La conocida como civilización occidental tiene su origen y fundamento en la confluencia de dos procesos aparecidos desde mediados del siglo XVIII: el capitalismo y la democracia representativa. Tanto el primero como la segunda fueron el punto de aparición de una nueva fuerza social y política, la burguesía. Desde entonces acá, con intermitencias derivadas de […]
La conocida como civilización occidental tiene su origen y fundamento en la confluencia de dos procesos aparecidos desde mediados del siglo XVIII: el capitalismo y la democracia representativa. Tanto el primero como la segunda fueron el punto de aparición de una nueva fuerza social y política, la burguesía. Desde entonces acá, con intermitencias derivadas de hechos de corte revolucionario o de reformismo fuerte, el capitalismo ha sabido poner a la ciencia y a la técnica al servicio de su concepción económica. Pero de lo que no cabe duda alguna es, como ya dijeran Marx y Engels en el Manifiesto Comunista de 1848, que una de las características del nuevo orden protagonizado por el capitalismo industrial era su capacidad de producir mercancías, servicios y bienes de consumo. Sin embargo aquella revolución y aquellas concepciones basadas en el crecimiento febril de la producción y el comercio han alcanzado en nuestros días cotas de paroxismo y de contradicciones profundas. Eran, y son, las cíclicas crisis de sobreproducción, destrucción de bienes de equipo, bien por innecesarios o bien por obsolescencia. Los trabajos de Schumpeter sobre las crisis del sistema debidas a «la destrucción creadora» y su muerte «por éxito» son, en estos días de crisis inacabada, una luz sobre lo que estamos viviendo.
Pero decíamos que, juntamente con el capitalismo, en todas sus fases y avatares, el siglo XVIII vio aparecer la democracia representativa mediante los hechos revolucionarios que incorporaron al acervo universal los derechos ciudadanos. Una lectura de la Declaración de Independencia de EE. UU. en 1776 o de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Revolución Francesa en 1789 nos da la exacta trascendencia que aquellos años y aquellos acontecimientos tuvieron. La democracia se erigió como el símbolo de una nueva época de la humanidad.
Sin embargo, y a poco que se repase la historia, caemos en la cuenta de que el nuevo sistema económico-político llevaba en su seno una contradicción implícita. El desarrollo del capitalismo entraba en confrontación con los ideales de libertades y derechos que lo habían encumbrado. Así, de esta manera, el nuevo ideal democrático fue transformándose en oligárquico bajo dos operaciones reduccionistas. La primera consistió en hacer de la igualdad una cuestión totalmente desconectada de las condiciones socioeconómicas de la persona. Los avances de la Francia jacobina, que ligaba estrechamente el progreso social al ejercicio pleno de la democracia, fueron sustituidos por la ficción de que el poseedor de bienes de producción y el trabajador desposeído pactan «libremente» las condiciones de su contrato. Pasarían muchos años hasta que los llamados derechos sociales se abriesen paso. El otro reduccionismo consistió en la introducción del sufragio censitario, es decir, la supeditación del derecho a votar a una cierta capacidad económica. De esta manera, la conquista del sufragio universal realizada en la Constitución francesa se fue degradando hasta convertirse en el privilegio de una minoría.
La historia del siglo XIX y parte del XX ha consistido básicamente en una permanente pugna entre los dos pilares de la llamada civilización occidental. En el transcurso del devenir histórico, la pugna se ha saldado con victorias, nunca totales, de una parte sobre la otra. Es la historia de las internacionales obreras, de los sindicatos, de las revoluciones o del reformismo fuerte como fue el keynesianismo. En ese sentido, el Estado, en su acepción y estructuración como Democrático de Derecho, se ha caracterizado por una tensión constante. Y aunque desde nuestro punto de vista el Estado no es jamás neutro y en última instancia representa al orden económico imperante, no es menos cierto que si se asienta sobre una base de incontestable participación democrática puede servir para mantener un juego de equilibrios entre intereses que reduzca los abusos del poder económico. Basándose en ese equilibrio nació el citado anteriormente Estado Democrático de Derecho.
La crisis del sistema en la década de los setenta, conocida como la crisis del petróleo, inauguró un proceso que llegando hasta hoy marca de manera indeleble el final de la civilización occidental tal y como la hemos conocido. Recordemos. La caída del Muro de Berlín y la posterior desaparición de la URSS es el momento en el que eclosiona un discurso, unos valores, unas prácticas y unos análisis que marcan la total hegemonía del mercado sobre la democracia. La variante social del capitalismo, conocida como keynesianismo, empezaba a ser derrotada en toda la línea. El neoliberalismo, como concepción única ý totalizadora de la economía, empezaba a destruir el pacto social sobre el que Occidente se había asentado. Lo que entonces no se quiso, supo o pudo ver era que la globalización era una nueva cosmovisión que entrañaba valores, usos, conceptos, actitudes y palabras totalmente alternativos a los que surgieron con la Ilustración y la entonces naciente democracia.
Poco a poco, los ciudadanos pasaron a ser considerados individuos que actúan como átomos sueltos en la sociedad, que maximizan su utilidad y que tienen como único objetivo la ganancia. El hombre es un lobo para el hombre y hace del egoísmo la norma ética de su comportamiento social. La competitividad era, y sigue siendo, como el èlan vital de Bergson, el alma impulsora del desarrollo mundial, el mercado como un dios infalible e incuestionable, la economía como una ciencia exacta y de orientación única, el desarrollo de la economía como algo solamente mensurable a través de un dato numérico, el PIB. En el fondo, es la vieja parábola expuesta por Bernard Mandeville en La fábula de las abejas (1705), que considera los vicios privados como la verdadera fuente del progreso. Es también la «mano invisible» utilizada por Adam Smith para describir la capacidad autorreguladora del mercado en su conocida obra La riqueza de las naciones (1776): el impulso individualista como fuente última del bienestar social.
Hay que reconocerlo: el neoliberalismo ha vaciado de contenido la democracia. El escamoteo de la herencia de la Grecia clásica, la Revolución Francesa, las Luces y los Derechos Humanos ha sido completo. El proceso puede rastrearse perfecta y nítidamente en los últimos cuarenta años. La actual UE no tiene nada que ver con aquella construcción europea que se comprometía mediante la Carta Social Europea de 1961 a priorizar los derechos económicos y sociales de los europeos. Tampoco tiene nada que ver con el espacio europeo económica y socialmente integrado. Muchísimo menos todavía con la Europa que pretendía irradiar los Derechos Humanos más allá de sus fronteras. Lo que está ocurriendo con los inmigrantes que huyen de la devastación y la barbarie para enfrentarse con la otra barbarie de las finanzas, el egoísmo y la negación de facto de las soberanías nacionales que creyeron (¡qué error!) que con el mercado se haría la Europa que soñaron personajes de la talla de Víctor Hugo o Spinelli, son hechos que hablan por sí solos.
No podemos permanecer impasibles. Debemos construir una alternativa al paradigma neoliberal y convertirla en propuesta política. Es una tarea extremadamente difícil, pero se puede y se debe hacer. En nuestra opinión, para ello hay que partir de dos grandes conceptos: el de necesidades básicas y el de Derechos Humanos. Las personas son seres sociales que tienen necesidades básicas y que durante todo su ciclo vital necesitan de la sociedad para sobrevivir. Las personas, sin la sociedad, no son nada, y eso es lo que una y otra vez los neoliberales tratan de ocultar: dependemos de la sociedad para satisfacer las necesidades básicas, reproducir nuestra vida cotidiana y obtener un mínimo de seguridad, en un complejo proceso que involucra millones de voluntades. Por eso, cuando el sistema nos convierte en mercancías, lo somos con carácter específico, en puridad, pseudomercancías, ya que está en nuestra naturaleza hablar, comunicarnos y hasta rebelarnos.
No es este el momento de hacer una elaboración teórica sobre conceptos que ya han sido discutidos y que tienen tras de sí una amplísima bibliografía. A los efectos que aquí interesan, basta recordar la sistematización de las necesidades humanas efectuada por Joaquín Sempere, que distingue tres grandes tipos de necesidades: las biológicas, las psicosociales y las político-culturales. Las necesidades biológicas se refieren a todos aquellos factores que son indispensables para el normal funcionamiento del organismo (alimentación, agua, descanso, etc.); las necesidades psicosociales están relacionadas con el grupo al que pertenecemos, que dispensa protección y reconocimiento al ser humano a lo largo de su vida; por último, las necesidades político-culturales son aquellas que dependen del nivel técnico y cultural alcanzado y que se construyen en el marco de la evolución histórica. Pues bien, el reto es satisfacer las necesidades humanas de una forma sostenible y respetuosa con el medio ambiente, preservando un bienestar suficiente y generalizado para todo el mundo.
La naturaleza humana existe y se traduce en un amplio abanico de necesidades básicas y universales, lo que acarrea importantes consecuencias ético-políticas. Una de ellas, y no precisamente la menor, es que a partir de estas necesidades es posible identificar exigencias morales igualmente universales y fundamentar los Derechos Humanos. La solemne Declaración adoptada por la ONU en 1948 significó, por su mayoritario respaldo entonces y por el apoyo generalizado hoy, un consenso universal en torno a unos principios que se consideran valiosos para todos, unos compromisos políticos y sociales que, aunque se incumplan cada día, son la constitución formal del planeta. Dicha Declaración venía a resumir con criterios de fijación permanente toda una trayectoria histórica de revoluciones, luchas y reformas de signo diverso. Convendría no olvidar que aquí, en España, la Constitución de 1978 se vincula a través del artículo 10 de la misma a la Declaración de Derechos Humanos y demás documentos concomitantes con la misma, como es el caso de los Pactos Internacionales de 1966 reconocidos por el Gobierno de Adolfo Suárez en 1977.
Finalmente, no fue en vano el sacrificio de quienes nos precedieron. Las luchas populares y su admirable capacidad de incorporar a una parte muy importante de la intelectualidad, el derecho, la política y la ética cívica, han conseguido que a principios del siglo XXI exista un acuerdo universal en torno a la Declaración de 1948, treinta breves, pero esenciales, artículos y el Preámbulo que los introduce. Creemos que la alternativa a construir tiene una meta, un programa y un proyecto común: la aplicación plena de los Derechos Humanos, los políticos, los económicos, los sociales y los medioambientales. A esa meta solamente puede responderse con el instrumental de la política democrática (rectamente entendida) y la solidaridad planificada en programas, acuerdos y metas evaluables. Si no se hace así, el capitalismo prevalecerá. Ya lo está haciendo.
Julio Anguita. Fundador del Frente Cívico Somos Mayoría.
Héctor Illueca. Mesa estatal del Frente Cívico Somos Mayoría.
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