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La comisión de la verdad

Fuentes: Gara

Tras pasar el detector de metales y el control de identidad, un vigilante me acompaña al segundo sótano. Enciende la luz de un largo pasillo que se encontraba a oscuras. Estoy en Lakua 1, Gasteiz. Miro el reloj. Marca las 8:17 de la mañana. Llegamos al fondo del pasillo. Esperamos sin cruzar palabra. Casi cinco […]

Tras pasar el detector de metales y el control de identidad, un vigilante me acompaña al segundo sótano. Enciende la luz de un largo pasillo que se encontraba a oscuras. Estoy en Lakua 1, Gasteiz. Miro el reloj. Marca las 8:17 de la mañana. Llegamos al fondo del pasillo. Esperamos sin cruzar palabra. Casi cinco minutos después aparece un funcionario de Derechos Humanos, al que reconozco de algunos encuentros privados, acompañado de un joven ataviado con un traje azulado. Debe de ser el agente judicial. «Tiene media hora -me dice-. El auto no le permite ni un minuto más». El funcionario saca una tarjeta de su bolsillo y la acerca a una luz roja que, por un instante, se vuelve verde. Se abre una pesada puerta de acero y, por fin, consigo entrar.

Vigilante y agente se quedan al otro lado de la puerta que se ha vuelto a cerrar. Apenas atisbo a reconocer una sonrisa en la fisonomía del funcionario. «Cada caja es un expediente», señala. Varias galerías en penumbra y corredores con armarios que se abren al mover una especie de volante. «Tu mismo puedes servirte, pero deja todo como lo has visto», añade. «Recuerda que sólo puedes mirar los papeles. Nada más». Lo sé, no hace falta que me lo repita. Tomo aire. ¡Cuántos secretos, cuántas amarguras guardan estas cajas!

Echo mano a la más cercana. Expediente 183/1947: Víctor Belandia. Leo rápidamente la entrada y entiendo que este mozo era un boxeador al que no le concedieron pasaporte porque en su familia había antecedentes «rojo-separatistas». Tenía contrato en EEUU para unos cuantos combates. Una oportunidad única. Contrata a un mugalari para que le pase el Bidasoa. La Guardia Civil le espera y le acribilla a balazos. Las ilusiones se esfuman. He consumido seis minutos. Cierro rápidamente la caja, recorro unos metros y abro una nueva, al azar.

Expediente 228/1961: Bolueta. Control policial: un muerto y otro herido grave, paralítico de por vida. Recortes de prensa: ajuste de cuentas entre contrabandistas. Una de las víctimas es de una conocida familia franquista. Cambio de mensaje: «Es humano errar aunque los yerros tengan a veces tan dolorosas consecuencias», dice el entonces «Correo español». Avanzo con avidez: una decena de policías, inspectores y guardia civiles juzgados por esos hechos. Decepción: todos absueltos. Los asesinos siguen libres.

Me tiemblan las manos al cerrar el siguiente, el 064/1972. Los niños Iñaki Elosegui y Juan Echeverria, de Errenteria, mueren en el Jaizkibel al explotar una granada abandonada por el Ejército que tenía en el monte un campo de tiro. Entre otros ocho chavales heridos, José Manuel Durán queda ciego. Nombres de responsables, soldados de reemplazo, autoridades civiles, indemnizaciones sin pagar. Una caja repleta de documentos. En algunos de ellos los nombres están tachados.

El funcionario sigue mis pasos. Carraspea. Me dirijo al corredor siguiente. «Esos no tienen mucho interés -me apunta-. No hay víctimas». Repaso varios que se apiñan sin ordenar. Expediente 563/1942. El alcalde de Donostia recalifica los terrenos del Antiguo colindantes con la cárcel de o­ndarreta que ordena destruir, lo que revaloriza sus posesiones junto a la prisión, y manda construir el nuevo penal en una zona hasta entonces de lujo, Martutene, propiedad de la familia de su esposa. Otro, el expediente 12/1951. Casi un centenar de soldados de la guarnición militar de Urduliz, de un total de 120, reciben una nota en la que se les indica que vuelvan a sus hogares respectivos hasta «nueva orden». La razón del licenciamiento temporal reside en que la guarnición del Ejército se queda sin fondos económicos y, antes de que trascienda el escándalo, los mandos militares optan por sostener a los imprescindibles para las tareas burocráticas. Jamás apareció aquel dinero.

Mi acompañante me indica un corredor en el que se agolpan expedientes de víctimas infantiles. Niñas y niños. Siento como si una perturbación alimentara mi curiosidad. Y me siento culpable, no sé de qué, pero de algo. El tiempo corre. Todos los expedientes que alcanzo a descifrar son de chiquillos despedazados por bombas abandonadas. En Bilbo, el niño Alfonso Larrañaga muere en un piso de la calle Gregorio Uzquiano por la explosión de una bomba abandonada por dos legionarios. En las cercanías de la Casa de la Misericordia de Iruñea explota una bomba con la que juegan cuatro niños que resultan heridos de suma gravedad. Uno de ellos, José Esparza, muere días después. En la calle María Díaz de Haro de Bilbo, cuatro niños resultan heridos de gravedad con una granada que han encontrado enterrada. Dos de ellos mueren en los días siguientes a consecuencias de las heridas: Manuel y José Luis Palacios. En Barrón (Ribera Alta) la niña Amalia Martínez Loreda resulta herida de gravedad al explotar la bomba que ha encontrado en el campo. En Iantzi, en marzo de 1952, tres niños encuentran una bomba tras unas matas con la que juegan con trágico resultado: Juan Eugui resulta muerto y los hermanos Anchondegui heridos de gravedad. Otros dos niños, Máximo y José Muro, mueren en San Adrián al explotarles una granada. En las faldas del San Marcial (Irun), Marcial Dieguez y su hijo perecen al explotar una granada de mano. En Monteagudo muere el niño Rufino Morales y otros cuatro resultan heridos de gravedad. En Dicastillo, la niña Puy Gambra fallece al estallarle una bomba de mano que había encontrado en el campo. No puedo seguir con estos expedientes. Me tiembla el pulso.

El funcionario de Derechos Humanos acude en mi ayuda. Cambiamos de corredor. Expedientes nominales: responsables políticos, institucionales, falangistas, alcaldes, sacerdotes, concejales, censores. Nombres y apellidos del horror. Pequeños y grandes reyezuelos: Jaime del Burgo Torres, Jesús Aramburu Olarán, Francisco Javier Arraiza, Adolfo Goñi Iraeta, Ramón Urrizalqui, Juan José Bilbao Arreaga, José María Elizagarate, Antolín Mendiola Querejeta, Jesús de los Santos Garayalde, Antonio Paguaga, Elías Querejeta Insausti, etc. Grueso y sorprendente expediente, 612/1975, las familias vascas del régimen franquista se reúnen para preparar y dirigir la transición: los hermanos Serrats Urquiza, Ibarra Landete, Pastor Rodríguez, Aguirre Gonzalo, Oriol y Uquijo, Aristegui Bengoa, Araluce Villar, Oreja Aguirre, Escudero Rueda, Muñoz Carreón, Marco Tobar, Fernández Palacios, Ybarra López-Doriga, Aramburu Olarán, Otazu Zulueta y Satrústegui Aznar. Voy leyendo los nombres en alto que se graban en mi teléfono móvil. Una pequeña trampa.

El tiempo se acaba. Salto a un nuevo pasillo, tras comprobar que la primera caja corresponde a Melitón Manzanas, el paradigma de los torturadores franquistas. La paso de largo. Miro las cajas de refilón. Voy leyendo nombres: Pablo Velasco, José Aguirre Iturbe, Baltasar Buriel, Txomin Letamendi, Agustín Unzurrunzaga… Desvío la mirada a mi interlocutor. «Muertos en comisarías, torturados», me dice. Abro uno que tengo a mano. Expediente 301/1950. En síntesis: Julián González y Manuel Raso, detenidos mientras pegan carteles en Sestao. Conducidos a la comisaría de María de Muñoz, ambos terminan en el hospital. González con una conmoción cerebral y Raso con una perforación intestinal, ya que los agentes les hacen comer el pincel con el que pegaban los carteles.

«Existen procesos contra los torturadores, pero todos terminan en absolución». Me alcanza el caso de Gumersindo Capa Mendizabal, prisionero de guerra que murió a causa de las torturas (32/1941). Absolución de los encausados que según el juez, «procedieron estrictamente a sus deberes en el cumplimiento de la misión que desempeñaban». La citada sentencia, sin embargo, dice que «no ha podido determinarse claramente la autenticidad de los malos tratos de referencia», a la vez que dictamina que se han producido como respuesta a una «agresión del fallecido».

Me llega el eco de unas pisadas. Instintivamente miro el reloj. Ha concluido la media hora. Alzo la mirada para comprobar que el vigilante y el agente judicial han llegado hasta nosotros. Apago el móvil en mi bolsillo sin que nadie lo perciba. Algo es algo, pienso para mí. «Su tiempo ha concluido», frase lapidaria en boca del funcionario judicial. La luz del archivo se va difuminando, como si hubiera estado programada. La puerta se cierra tras nosotros, sin hacer apenas ruido, como si fuera un coloso que aplasta la tierra que nos cobija. El pasillo se hace más largo que hace un rato.

«¿Cuántos expedientes», acierto a preguntar al funcionario. «Muchos, miles, quizás diez mil», responde sin alterar la voz. Nos despedimos con un apretón de manos. Ante todo educación, habría dicho mi madre. Suponía que mi denuncia para poder tener acceso a los expedientes agriaría nuestra relación. Pero no lo parece. Afloro al exterior. Ya no hacen faltan controles. Ni siquiera de identidad. Es la salida. Un viento gélido llega de las avenidas atestadas de coches aparcados. Camino hacia Txagorritxu, donde me espera el mío. Dicen que van a crear una Comisión de la Verdad para investigar los crímenes y atrocidades del franquismo. La historia que he contado es ciencia ficción (¿algún día será verdad?). Los datos de esos expedientes ficticios, en cambio, son tan ciertos que siguen infligiendo dolor. Espero con ansiedad.