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Fascismo post-liberal

La crisis del covid-19 y la Ley de Salud de Nuñez Feijóo

Fuentes: Rebelión

El palabro «negacionista» está sirviendo para ocultar de manera contrademocrática dos certezas con respecto a la crisis del covid-19.

En primer lugar que se están invisibilizando las críticas y advertencias que una parte importante de la comunidad científica internacional viene emitiendo desde marzo de 2020 sobre la ineficacia y destrucción que provocan políticas draconianas y militares de control/erradicación del virus como las impulsadas por el Gobierno de España y la Xunta de Galicia al amparo (relativo) de la OMS. En segundo lugar, que las ominosas estrategias de propaganda que impiden un debate científico y político en la esfera pública son intrínsecamente fascistas, pues dividen a la sociedad entre amigos de la Humanidad (quienes acatan las medidas sin discusión y con fe) y enemigos de ella (quienes se atreven a discutirlas, ya sean estos científicos, intelectuales de renombre mundial o diferentes sectores de la población). Es un fascismo que, a pesar de llevar al límite los impulsos dictatoriales del neoliberalismo, ya es completamente post-liberal. En Galicia estamos en la vanguardia de esta nueva variante fascista, como lo demuestra no solo la «Ley de Salud» aprobada por la Xunta, sino también las recientes declaraciones de Feijoo y el consejero de Salud Julio García, amenazando a la población, criminalizando a la hostelería, animando a los ciudadanos a enfrentarse y difundiendo incluso bulos que constituyen posibles atentados contra la salud pública.

En este clima actual de eliminación de todo disenso, términos como «negacionista» o «terraplanista» se están utilizando de manera inversa a la de su significado histórico para desacreditar a todos aquellos que discuten en nombre de la ciencia, como Galileo en su día, el terraplanismo impuesto por el actual terror tecnocrático covidiano. No debería sorprender, por eso, descubrir que los defensores de la mayoría de las ideas delirantemente denominadas como negacionistas (crítica de la ineficacia de los PCR con 40 ct., del confinamiento o del uso generalizado de la máscara, apuesta por la inmunidad de grupo, etc.) son tres epidemiólogos de renombre mundial que critican la naturaleza a-científica y destructiva de las políticas oficiales anti-covid-19 promovidas por la OMS: Martin Kulldorf (Universidad de Harvard), Sunetra Gupta (Universidad de Oxford) y Jay Bhattacharya (Universidad de Stanford). Tras la censura en los medios de comunicación, estos epidemiólogos decidieron firmar en octubre junto con cuarenta y cuatro autoridades médicas de renombre mundial -entre ellas Michel Levitt, premio Nobel de Química en 2013- la denominada Declaración de Gran Barrington.

Los autores de esta declaración afirman que los confinamientos y la estrategia de rastreo suponen el mayor ataque a la clase trabajadora desde los tiempos de la segregación y la Guerra de Vietnam y abogan por una estrategia de protección focalizada dirigida a lograr la inmunidad de grupo. Si bien experimentos de control del covid-19 parcialmente similares a los propuestos por este modelo como el de Suecia o México han logrado un éxito mucho mayor que los utilizados en España, y en ningún caso han producido una cascada de muertes como predijo la OMS, experiencias como la de Florida (que tiene como asesor a Martin Kulldorf, uno de los impulsores de la Declaración de Great Barrington) muestran que la apuesta por una protección focalizada que no acose a la población sana con confinamientos, toques de queda o uso generalizado de mascarillas, es el más exitoso y el que mayor base científica tiene. En las últimas semanas, el caso de India parece confirmar la hipótesis herética de la inmunidad de grupo como la estrategia de control de virus menos invasiva y la que produce la menor mortalidad: solo así se explican los expertos, incluidos los defensores del modelo de la OMS, que India bajase de manera significativa el número de contagios y muertes una vez que decidió abandonar un encierro draconiano del estilo del que sufrimos en España. No hay que olvidar, por tanto, el daño que provoca la obsesión de las autoridades gallegas y españolas por controlar indiscriminadamente a la población sana, dejando desprotegida a la población vulnerable, especialmente en las residencias de ancianos. Según un estudio publicado recientemente en el British Medical Journal, España tuvo la tasa más alta de infecciones por covid-19 en residencias de ancianos del mundo: es decir, España es el país que más ha fallado en lo que debería ser su principal objetivo, proteger a los vulnerables.

Pero, ¿cómo es que estrategias como la propuesta en la Declaración de Great Barrington por algunos de los epidemiólogos más reconocidos del mundo no se discuten en la esfera pública? ¿Cómo no se someten a análisis estudios como el publicado en enero de 2021 por Jay Battacharya y John Ioannidis en el European Journal of Clinical Investigation, que afirma, tras examinar el caso de diez países -entre ellos España- que los confinamientos, los toques de queda y las restricciones no significaron un descenso significativo en infecciones o muertes?

Uno de los factores que explica la espiral de irracionalidad en la que nos encontramos es el fatal abandono de toda discusión científica y política sobre la crisis del coronavirus. Solo así se puede entender que gran parte de la comunidad internacional adoptase en marzo de 2020 políticas drásticas de confinamiento ante las alertas apocalípticas de un polémico estudio del físico Neil Ferguson (Imperial College) que, como reconoció el propio autor, ni siquiera pasó el protocolo científico más básico: la revisión por pares. Esta falta de control público se evidencia en el a-criticismo con respecto a la OMS, institución hermana del FMI y del Banco Mundial. Este organismo, que tiene una larga historia de corrupción política sanitaria, está financiado en gran parte, como es sabido, por la Fundación Bill y Melinda Gates, y Tedros Adhanom Ghebreyesus, su presidente, está acusado de genocidio por Human Rights Watch.

Sin embargo, el gran muro de contención de todos los debates científicos y políticos que deberíamos estar teniendo y no tenemos no es otro que la mascarilla -ya sea de papel, tela o plástico, homologada o sin homologar- con la que nuestros gobernantes están consiguiendo que, en lugar de someter sus políticas a un escrutinio público, nos enfrentemos entre nosotros y renunciamos al sentido común que nos permite sobrevivir en el día a día. Solo de esta manera podemos aceptar, tal y como sucede en Galicia, salir a correr con mascarilla, subir a un autobús lleno de gente en medio de una pandemia o cometer el imperdonable crimen infantil de enmascarillar por recomendación coercitiva a niños de tres años, y por estricta obligación a niños de seis. Y solo así podemos llegar a creer que la mascarilla funciona al aire libre y que mediante algún designio mágico podemos disfrutar de un menú del día durante quince o veinte minutos con la mascarilla bajada y no contagiar, sin embargo, a nuestro comensal (o contagiarnos) si luego la subimos con disciplina.

Hay que decirlo bien alto. No existen estudios de calidad (aleatorizados controlados) que demuestren que la mascarilla funciona como cortafuegos de transmisión en la población general (mucho menos en espacios abiertos, donde estudios como el publicado en Environmental Research por Franco Belosi, Marianna Conte y otros, muestran que la probabilidad de transmisión al aire libre es extremadamente baja). Como señalan los epidemiólogos de Oxford Tom Jefferson y Carl Heneghan, el único estudio controlado aleatorio realizado en la población (es decir, el único tipo de estudio científico cuyo diseño evalúa la asociación entre un factor protector o de riesgo y un efecto dado), descarta que las mascarillas sean efectivas en la reducción de la transmisión del Covid-19. Esta conclusión no difiere del consenso que ya existía sobre la transmisión de la gripe, como lo demuestra el meta-análisis (revisión que tiene el mayor nivel de evidencia científica) publicado por el Centers for Disease Control and Prevention americano en mayo de 2020. Convendría, de todos modos, preguntarse, con todo el derecho que da ser ciudadano y tener una red de vidas que defender de poderes arbitrarios, ¿cómo puede ser que durante el encierro de tres meses de 2020 salíamos sin mascarilla, estábamos en espacios cerrados como supermercados sin mascarilla, y el número de infecciones sin embargo no aumentaba?.

Por qué estamos entrando en la era del fascismo post-liberal (y por qué el Gobierno Feijoo está en la vanguardia de este nuevo régimen de destrucción social).

El autoritarismo cientifista que tenemos encima de nosotros (cientifista en la medida en que no se abre a una discusión científica y pide que la razón sea reemplazada por la fe) es letal para la vida en sociedad, y es una evolución exponencial tanto del fascismo de raíz liberal como del neoliberal. No nos enfrentamos al fascismo clásico que Polanyi describió como una reacción a las políticas destructivas del liberalismo y que fue, de hecho, una excrecencia del mismo. Tampoco estamos ante un ejemplo de la «dictadura electiva» que Hayek, el ideólogo más conocido del neoliberalismo, propugnó en el caso del gobierno de Thatcher como una forma de acabar con el poder parlamentario para adoptar unilateralmente medidas como la ilegalización de los sindicatos. Si bien el fascismo post-liberal se asemeja a la dictadura electiva defendida por el neoliberalismo en el sentido de que pretende implementar por encima de la voluntad popular y al margen de cualquier discusión científica una cierta racionalidad o verdad -la de medidas draconianas basadas en proyecciones matemáticas-, su lógica es bastante diferente. Mientras que la dictadura electiva neoliberal anula políticamente la disensión sin extirpar esta de la esfera pública, el fascismo post-liberal aspira a crear un cierre total de sentido mediante el cual no solo impone sus medidas, sino que elimina del espacio público todo rastro de resistencia racional a las mismas. Pretende lograr así lo que Villacañas describe como una teología política imperial mediante la eliminación de todas las estructuras de distanciamiento y discusión de la realidad, tales como las ciencias (y con especial énfasis, las humanas y sociales) o el debate público, para así someternos a un absolutismo del presente en el que las decisiones de las grandes estructuras de gobernanza mundial (y de sus sedes estatales en forma de gobiernos) no sean discutidas por la población.

Esta nueva realidad viene siendo anunciada desde hace años en nombre de la revolución digital por instituciones como el Foro Económico Mundial, organismo privado presidido ininterrumpidamente desde su fundación en 1971 (primero como entidad europea) por Klaus Schawb, un economista con pasado nazi y con fuertes inclinaciones fascistas. Los libros de Schawb, La cuarta revolución industrial y Covid-19: El gran reseteo, promovidos en Davos como una agenda del FEM, presentan un futuro inmediato de carácter antidemocrático en el que en nombre de lo que podríamos llamar ultra-liberalismo digital, la revolución digital no estaría sujeta a ningún control social o republicano, sino que sería un destino natural al que adaptarse. En este sentido, según los planes del FEM parcialmente materializados en la agenda 2030, la población debería rendirse a los designios de las principales autoridades mundiales, que no ocultan (pensemos en Bill Gates o Ray Kurzweil) su intención de implementar una política de eugenesia digital disfrazada de lo que se denomina como transhumanismo o singularidad tecnológica. Utilizando una estrategia de choque al estilo de las descritas por Naomi Klein, la gestión oficial de la crisis del coronavirus es un primer intento de fascismo post-liberal que busca implementar en lo que Husserl llamó el mundo de la vida una digitalización no democrática que sea irreversible.

No podemos seguir tratando la crisis del coronavirus como si no fuera una crisis política. Así como en la crisis económica de 2008 no nos entregamos sin una discusión científica y política a los designios del FMI, tampoco debemos someternos ahora sin resistencia o debate público a los de la OMS, su institución paralela. Si en el 2008 había disputas entre economistas que afirmaban que la economía era una ciencia exacta basada en algoritmos y exigían austeridad -el equivalente hoy, salvaguardando las distancias, de medidas restrictivas- y economistas que consideraban la economía como una ciencia social y reclaman un enfoque que tuviera en cuenta la dimensión social del gasto, ahora ocurre lo mismo con la medicina, con la única diferencia de que ese debate, existente y real, se borra de la esfera pública.

El Gobierno de Núñez Feijóo está en la vanguardia de este régimen fascista post-liberal que defiende los intereses de las grandes potencias frente al bien colectivo (recordemos, por ejemplo, el contraste entre la defensa que Feijóo hizo de los intereses privados de las residencias Domus Vi y el ataque que realiza sin prueba alguna a un sector vulnerable como el de la hostelería, al que califica de irresponsable). Haciendo buena la definición de neoliberalismo estatal de Dardot y Laval, el gobierno de Feijóo procura enfrentar a la población entre sí, pidiendo que unos ciudadanos amonesten a otros por haber bajado sus mascarillas en una terraza, para que así la responsabilidad del gobierno se transfiera a la ciudadanía, dando lugar al modelo de sociedad empresarial soñado por el neoliberalismo: una sociedad policial. La recientemente aprobada «Ley de Salud» intensifica esta lógica totalitaria de control antidemocrático de la población al reclamar una «seguridad jurídica» que salvaguarde a la Xunta de Galicia de la seguridad jurídica que tienen los ciudadanos a través de las leyes sobre el poder potencialmente arbitrario del gobierno de turno. Este fascismo post-liberal, que puede decretar la vacunación obligatoria con multas de hasta 600.000 euros en un contexto de confusión e incertidumbre como el actual, o crear campos de internamiento para personas infectadas, solo puede crear la verdad a través de equívocos y falsedades. No se explica de otra manera que el Gobierno de Feijóo no solo no proponga un debate científico público sobre las medidas tomadas, sino que difunda bulos encaminados a fortalecer el statu quo que pueden acabar constituyendo delitos contra la salud pública (en una de sus últimas apariciones, Feijoo afirmó que dos personas que se reúnan con la mascarilla puesta “están blindadas frente virus”, poniendo así en grave riesgo a los ciudadanos con una salud vulnerable que sigan sus consejos).

Sería oportuno que la Xunta de Galicia hiciera públicos los estudios en los que basa sus arbitrarias decisiones -no olvidemos que en Galicia una buena parte de los niños de tres años lleva mascarilla al colegio- para poder someter estos a una discusión pública. Mereceríamos, también, que algunos de los partidos de la oposición del Parlamento de Galicia defiendan nuestros intereses y dejen de una vez por todas de entregarse ciegamente los cantos de sirena de la OMS y otros órganos de gobernanza mundial. Para ello ya contamos con el gobierno central en Madrid.

David Souto Alcalde (Ph.D., New York University) es escritor, así como profesor e investigador de cultura temprano-moderna en Trinity College (EEUU). Ha publicado artículos académicos que exploran el pasado del republicanismo y la relación entre política y literatura. Es autor de los libros de poesía A árbore seca (Espiral Maior, 2008) y Vertixe da choiva (Toxosoutos, 2009). Actualmente prepara un libro sobre la relación entre el republicanismo y la crisis de Covid-19 y está terminando un ensayo titulado Republicanismo barroco. El surgimiento de la imaginación republicana moderna en la literatura del Siglo de Oro español.

Este artículo fue publicado originalmente en gallego por Nós Diario