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Si las revoluciones de 2011 triunfan forzarán la creación de un sistema regional e internacional muy diferente

La configuración de un Nuevo Orden Mundial

Fuentes: Al-Jazeera

Traducido para Rebelión por Loles Oliván

Recuerdo bien las imágenes a pesar de que era demasiado joven para comprender su significado político. Sin embargo, aquellas fotos de Teherán en The New York Times en medio de su momento revolucionario a finales de 1978 y principios de 1979, eran viscerales. No sólo desplegaban en las páginas con toda su exuberancia sino también ira, ira alimentada por una intensidad de fervor religioso que, a ojos de un muchacho preadolescente estadounidense «normal» al que su padre le enseña el periódico durante el desayuno, parecía tan ajena como si emanara de otro planeta.

Muchos comentaristas están comparando Egipto con el Irán de hace 32 años, sobre todo para advertir de los riesgos de que el país caiga en una especie de dictadura islamista que acabe con el tratado de paz con Israel, que se embarque en políticas antiestadounidenses, y que prive a las mujeres y a las minorías de sus derechos (como si tuvieran tantos derechos bajo la dictadura de Mubarak).

Escribo esto el 2 de febrero, en el mismo aniversario del regreso de Jomeini a Teherán desde el exilio. Está claro que aunque la religión es un fundamento esencial de la identidad egipcia y que el nivel de corrupción y brutalidad de Mubarak podría hacer sombra al del Shah, las situaciones sobre el terreno son radicalmente diferentes.

Una revuelta más moderna y loca

Creo que la siguiente descripción resume aquello a lo que Egipto se enfrenta hoy en día tan bien, si no mejor, que la mayoría:

«No se trata de una revolución; no en el sentido literal del término, no como una manera de alzarse y enderezar las cosas. Se trata de la insurrección de hombres con las manos vacías que quieren levantar un peso terrible, el peso de todo el orden mundial que nos arrastra a todos -pero más específicamente a ellos… a esos trabajadores y campesinos en las fronteras de los imperios. Es quizás la primera insurrección contra los sistemas globales, la forma de rebelión más moderna y la más loca.

Uno puede entender las dificultades a las que se enfrentan los políticos. Plantean soluciones que son más fáciles de encontrar de lo que la gente dice… Todas ellas se basan en la eliminación del [presidente]. ¿Qué es lo que quiere la gente? ¿De verdad que no quiere nada más? Todo el mundo es muy consciente de que quieren algo totalmente distinto. Por eso los políticos dudan en ofrecerles simplemente eso, motivo por el cual la situación está en un callejón sin salida. En efecto, ¿qué lugar se puede dar, dentro del cálculo político, a un movimiento así, a un movimiento a través del cual sopla el aliento de una religión que habla menos de la otra vida que de la transformación de este mundo?».

La cosa es que lo anterior no procede de ningún astuto comentarista del momento actual, sino del legendario filósofo francés Michel Foucault tras su regreso de Irán, donde fue testigo de primera mano de la intensidad de la revolución que, a finales de 1978, antes del regreso de Jomeini, parecía anunciar realmente el amanecer de una nueva era.

Foucault fue duramente criticado por muchas personas por no haber previsto lo que iba a ocurrir cuando Jomeini secuestró la revolución. Pero la realidad era que, en esos días embriagadores en que las cadenas de la opresión literalmente se destrozaron, no se preveía lo que iba a ocurrir. Foucault entendió que precisamente hacía falta una forma de «locura» para arriesgarlo todo por la libertad, no sólo en contra del propio gobierno, sino contra el sistema internacional que le acogió en su seno durante tanto tiempo.

Lo que quedó claro, sin embargo, fue que las potencias que más apoyaban al Shah, incluido Estados Unidos, fueron muy parsimoniosas a la hora de mostrar su apoyo a las masas que lo derrocaron. Aunque ése no es el principal motivo de que triunfara el secuestro de la revolución por parte de Jomeini, sin duda jugó un papel importante en el surgimiento de una fuerza social muy militante contra el gobierno estadounidense de resultados desastrosos.

Aun cuando Obama ha dirigido al pueblo egipcio su retórica más rápidamente que el Presidente Carter lo hizo hacia los iraníes hace tres décadas, su negativa a pedir la dimisión inmediata de Mubarak hace sospechar que, al final, Estados Unidos estaría satisfecho si Mubarak fuera capaz de capear las protestas y diseñar una transición «democrática» que dejase los intereses estadounidenses intactos en su esencia.

El aliento de la religión

Foucault tenía razón igualmente al asignar un papel tan poderoso a la religión en ese floreciente momento revolucionario -él mismo experimentó lo que llamó una «espiritualidad política». Pero está claro que la religión puede definirse de muchas maneras. El teólogo protestante Paul Tillich la describió maravillosamente cómo todo aquello que engloba la «máxima preocupación» de una persona o de un pueblo. Y hoy, claramente, la mayoría de los egipcios entiende la religión desde esta perspectiva.

Mucha gente, incluidos los dirigentes egipcios, ha utilizado la amenaza de una toma del poder por parte de los Hermanos Musulmanes para justificar el mantenimiento de la dictadura, poniendo a Irán como ejemplo histórico para justificar tales argumentos. Pero la comparación está plagada de diferencias históricas. La Hermandad no cuenta con un dirigente de la estatura de Jomeini ni con la violencia de hace décadas. Tampoco existe una cultura del martirio violento lista para activarse entre las legiones de jóvenes, como ocurrió con la Revolución Islámica. En lugar de tratar de apoderarse del movimiento, lo que evidentemente nunca habría sido aceptado, y aunque sus dirigentes quisieran aprovecharse del momento, la Hermandad más bien está jugando a estar a la altura de la cambiante situación; hasta ahora ha trabajado, más bien, dentro de la dirección ad hoc de las protestas.

Pero está igualmente claro que la religión es un componente crucial de la dinámica que se ha desplegado. De hecho, tal vez la foto emblemática de la revolución es la de las multitudes de personas en la Plaza Tahrir inclinándose para rezar rodeadas literalmente de un grupo de tanques enviados allí para hacer valer la autoridad del gobierno.

Se trata de una imagen radicalmente distinta del Islam que la mayoría de la gente -en el mundo musulmán tanto como en Occidente- no está acostumbrada a ver: el Islam enfrentándose a la violencia estatal mediante la pacífica protesta militante; la yihad pacífica (aunque se haya producido innumerables veces en todo el mundo musulmán, sólo que en una escala más pequeña y sin que la prensa internacional lo haya reflejado).

Este imaginario, y su significado, es una extensión natural del simbolismo de la inmolación de Muhamad Bouazizi, un acto de yihad que cuestiona profundamente la violencia extrovertida de los yihadistas y militantes que durante décadas, y especialmente desde el 11-S han dominado la percepción pública del Islam como una forma de espiritualidad política.

Huelga decir que las últimas imágenes -de guerra civil dentro de la plaza Tahrir- inmediatamente desplazarán a estas otras imágenes. Por otra parte, si la violencia continúa y algunos manifestantes egipcios pierden su disciplina y empiezan a participar en su propia violencia premeditada contra el régimen y contra sus muchos tentáculos, hay pocas dudas de que si lo hacen dirán que es «una prueba» de que las protestas son violentas y que están organizadas por los Hermanos Musulmanes y otros «islamistas».

Una amenaza mayor que al-Qaida

Según se ha desplegado esta dinámica de resistencia no violenta contra un régimen de violencia arraigada, merece la pena señalar que hasta la fecha, Osama bin Laden y su lugarteniente egipcio, Ayman Al-Zawahiri, han tenido poco o nada que decir sobre la revolución en Egipto. Lo que no han conseguido que prenda mediante una ideología de retorno a los comienzos míticos y puros -y con una estrategia de bombas humanas, de artefactos explosivos improvisados [IED, en sus siglas en inglés], y de aviones convertidos en misiles- lo ha logrado un grupo de jóvenes activistas aún amorfo, pero disciplinado y con visión de futuro, junto a compañeros más experimentados, «laicos» y «religiosos» (en la medida en que tales términos son aún relevantes), al encender un fuego con un discurso universal de libertad, democracia y valores humanos -y mediante una estrategia de caos cada vez más calibrado dirigida a desterrar a uno de los dictadores más antiguos del mundo.

Tal y como rezaba sucintamente una consigna cantada en Egipto, jugando con los viejos lemas islamistas de «el Islam es la solución», los manifestantes gritaban «Túnez es la solución».

Para aquéllos que no entiendan por qué al presidente Obama y a sus aliados europeos les está costando tanto situarse al lado de las fuerzas democráticas de Egipto, la razón es que la amalgama de fuerzas sociales y políticas que están detrás de las revoluciones de Túnez y Egipto hoy en día -y quién sabe dónde mañana- en realidad constituyen una amenaza mucho mayor para el «sistema global» que al-Qaida se ha comprometido a destruir que los yihadistas que vagan por las tierras baldías de Afganistán, Pakistán o Yemen.

Muy cabreados

Ya sea islamista o laico, cualquier gobierno del «pueblo» se volverá contra las políticas económicas neoliberales que han enriquecido a las élites regionales mientras obligaban a más de la mitad de población a vivir por debajo del nivel de la pobreza de dos dólares diarios. Se negarán a seguir el liderazgo estadounidense o europeo en la guerra contra el terror si ello significa mantener la presencia a gran escala de tropas extranjeras en la región. Ya no cerrarán los ojos y menos aún apoyarán la ocupación de Israel y el asedio en los territorios palestinos ocupados. Lo más probable es que rechacen gastar un gran porcentaje de sus ingresos nacionales en abotagados ejércitos y sistemas de armamento que sirven para enriquecer a las empresas de armas occidentales y para apuntalar a gobiernos autocráticos más que para proporcionar estabilidad y paz en sus países y en la región en su conjunto.

Tratarán, igual que China, India y otras potencias emergentes lo han hecho, de mover el centro de gravedad económico internacional hacia su región, cuya mano de obra, educada y más barata, pondrá a prueba a la mano de obra europea y estadounidense, más cara, pero igualmente estresada.

En resumen, si triunfan las revoluciones de 2011, forzarán la creación de un sistema regional e internacional muy diferente del que ha dominado la economía política mundial desde hace décadas, especialmente desde la caída del comunismo.

Este sistema podría traer la igualdad y la paz relativa que ha faltado durante tanto tiempo a nivel global, pero lo hará en buena medida erosionando la posición de las economías «desarrolladas» o «maduras» de Estados Unidos y otros países. Si Obama, Sarkozy, Merkel y sus colegas no encuentran una manera de vivir en este escenario, apoyando los derechos políticos y humanos de los pueblos de Oriente Próximo y África del Norte, acabarán frente a un adversario mucho más astuto y poderoso de lo que se podría esperar que fuera al-Qaida: más de 300 millones de árabes nuevamente fortalecidos que están muy cabreados y que ya no aguantan más.

*Mark LeVine es profesor de Historia en UC Irvine e investigador en el Centre for Middle Eastern Studies de la Universidad de Lund, en Suecia.

Fuente: http://english.aljazeera.net/indepth/opinion/2011/02/20112611181593381.html

rCR