La película israelí «Los limoneros» es un claro ejemplo de la trampa de la equidistancia entre la víctima y el verdugo, en este caso la entidad sionista israelí que practica el terrorismo de Estado y el genocidio bajo un disfraz de legalidad, democracia y aparente solidaridad con el pueblo que ocupa, y sus víctimas, los […]
La película israelí «Los limoneros» es un claro ejemplo de la trampa de la equidistancia entre la víctima y el verdugo, en este caso la entidad sionista israelí que practica el terrorismo de Estado y el genocidio bajo un disfraz de legalidad, democracia y aparente solidaridad con el pueblo que ocupa, y sus víctimas, los palestinos. La película viene a plantear con ambigua equidistancia la situación de ambas partes, ocupantes y ocupados. Pero equidistancia a la hora de enfocar el problema es complicidad criminal.
El mismo punto de partida de la película es una insensatez: ¿un ministro de Defensa, ¡de Defensa!, que se va a vivir a la Línea Verde y, además, entra en litigio con una vecina palestina por un limonar que «atenta» contra su seguridad? Si se diera este caso imposible de que un ministro sionista se fuera a vivir ahí (pudiendo hacerlo en, por ejemplo, uno de los miles de ilegales asentamientos-fortaleza construidos sobre tierra palestina robada), lo primero que hubieran hecho las Fuerzas «Defensivas» Israelíes, su ejército, hubiera sido destruir previamente el limonar, la casa de la dueña y a la dueña si se encontrara en su casa.
El siguiente punto irreal de la película, una vez que el limonar queda en espera de que se resuelva el litigio, es que lo que separa ambas casas es un frágil alambre de espino a través del cual ambos «bandos» se observan y conviven más o menos apaciblemente como si esta convivencia «casi» en el mismo plano fuera posible entre ocupante y ocupado. Además, la protagonista palestina salta grácilmente la valla cuando necesita entrar a recoger limones y a regar sus árboles. Al pillarla los comprensivos soldados israelíes armados hasta los dientes le piden bastante amablemente que salga. En la Palestina real esta mujer habría muerto acribillada a la primera «intromisión».
Se nos muestran imágenes sobrecogedoras del Muro del Apartheid construido sobre tierra palestina robada (cuya función dentro de la película no entenderá muy bien un espectador no muy familiarizado con el tema) y también imágenes de los checkpoints que hacen imposible la vida a los palestinos: en una ocasión lo burlan fácilmente tomando una ruta alternativa, eso sí, por un camino maltrecho, y en otra aparece un israelí benefactor que consigue que dejen pasar a la protagonista y a su intrépido abogado. La idea que se trasmite con ello es que estas continuas trabas al movimiento tampoco son tan graves, obviando la realidad de los cientos de palestinos y de palestinas muertos aunque vayan en ambulancias a las que los soldados israelíes impiden el paso, cuando no las tirotean. Por no hablar de los trabajadores que diariamente esperan durante horas a que quizás les permita llegar a sus puestos de trabajo. O tampoco de ese Muro que desde que fue construido ante la pasividad internacional impide, entre otras cosas, a miles de palestinos acceder a sus campos de cultivo, otra forma de confiscación «legal».
La imagen que se da del sistema judicial israelí es también equidistante. La protagonista consigue llegar al Tribunal Supremo israelí (enfrentándose, no lo olvidemos, con el ministro de Defensa), prueba irrefutable de que Israel es una democracia donde democráticamente – sin violencia – se puede conseguir justicia. En ningún momento se nos dice cómo nuestra valiente protagonista, una viuda palestina cuyos únicos ingresos son este limonar confiscado, puede pagar los costos del litigio, porque nunca podría. Pero la imagen que queda en el espectador es que cualquiera, incluso una palestina y pobre, puede acceder al Tribunal Supremo israelí.
El resultado del litigio es salomónicamente ecuánime (y no tengo reparo alguno en desvelar el final): no se arrasará el limonar, sino sólo la mitad, que, además, será podado y no arrancado de cuajo como ha ocurrido con cientos de miles de olivos centenarios palestinos «molestos».
También son equidistantes las últimas imágenes de un melancólico ministro de Defensa observando, como en el plano anterior ha hecho la protagonista palestina, el vacío dejado por el limonar: además de tener un profundo sentido de la justicia ya que acepta democráticamente el resultado del litigio como un ciudadano más, él también sufre por el daño a la naturaleza.
La película justifica de una forma muy sutil cómo Israel necesita defenderse de los «árabes» (vengan de donde vengan: palestinos, libaneses …) que amenazan constantemente su mera supervivencia como «pueblo». Una mentira repetida hasta la saciedad y que en el más puro estilo de Goebbels se ha convertido en una verdad absoluta para la «comunidad internacional»: cuando el ministro de Defensa está en el apogeo de la celebración de la fiesta de inauguración de su casa rodeado de sus civilizados y simpáticos amigos sufren un ataque que no se sabe de dónde viene ni a dónde va, pero que sugiere al espectador que la necesidad de arrasar el limonar está más que fundada porque los palestinos siempre resultan ser terroristas.
En una última lectura la película resulta ser, además, racista: a pesar de la imagen absolutamente esteticista de todo cuanto rodea a la bellísima protagonista (¿hubiera sido igual de ser una mujer mayor y no tan bella?) en medio de su idílico limonar, el mensaje que se transmite es que los palestinos viven sumidos en una sociedad patriarcal y anacrónica que impide a nuestra protagonista vivir su historia de amor correspondido con el valiente y joven abogado, que, por cierto, gracias a la fama adquirida por el juicio entrará a trabajar para la AP como un funcionario corrompido más, lo que nos sugiere que los palestinos son incapaces de tomar las riendas de su país y de gestionarlo de forma democrática y justa, y, por consiguiente, están muy bien bajo la ocupación.
Equidistancias como ésta nos demuestran la imperiosa necesidad de apoyar la campaña de boicot total a Israel tal como han pedido 172 organizaciones palestinas y tal como apoya en Euskal Herria la campaña «Israelí Boikot Ekimena». Un boicot comprometido inequívocamente con el pueblo palestino. Esto sólo es posible con un boicot contra toda expresión sionista israelí (cultural, económica, deportiva …) sin pretensiones de justicia equidistante porque algunos israelíes «también son buenos». Sólo así el boicot será una herramienta eficaz para acabar con un Israel ejecutor de un Holocausto palestino.