en Carabanchel.
A
los que nos habíamos autolesionado, junto a otros presos del GRAPO y
el FRAP, nos habían trasladado. Yo acabé en la cárcel de Córdoba, cuyo
director era un militante de Fuerza Nueva. Allí nos enteramos que el
motín había fracasado. Seguimos viviendo en comuna, y nos mantuvimos
firmes en nuestras ideas: volvimos a intentar fugarnos. De nuevo, un
par de días antes de escaparnos, entraron los antidisturbios y nos
aislaron en celdas de castigo. Descubrimos que había un chivato, un
preso francés que no formaba parte de COPEL y que nos vendió por
beneficio propio.
La represión siguió. De Córdoba me llevaron a la cárcel de Ocaña. Seguimos luchando y los castigos fueron brutales. Ahí recibí la paliza más grande que recuerdo. Todavía tengo una cicatriz en la cabeza que noto siempre que me la toco.
¿Cuándo saliste en libertad?
Tras
seis años y cuatro meses, en 1979, en un contexto en el que el Estado
ya había construido las nuevas cárceles modulares y en las que
terminamos la mayor parte de la gente que formó la COPEL, sobre todo en
la de Herrera de la Mancha, donde recibimos un hostigamiento y venganza
que supuso sufrir malos tratos y torturas.
Ahora tienes 75 años. Si echas la vista atrás, ¿te arrepientes de algo?
Yo
no me arrepiento de nada, excepto de los delitos que causé en aquella
época y que afectaron a gente trabajadora, humilde, y del herido en la
pierna, que no fue grave pero sí entiendo que ocasioné cierto
sufrimiento.
La expropiación y atracos a bancos era algo legítimo, y lo sigue siendo de diferentes formas. Son unos auténticos ladrones que especulan con nuestro trabajo y nuestra economía, y son cómplices de tantas guerras, como el genocidio en Gaza ahora. Hay infinidad de bancos que financian empresas de armamento que sirven para matar impunemente a miles de personas inocentes.