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La centralidad del trabajo cultural en el mundo neoliberal: una aproximación

Fuentes: Rebelión

Uno de los principales rasgos del sistema capitalista en su fase neoliberal, ha sido su intento de imponerle a todo el mundo un paradigma de civilización, ajeno por completo al bien común, la cooperación y la solidaridad; pero sí más proclive a la sustentación de una progresiva enajenación humana, al desequilibrio social, a la desmesura […]

Uno de los principales rasgos del sistema capitalista en su fase neoliberal, ha sido su intento de imponerle a todo el mundo un paradigma de civilización, ajeno por completo al bien común, la cooperación y la solidaridad; pero sí más proclive a la sustentación de una progresiva enajenación humana, al desequilibrio social, a la desmesura en el consumo y el gasto y al hedonismo más insensato. Para ello el sistema se ha valido dentro de sus principales mecanismos de hegemonía y dominación con los que cuenta, de una hirsuta globalización cultural que pretende homogeneizarlo todo: desde los gustos por la moda, la música, la gastronomía, el lenguaje, los ídolos y las formas de vida; que luego pretende presentarlos como símbolos y valores universales, subordinados, claro está, a la infaltable racionalidad mercantil.

Esa gigantesca y peligrosa operación de verdadera aculturación que tiene lugar en estos momentos y que no todos perciben por su obnubilación al Dios del mercado y del consumo irracional, se viene sustentando en dos pilares fundamentales: una educación cada vez más mercantilizada y desprovista casi por completo de su papel emancipador y un aparato propagandístico que tiene en los principales medios de comunicación, su fuente principal. Este modelo de estandarización cultural de toda la sociedad, va dirigido entre otras cosas, a que se calque a nivel planetario, esa apoteosis de banalización y de fetichización de las mercancías, a través de sus llamadas industrias culturales y creativas, siempre dispuestas a reforzar los patrones de desenfreno en el consumo y a gestionar la cultura, no como un derecho humano elemental, sino como un recurso económico más.

De modo que los códigos culturales predominantes o hegemónicos, están siendo los encargados de transmitir a las personas una visión transnacional del mundo y de la vida, donde se deconstruyen identidades culturales específicas; se borran fronteras nacionales; se desfiguran culturas, legados y memorias históricas; se trastocan idiosincrasias; se pierde la categoría de ciudadano y aparece triunfante, la del consumidor omnipresente. Es aquí donde solo se es, mientras más se acumulan y se poseen objetos y bienes materiales. Ese modelo cultural capitalista que confía haberse universalizado por el mundo, es a todas luces, inviable en el tiempo, ya que su sostenimiento solo es posible, poniendo en peligro inminente a toda la vida sobre el planeta.

La cultura del consumismo frenético solo obedece a la lógica del valor de cambio, casi nunca al criterio de cubrir necesidades reales del ser humano. Por eso los límites naturales de un planeta en riesgo por la contaminación ambiental, el cambio climático, la degradación de los suelos, la disminución del agua dulce o el derretimiento del permafrost, poco importan si ponen en peligro, la rentabilidad o las ganancias del mercado.

Es por eso que cada vez resulta más claro, que la batalla crucial por recuperar y conservar los auténticos valores y principios humanos, y con ello, sentar las bases de una profunda transformación social, política, económica y ética, se viene librando y se debe librar en el terreno cultural. Es en ese campo donde la lucha contra la implacable lógica de funcionamiento del capital y el proceso de deshumanización que le es concomitante, se encuentra el verdadero frente desde el cual debemos iniciar la reconversión de nuestras matrices culturales y sociales, de las que somos todos tributarios. «Precisamente el principal error que se cometió por las llamadas izquierdas del siglo XX fue divorciarse de la cultura», expresó Armando Hart Dávalos en su libro «Ética, Cultura y Política».

La cultura dominante del capitalismo en esta fase neoliberal excesivamente cargada de frivolidad, hedonismo y no poca devastación de los recursos naturales y para la cual, el bienestar y la felicidad solo son posibles gracias a un mercado que dicta los consumos culturales de las personas; así como sus gustos, sensibilidades, visión estética y angustias personales, exige que repensemos el mundo y busquemos a través de esa cultura que a decir de Pogolotti, sea en momentos difíciles, «ancla, asidero de gravitación y arraigo», la llama necesaria y urgente que nos permita ir construyendo un proceso contracultural, de dimensiones también universales.

Porque contrario a lo que muchos pueden pensar, la cultura del consumo no persigue en lo absoluto, interacción, diálogo y respeto con prácticas y costumbres culturales de otros pueblos; es en realidad un proyecto consciente de desvalorización de las culturas nacionales por una parte, y por la otra, de homogeneización de los patrones de referencia en cuanto a los gustos, modos y estilos de vida. Para ello se han apoderado casi por completo de todos los mensajes, símbolos, contenidos e imágenes, que se difunden en todo el orbe a través de las tecnologías de la información y de la comunicación. La inspiración de los pueblos que tienen en sus valores sagrados y patrimoniales, en su autoestima colectiva, el catalizador para el impulso de sus proyectos nacionales y patrióticos, es sensiblemente perjudicada por esta verdadera recolonización cultural, que inmoviliza a la mayor parte de los ciudadanos.

De allí la importancia decisiva que tiene el trabajo cultural para recuperar y promover en nuestras sociedades, los valores y tradiciones que nos identifican, y hacen que nos reconozcamos en nuestras peculiaridades identitarias. Para asumir esa descolonización cultural que nos han impuesto y alcanzar nuestra verdadera liberación individual y colectiva, reconciliándonos asimismo con nuestras raíces auténticas, es imprescindible, en consecuencia, que la cultura –esa que es compatible con nuestra idiosincrasia y nuestro sentido de pertenencia– ocupe la centralidad justificada que le corresponde. Para ello, compromiso, responsabilidad y conducta ética hacia la naturaleza de la que formamos parte, deberán formar la unidad dialéctica que la vida y la Tierra reclaman con urgencia.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.