A menudo se elogia la manera en la que el Presidente Kennedy manejó la crisis. En realidad, no reparó en los enormes riesgos que sus decisiones podrían causar con tal de imponer la hegemonía estadounidense. Traducido por Silvia Arana para Rebelión
Hace 50 años, el mundo estuvo en vilo durante la última semana de octubre, desde el momento en que se supo que la Unión Soviética había colocado misiles con ojivas nucleares en Cuba, hasta el fin oficial de la crisis -que aunque el público lo ignorara, fue solamente «oficial».
La imagen del mundo en vilo se la debemos a Sheldon Stern, quien fuera el historiador de la Biblioteca Presidencial John F. Kennedy y que publicó la versión autorizada de las grabaciones de audio de las reuniones de EXCOMM (siglas en inglés de Comité Ejecutivo de Seguridad Nacional), en las que Kennedy y sus asesores más cercanos debatieron cómo responder a la crisis. Las reuniones fueron secretamente grabadas por el presidente, lo que puede haber incidido en que su postura a lo largo de las sesiones sea relativamente moderada, en comparación con los otros participantes, que ignoraban que estaban hablando para la posteridad. Stern acaba de publicar un estudio accesible y preciso de este importante documento, que fue desclasificado en los 90. En la conclusión dice: «Nunca antes o desde entonces, la supervivencia de la civilización humana estuvo en juego durante unas pocas semanas de peligrosas deliberaciones», que culminaron con la semana que tuvo en vilo al mundo.
Había buenas razones para esta preocupación mundial. Una guerra nuclear era inminente, una guerra que pudo haber «destruido el hemisferio norte», como alertó el Presidente Eisenhower. Kennedy evaluó que la probabilidad de guerra podría haber sido tan alta como del 50%. Esta cifra se incrementó a medida que la confrontación alcanzaba su pico. En Washington se implementó un «plan secreto para una catástrofe con el fin de asegurar la supervivencia del gobierno», descripto por el periodista Michael Dobbs en su recientemente publicado y bien documentado bestseller sobre la crisis, aunque no explica la razón para hacerlo, dadas las características naturales de una guerra nuclear. Dobbs cita a Dino Brugioni «como un miembro clave del equipo de la CIA que monitoreaba la instalación de los misiles soviéticos», y que no visualizaba otra salida más que «la guerra y la destrucción total» mientras las agujas del reloj marcaban Un minuto para la medianoche -el título elegido por Dobbs para su libro. El historiador Arthur Schlesinger, hombre cercano a Kennedy, describió los sucesos como «los más peligrosos momentos en la historia de la humanidad». El Secretario de Defensa Robert McNamara se preguntaba si «viviríamos para ver otro sábado por la noche», y después reconoció que apenas «nos salvamos».
Si se examina más de cerca lo sucedido, las opiniones anteriormente mencionadas adquieren sombríos matices, con reverberaciones en el presente.
«El momento más peligroso»
Hay varios candidatos para este título. Uno es el 27 de octubre, cuando los destructores de EE.UU. que implementaban la cuarentena y el cerco alrededor de Cuba lanzaron cargas de profundidad sobre los submarinos soviéticos. Según los recuentos de los soviéticos, reportados por el Archivo de Seguridad Nacional, los comandantes de los submarinos estaban «tan nerviosos con las explosiones que consideraron disparar torpedos nucleares, cuya capacidad explosiva de 15 kilotones, era similar a la de la bomba que devastó Hiroshima en agosto de 1945».
En uno de los casos, la decisión de ensamblar un torpedo nuclear para iniciar la batalla fue vetada en el último minuto por el segundo Capitán del submarino, Vasili Archipov, a quien se le atribuye haber salvado al mundo de un desastre nuclear. Hay pocas dudas sobre cuál habría sido la reacción de EE.UU. si el torpedo hubiera sido disparado o cómo habrían respondido los rusos si su país hubiera estallado en llamas. Kennedy ya había declarado el máximo alerta nuclear antes del lanzamiento (Defcon 2), que autorizaba «a los aviones de la OTAN con pilotos turcos… [u otros]… a despegar, volar hasta Moscú y lanzar una bomba», según Graham Allison, analista estratégico en Asuntos Exteriores de la Universidad de Harvard.
Otro candidato para el título es el día previo, el 26 de octubre. Ese día fue escogido como «el momento más peligroso» por el Mayor Don Clawson, quien piloteaba un avión B-52 de la OTAN y proporcionó una descripción espeluznante de las misiones Domo de Cromo (CD, Chrome Dome) durante la crisis: «los aviones B-52 en estado de alerta con armas nucleares a bordo y listas para ser usadas». «El 26 de octubre fue el día en que la nación estuvo al borde de la guerra nuclear», escribe Clawson en sus «anécdotas irreverentes de un piloto de la Fuerza Aérea» publicadas con el título ¿Hay algo que la tripulación debería saber?. En una oportunidad, Clawson estuvo en la situación de desencadenar el cataclismo final. Concluye diciendo:
«Tuvimos mucha suerte al no haber hecho estallar el mundo -y no fue gracias al liderazgo político o militar de este país.»
Los errores, las confusiones, los riesgos de accidentes y los malentendidos de los dirigentes reportados por Clawson son sorprendentes, pero no tanto como las reglas de comando y control -o la falta de ellas. Clawson cuenta que durante las 15 misiones de 24 horas en la que participó como piloto -el máximo tiempo posible- los comandantes «no poseían la habilidad de evitar que un miembro arrogante de la tripulación ensamblara y disparara un arma termonuclear» ni incluso un anuncio que enviara «un alerta a la totalidad de la flota aérea sin posibilidades de reversión». Una vez que la tripulación iniciaba el vuelo, llevando armas nucleares:
«Hubiera sido posible ensamblarlas y lanzarlas sin ninguna intervención desde tierra. No había inhibidores en el sistema.»
Cerca de un tercio de la fuerza total estaba en el aire, según el General David Burchinal, director de planes del personal aéreo en las bases de la Fuerza Aérea. El Comando Estratégico, quien estaba a cargo, parece haber tenido poco control en la realidad. Y según el relato de Clawson, la Autoridad del Comando Nacional no recibía suficiente información del Comando Estratégico, lo que quiere decir que los que tomaban las decisiones en EXCOMM, en las que se ponía en juego el destino de la humanidad, sabían incluso menos. El relato oral del General Burchinal no es menos espeluznante, y pone de manifiesto un profundo desprecio por el comando civil. Según él, la capitulación de los rusos nunca estuvo en duda. Las operaciones CD estaban diseñadas para dejarles en claro a los rusos de que ellos no podrían competir en una confrontación militar, y que si lo hacían, serían rápidamente destruidos.
Examinando los registros de EXCOMM, Stern concluye que el 26 de octubre el Presidente Kennedy se «inclinaba hacia una acción militar para eliminar los misiles en Cuba», seguida de una invasión, según los planes del Pentágono. Era evidente que el acto podría haber desencadenado la guerra, una conclusión reforzada posteriormente por las revelaciones de que se habían desplegado armas nucleares, y de que las fuerzas rusas eran mucho más poderosas de lo que admitía la inteligencia de EE.UU.
Cuando las reuniones de EXCOMM estaban finalizando a las 6 de la tarde del 26 de octubre, llegó una carta del Primer Ministro Kruschev, dirigida al Presidente Kennedy. Dice Stern que el «mensaje parecía claro»:
«Retiraremos los misiles si EE.UU. promete que no invadirá Cuba.»
El día siguiente, a las diez de la mañana, el Presidente volvió a grabar el audio secreto. Leyó en voz alta un reporte del servicio de cable que acababa de recibir:
«El Primer Ministro Kruschev le envió un mensaje al Presidente Kennedy diciendo que hoy retiraría las armas de Cuba si EE.UU. retira sus misiles de Turquía.»
Se trataba de misiles Júpiter con cabezas nucleares. El reporte fue confirmado. Aunque el comité lo recibió como algo inesperado, en realidad lo estaban esperando. «Sabíamos que podría llegar desde hace una semana», les informó Kennedy. Se dio cuenta que hubiera sido difícil rechazar el consentimiento público. Se trataba de misiles obsoletos, que ya habían sido marcados para ser reemplazados por los submarinos Polaris de mucho mayor fuerza letal y menor vulnerabilidad. Kennedy reconoció que estaría en una «posición insostenible si esa fuera la propuesta [de Kruschev]», porque los misiles en Turquía no servían y serían retirados de cualquier manera, y porque «esto le parecería a cualquier hombre de EE.UU. o a cualquier hombre racional, como un intercambio justo».
Un grave dilema
Los dirigentes se enfrentaron a un grave dilema: habían recibido de Kruschev dos propuestas, de alguna manera diferentes, para terminar con la amenaza de una guerra catastrófica, y ambas serían recibidas por el «hombre racional» como justas. ¿Cómo reaccionar entonces?
Una posibilidad podría haber sido la de suspirar aliviados porque la civilización sobreviviría, aceptar con entusiasmo ambas ofertas y anunciar que EE.UU. respetaría las leyes internacionales y retiraría toda amenaza de invadir Cuba; que retiraría los misiles obsoletos de Turquía, procediendo como lo tenían planeado en función de perfeccionar la amenaza contra la Unión Soviética, como parte de un cerco global de Rusia. Pero eso era impensable.
La razón básica por la que no podría considerarse la postura anterior fue explicada por McGeorge Bundy, asesor de Seguridad Nacional, ex Decano de Harvard, reconocido como la estrella más brillante del firmamento de Camelot. El mundo debe comprender que «la amenaza actual contra la paz no está en Turquía, sino en Cuba», donde los misiles nos apuntan a nosotros. La fuerza bélica estadounidense, muy superior a cualquier otra y apuntando a su enemigo soviético, más débil y vulnerable, no puede ser considerada de ninguna manera como una amenaza contra la paz porque nosotros somos buenos, como pueden dar testimonio mucha gente del hemisferio occidental y de más allá -entre ellos, las víctimas de la guerra antiterrorista llevada a cabo por EE.UU. contra Cuba, o aquellos afectados por la «campaña de odio» en el mundo árabe, que tanto desconcertó a Eisenhower (no así al Consejo de Seguridad Nacional que lo explicaba claramente).
Y, por supuesto, la idea de que EE.UU. debía ser restringido por el derecho internacional era demasiado ridícula para ser considerada. Como lo explicó recientemente el respetado comentarista liberal Matthew Yglesias: «una de las muchas funciones del orden institucional internacional es precisamente el de legitimar el uso de la fuerza militar letal por los poderes occidentales» -es decir, estadounidense- entonces es «sorprendentemente ingenuo», y más que ingenuo, «tonto», sugerir que EE.UU. debe respetar el derecho internacional o cualquier otra condición impuesta por lo que carecen de poder: una declaración franca de presupuestos operacionales, dada por sobreentendida por el equipo de EXCOMM.
En una conversación subsiguiente, el presidente remarcó que «estaríamos en una posición desventajosa» si eligiéramos desencadenar la conflagración internacional al rechazar propuestas que los sobrevivientes consideren razonables, si a alguien le importara esto. Esta postura «pragmática» representaba el nivel máximo en cuanto a consideraciones morales. En un análisis de documentos recientemente hecho públicos sobre la era del terror de Kennedy, Jorge Domínguez, un experto en América Latina de la Universidad de Harvard hizo notar lo siguiente:
«En solo una ocasión, en casi mil páginas de documentos, un funcionario de EE.UU. hizo una observación que se aproxime a una débil objeción moral con respecto al terrorismo patrocinado por el gobierno de EE.UU.»
Un miembro del Consejo de Seguridad Nacional sugirió que incursiones aéreas que son «azarosas y matan inocentes… pueden ocasionar reportes de prensa desfavorables en algunos países amigos». Las mismas actitudes predominaron a través de los debates durante la crisis de los misiles, como cuando Robert Kennedy alertó que una invasión de gran escala en Cuba podría «matar a una gran cantidad de gente, y que vamos a tener que responder a una gran reacción en contra por ello». Y esto prevalece hasta el presente con solo raras excepciones, como lo prueban los documentos.
Sin el conocimiento público…
Podríamos haber estado «incluso en una peor situación» si el mundo hubiera sabido más sobre las acciones de EE.UU. en esa época. Solo recientemente supimos que, seis meses antes de la crisis, EE.UU. había desplegado secretamente misiles en Okinawa, casi idénticos a los que Rusia envió posteriormente a Cuba. Los misiles seguramente apuntaban a China, en un momento en el que se habían incrementado las tensiones en la región. Okinawa sigue siendo una de las principales bases militares ofensivas de EE.UU. a pesar del desacuerdo de sus habitantes, que en este momento miran con preocupación las maniobras de los helicópteros V-22 Osprey, propensos a accidentes, en la base militar Fukenma, ubicada en el corazón de un área urbana densamente poblada.
En las deliberaciones posteriores, EE.UU. se comprometió a retirar los misiles obsoletos de Turquía, pero no lo declaró ni por escrito ni públicamente: era importante que quedara la idea de que Kruschev había capitulado. Se dio una razón interesante, y fue aceptada como razonable por académicos y comentaristas. En palabras de Dobbs:
«Si hubiera parecido que EE.UU. estaba desmantelando sus bases unilateralmente, bajo presión de la Unión Soviética, la alianza (OTAN) podría haberse resquebrajado.»
O, para decirlo de otra manera, con un poco más de apego a la verdad, si EE.UU. reemplazaba misiles inservibles con armas mucho más letales, como lo tenía planeado, en un intercambio con Rusia que cualquier «hombre racional» hubiera considerado justo, esto habría causado el resquebrajamiento de la OTAN. Lo que queda claro es que, cuando Rusia retiró el único obstáculo que protegía a Cuba de un ataque de EE.UU. en medio de la amenaza de un invasión directa y se retiró de la escena, los cubanos se enfurecieron -como puede comprenderse. Pero esta es una comparación inaceptable por razones de doble estándar: nosotros somos seres humanos que importan mientras que ellos son «no-gentes», usando la frase de Orwell.
Kennedy también hizo una promesa informal de no invadir Cuba pero con condiciones: no solamente el retiro de los misiles sino también la terminación o, al menos, una drástica disminución de la presencia militar rusa. (A diferencia de Turquía, en la frontera con Rusia, donde ninguna medida de este tipo sería considerada.) Cuando Cuba deje de ser un «campo armado», entonces «probablemente no invadiremos», fueron las palabras del presidente. Agregó también que si Cuba esperaba librarse de una amenaza de invasión de EE.UU., debería terminar su «subversión política» (la frase pertenece a Stern) en América Latina.
La subversión política ha sido un tema reiterado constantemente durante años. Fue invocado, por ejemplo, cuando Eisenhower derrocó al gobierno democrático de Guatemala y hundió al torturado país en el abismo en el que aún se encuentra. Y el tema siguió vigente durante las guerras terroristas de Reagan en América Central en los ochenta. La «subversión política» consistió en apoyar a los que se resisten a los ataques asesinos de EE.UU. y sus regímenes-clientes, y a veces -horror de lo horrores- hasta incluso proveen armas a las víctimas.
El problema con Castro
En el caso de Cuba, el consejo de planeamiento político del Departamento de Estado explicó:
«El peligro principal que confrontamos con Castro es… el impacto que tiene la mera existencia de su régimen sobre el movimiento izquierdista en muchos países de América Latina… El simple hecho es que Castro representa un desafío exitoso a EE.UU., una negación de nuestra política para todo el hemisferio de casi un siglo y medio.»
La doctrina Monroe anunciaba la intención de EE.UU., entonces inaplicable, de dominación del hemisferio occidental. Un ejemplo de gran trascendencia contemporánea fue revelado por un importante estudio recientemente realizado por el académico iraní Ervand Abrahamian sobre el golpe de estado de EE.UU. y Gran Bretaña contra el régimen democrático de Irán en 1953. Mediante un análisis minucioso de los documentos internos, demuestra de manera convincente que la historia oficial no tiene respaldo. Las causas principales del golpe no estuvieron relacionadas con la Guerra Fría, ni con la irracionalidad iraní que despreciaba las «intenciones benignas» de Washington, ni siquiera con el acceso al petróleo y otras ganancias sino más bien con la demanda de «controles generales» con amplias implicaciones de hegemonía global, que habían sido amenazadas por el nacionalismo independiente. Esta es la razón que descubrimos una y otra vez al investigar casos particulares.
En Cuba, también, y esto no nos sorprende -aunque el fanatismo ameritaría ser analizado en este caso. La política de EE.UU. hacia Cuba ha sido criticada duramente a través de toda América Latina, y ciertamente también en la mayor parte del mundo pero «un respeto básico por las opiniones de la humanidad» se acepta como una retórica vacía entonada sin convicción el 4 de julio. Desde que se han realizado encuestas sobre el tema, una mayoría considerable de la población de EE.UU. ha apoyado la normalización de las relaciones con Cuba pero eso, también es insignificante. La falta de consideración de la opinión pública es, por supuesto, normal. Lo que es interesante en este caso es que se ignora la opinión de poderosos sectores económicos que también apoyan la normalización de las relaciones, y que frecuentemente tienen una gran influencia en las decisiones políticas: energía, agroindustria, sector farmacéutico y otros. Esto sugiere que hay un poderoso interés estatal involucrado en castigar a los cubanos, al igual que factores culturales puestos en evidencia por la histeria de los intelectuales de Camelot.
El fin… solo oficialmente
La crisis de los misiles finalizó oficialmente el 28 de octubre. La resolución de la crisis no fue oscura. Esa noche, en un programa especial de la CBS, Charles Collingwood reportó que el mundo había salido «de la más terrible amenaza de holocausto nuclear desde la Segunda Guerra Mundial.. con una humillante derrota de la política de la Unión Soviética». Dobbs comenta que los rusos trataron de interpretar la salida a la crisis como «otro triunfo de la política exterior por la paz de Moscú contra los imperialistas promotores de la guerra», como «los dirigentes soviéticos extremadamente sabios y razonables salvaron el mundo de la amenaza de la destrucción nuclear». Extrapolando los hechos básicos de las tendencias al ridículo, el acuerdo de Kruschev «había salvado al mundo de la amenaza de destrucción nuclear».
Sin embargo, la crisis no había terminado. El 8 de noviembre, el Pentágono anunció que todas las bases de misiles soviéticos habían sido desmanteladas. El mismo día, reporta Stern, «un equipo de sabotaje realizó un ataque en una fábrica cubana», aunque la campaña terrorista de Kennedy, conocida como Operación Mangosta, había sido formalmente reducida en el pico de la crisis. El ataque terrorista del 8 de noviembre respalda la observación de Bundy de que la amenaza para la paz estaba en Cuba, no en Turquía -donde los rusos no continuaron un asalto letal. Esta no era, sin embargo, la conclusión de Bundy, ni siquiera podría haberlo entendido así.
El respetado académico Raymond Garthoff, quien tuvo mucha experiencia dentro del gobierno, agrega más información en su detallado relato de 1987 sobre la crisis de los misiles. Escribe: «El 8 de noviembre un equipo enviado desde EE.UU. para ejecutar una acción encubierta de sabotaje hizo explotar las instalaciones de una fábrica cubana», matando 400 trabajadores, según una carta enviada por el gobierno de Cuba al Secretario General de las N.U. Garthoff comenta que los «soviéticos solo podían analizar [el ataque] como una marcha atrás en lo que era para ellos, la cuestión clave que estaba pendiente: las garantías de EE.UU. de que no atacaría Cuba», particularmente porque el ataque terrorista había sido lanzado desde EE.UU. Esta y otras «acciones a través de terceros» revela una vez más, que el riesgo y el peligro para ambas partes podrían haber sido extremos, y que la catástrofe no había sido descartada». Garthoff también examina las operaciones destructivas de la campaña terrorista de Kennedy, las que ciertamente serían consideradas más que justificativos para la guerra, si EE.UU. o sus aliados o sus clientes fueran las víctimas, y no los autores.
Por la misma fuente, más adelante sabemos que el 23 de agosto de 1962 el presidente emitió el Memorando de Seguridad Nacional No 181, «una directiva para organizar una revuelta interna, a continuación de la cual se produciría una invasión militar de EE.UU.», que involucraría «importantes planes, maniobras y movimiento de tropas y equipo militar de EE.UU.» que seguramente eran conocidos por Cuba y Rusia. También en agosto, se intensificaron los ataques terroristas entre ellos el ataque desde una lancha a un hotel cubano de la costa «donde se sabía que se congregaban técnicos militares soviéticos, matando a rusos y cubanos»; ataques a barcos de carga británicos y cubanos; contaminación de cargamentos de azúcar; y otras atrocidades y sabotajes, ejecutados principalmente por organizaciones de exiliados cubanos que operaban libremente en La Florida. Poco después vino «el momento más peligroso en la historia de la humanidad», y no fue casualidad.
Jugando con fuego
Kennedy renovó oficialmente las operaciones terroristas después del fin de la crisis de los misiles. Diez días antes de su asesinato, aprobó un plan de la CIA de «operaciones de destrucción» a ser ejecutado por terceros, «contra una gran refinería petrolera e instalaciones de almacenamiento, una planta de energía eléctrica, fábricas de azúcar, puentes ferroviarios, instalaciones de una bahía y demolición submarina de muelles y barcos». Un plan de asesinato de Fidel Castro fue supuestamente iniciado el mismo día del asesinato de Kennedy. La campaña terrorista fue suspendida en 1965, pero «una de las primeras medidas tomadas por Nixon en 1969 fue instruir a la CIA para que intensificara las operaciones encubiertas contra Cuba», reporta Garthoff.
En el último número de la revista Political Science Quarterly, Montague Kern sostiene que la crisis de los misiles es una de esas «crisis de gran calibre… en la que un enemigo ideológico (la Unión Soviética) es percibido universalmente como el atacante, conduciendo a un movimiento de todos detrás de la bandera que expandió en gran medida el respaldo al presidente, incrementando sus opciones políticas». Kern tiene razón al decir «percibido universalmente» de esa manera, dejando de lado a los que han escapado un poco de las cadenas ideológicas como para prestar alguna atención a los hechos. Kern, de hecho es uno de ellos. Otro es Sheldon Stern, quien reconoce lo que desde hace tiempo fue conocido por las personas con desviaciones. Comenta lo siguiente:
«La explicación original de Kruschev sobre el envío de misiles a Cuba fue fundamentalmente cierta: el líder soviético nunca se propuso usar esas armas como una amenaza para la seguridad de EE.UU., sino como una defensa para proteger a Cuba, un país aliado, de ataques de EE.UU. y en un esfuerzo desesperado de darle a la URSS la apariencia de igualdad en el equilibrio de poder nuclear.»
Dobbs también reconoce que:
«Castro y los patrones soviéticos tenían razones reales para temer intentos de EE.UU. de un cambio de régimen, incluyendo, como último recurso, la invasión de Cuba… [Kruschev] también era sincero en su deseo de defender la revolución cubana de su poderoso vecino del norte.»
Los ataques de EE.UU. son frecuentemente subestimados por los comentaristas estadounidenses como bromas tontas, dicen que los matones de la CIA se les fueron de las manos al gobierno. Nada más alejado de la realidad. Los «mejores y los más brillantes» reaccionaron ante la derrota de Bahía de Cochinos (Playa Girón, en Cuba) casi histéricos, incluyendo al presidente, quien solemnemente le informó al país que:
«Las sociedades complacientes, indulgentes consigo mismas, blandas están a punto de ser barridas con los escombros de la historia. Solo las fuertes… tienen posibilidad de sobrevivir.»
Y solo podrán sobrevivir, pensaba evidentemente, usando el terror masivo -aunque este agregado era secreto, y es todavía ignorado por los leales que perciben que su enemigo ideológico fue quien atacó -la percepción casi universal, como lo dijo Stern. El historiador Piero Gleijeses observa que después de la derrota de Bahía de Cochinos, JFK lanzó un embargo asfixiante para castigar a los cubanos por haber derrotado una invasión respaldada por EE.UU., y «le pidió a su hermano, el Fiscal General, que dirigiera el grupo de alto nivel de agencias estatales que supervisaría la Operación Mangosta, un programa de operaciones paramilitares, guerra económica y sabotaje, implementado por el propio Kennedy a fines de 1961 para infligirle los ‘terrores de la tierra’ a Fidel Castro y, en términos más prosaicos, para derrocarlo».
La frase «terrores de la tierra» fue acuñada por Arthur Schlesinger en su biografía prácticamente oficial de Robert Kennedy, que estuvo a cargo de la guerra terrorista, y que le informó a la CIA que el problema cubano es «de la más alta prioridad para el gobierno de EE.UU. -todo lo demás es secundario- no se debe ahorrar tiempo, esfuerzo ni efectivos» para derrocar al régimen castrista. La Operación Mangosta fue dirigida por Edward Lansdale, quien poseía una vasta experiencia en «contrainsurgencia» -el término usado para las acciones terroristas realizadas por EE.UU. Elaboró un cronograma que conduciría a la «revuelta y el derrocamiento del régimen comunista» en octubre de 1962.
La «definición final» del programa reconocía que «el éxito definitivo solo se logrará con una intervención militar decisiva de EE.UU.» después de que el terrorismo y la subversión hayan preparado el terreno. Estaba implícito que la intervención militar de EE.UU. ocurriría en octubre de 1962, cuando explotó la crisis de los misiles. Los sucesos que acabamos de analizar explican porque Cuba y Rusia tenían buenas razones para tomar en serio las amenazas.
Años más tarde, Robert McNamara reconoció que Cuba tenía justificaciones para temer un ataque. «Si hubiera estado en el lugar de un cubano o un ruso, yo también habría sentido temor», dijo en el 40 aniversario de la crisis de los misiles. En cuanto al «esfuerzo desesperado de la URSS por una apariencia de igualdad» mencionado por Stern, nos recuerda que la estrecha victoria electoral de Kennedy en 1960 dependía de la fabricación de una «brecha en los misiles» armada para aterrorizar al país y para condenar como débil en asuntos de seguridad nacional al gobierno de Eisenhower. Había ciertamente una «brecha en los misiles», pero era claramente a favor de EE.UU. Según sostiene el analista estratégico Desmond Ball en su estudio del programa de misiles de Kennedy, la primera «declaración pública inequívoca» sobre los verdaderos hechos fue la de octubre de 1961, cuando el Secretario de Defensa Roswell Gilpatric informó al Consejo de Negocios que «EE.UU. tendría un mayor sistema de respuesta nuclear después de un ataque sorpresivo que la fuerza nuclear que podría emplear la Unión Soviética en su primer ataque».
Los rusos eran, por supuesto, muy concientes de su debilidad y vulnerabilidad relativas. También eran concientes de la reacción de Kennedy cuando Kruschev le ofreció reducir drásticamente la capacidad de ofensiva militar y procedió a hacerlo unilateralmente ante la falta de respuesta de Kennedy: Kennedy emprendió un enorme programa armamentista.
En retrospectiva
Las dos cuestiones más cruciales sobre la crisis de los misiles están relacionadas con cómo comenzó y cómo terminó. Comenzó con el ataque terrorista de Kennedy contra Cuba, con la amenaza de invasión en octubre de 1962. Terminó con el rechazo presidencial de la propuesta rusa que le hubiera parecido justa a cualquier persona racional pero que era impensable porque desgastaría el principio fundamental de que EE.UU. tiene el derecho unilateral de desplegar misiles nucleares en cualquier parte, apuntando a China o a Rusia o a cualquier otro país, en sus fronteras; y el principio asociado de que Cuba no tiene derecho a tener misiles para su defensa contra lo que parecía ser una inminente invasión de EE.UU. Para establecer estos principios con firmeza, era totalmente apropiado enfrentar el alto riesgo de una guerra con un poder de destrucción inimaginable, y rechazar maneras simples y justas, según lo admitieron ellos mismos, de terminar con la amenaza.
Garthoff sostiene que «en EE.UU. hubo un grado de aprobación casi unánime a la manera en que Kennedy manejó la crisis». Dobbs dice que «el tono de constante optimismo fue marcado por el historiador de la corte, Arthur Schlesinger Jr., quien escribió que Kennedy había ‘deslumbrado al mundo’ mediante una ‘combinación de dureza y moderación, de fuerza de voluntad, nervios y sabiduría, tan brillantemente controlado, tan incomparablemente calibrado’. En un tono más sobrio, Stern está parcialmente de acuerdo, notando que Kennedy repetidamente rechazó el consejo militante de sus asesores y asociados que pedían la intervención militar y dejaban de lado las opciones pacíficas.
Los sucesos de octubre de 1962 son ampliamente considerados como los momentos más destacados de Kennedy. Graham Allison se une a muchos otros en presentarlos como una «guía sobre cómo desactivar conflictos, manejar relaciones de alto nivel de poder, y tomar decisiones correctas sobre temas de política exterior en general». En un sentido muy estrecho, estas evaluaciones parecen razonables. Las grabaciones de audio de las reuniones de EXCOMM revelan que el presidente se diferenció del resto, a veces de casi todos los demás, al rechazar el uso prematuro de la violencia.
Sin embargo, persiste un interrogante más de fondo: ¿Cómo se puede evaluar la moderación relativa de Kennedy en el manejo de la crisis dentro del contexto más amplio que acabamos de analizar? Pero este tema no puede ser analizado en una cultura moral e intelectual muy disciplinada, que acepta sin cuestionamientos el principio básico de que EE.UU. es efectivamente el dueño del mundo por derecho, y que es, por definición, una fuerza del bien a pesar de los errores y malentendidos ocasionales. Por lo tanto, es lisa y llanamente apropiado que EE.UU. despliegue una fuerza masiva de ataque sobre todo el mundo, mientras que es una ofensa cuando los otros (excepto los aliados y los clientes) hacen hasta el mínimo gesto en esa dirección, y hasta cuando piensan en disuadir al benigno poder hegemónico global de usar la violencia.
Esa doctrina es el principal cargo oficial contra Irán hoy en día. Irán podría ser una fuerza disuasiva contra un ataque de EE.UU. e Israel. Este tópico también formó parte de las consideraciones durante la crisis de los misiles. En las conversaciones internas, los hermanos Kennedy expresaron sus temores de que los misiles en Cuba pudieran ser una fuerza disuasiva de una invasión de Venezuela, que entonces estaba bajo consideración. Por ello, «Bahía de Cochinos había sido una decisión correcta», concluyó JFK.
Los principios siguen vigentes y representan un riesgo constante para una guerra nuclear. No han escaseado los graves peligros desde la crisis de los misiles. Diez años después, durante la guerra árabe-israelita de 1973, Henry Kissinger declaró un alerta nuclear de alto grado (Defcon 3) para advertirles a los rusos de que se mantengan al margen mientras que él autorizó secretamente a Israel a violar el cese al fuego impuesto por EE.UU. y Rusia. Cuando Reagan asumió el gobierno, pocos años después, EE.UU. lanzó operaciones para poner a prueba las defensas rusas y simuló ataques aéreos y navales, mientras emplazaba misiles Pershing en Alemania, a cinco minutos de tiempo de vuelo de los objetivos de ataque rusos, proveyendo lo que la CIA llamó un «poder de ataque súper sorpresivo».
Obviamente, esto causó una gran alarma en Rusia, país que a diferencia de EE.UU. sufrió repetidas invasiones y fue prácticamente destruido. Esto condujo a una gran amenaza de guerra en 1983. Hubo cientos de casos en los que la intervención de una persona abortó un ataque minutos antes de que ocurriera, después de que los sistemas automáticos dieran falsas alarmas. No tenemos acceso a los registros rusos pero no hay dudas de que sus sistemas son más propensos a un accidente.
Mientras tanto, India y Pakistán se han aproximado a una guerra nuclear varias veces, y las fuentes del conflicto siguen vigentes. Ambos se han negado a firmar un tratado de no proliferación, al igual que Israel, y han recibido apoyo de EE.UU. para el desarrollo de sus programas de armas nucleares -hasta hoy, en el caso de India, un actual aliado de EE.UU. Las amenazas bélicas en el Medio Oriente, que podrían volverse reales en cualquier momento, una vez más incrementan el peligro de una catástrofe.
En 1962 se logró evitar la guerra por la determinación de Kruschev para aceptar las demandas hegemónicas de Kennedy. Pero no podemos contar que un criterio similar estará siempre presente. Es casi un milagro que no se haya producido hasta ahora la guerra nuclear. Existen más razones que nunca para escuchar la advertencia formulada hace unos 60 años por Bertrand Russell y Albert Einstein: el dilema es «crudo, horrible e ineludible»:
«¿Se va a poner fin a la raza humana; o la humanidad deberá renunciar a la guerra?»