No es bueno exagerar con los conceptos políticos. No estamos ante un régimen tiránico, ni mucho menos ante un Estado totalitario. Sin embargo la crisis económica está revelando que no podemos hablar tampoco, al menos estrictamente, de democracia en España. Ni siquiera minimizando esencialmente el concepto o desdoblándolo en múltiples modelos. Esta categoría analítica no […]
No es bueno exagerar con los conceptos políticos. No estamos ante un régimen tiránico, ni mucho menos ante un Estado totalitario. Sin embargo la crisis económica está revelando que no podemos hablar tampoco, al menos estrictamente, de democracia en España. Ni siquiera minimizando esencialmente el concepto o desdoblándolo en múltiples modelos. Esta categoría analítica no es útil para significar adecuadamente el conjunto de fenómenos, actores e instituciones que marcan la vida política del país. Si la utilizamos, exageramos.
La crisis económica ha revelado y provocado una crisis política de hondo calado, por lo que parece necesario revisar nuestras concepciones previas para comprender todo su alcance, así como para encarar mejor la salida.
Acabamos de leer en los capítulos precedentes cómo la crisis económica arrancó de un modelo ya de por sí desigual durante los años de crecimiento. La concentración del poder económico en unas pocas manos se ha ido agudizando cada vez más, y esta tendencia resulta clave para comprender las decisiones que se han tomado durante la crisis a espaldas de la ciudadanía, y contra ella. Lo más preocupante es que nuestro régimen político no goza de barreras para impedir todo ello sino que, al contrario, parece fomentarlo.
El concepto de oligarquía, como primer paso, nos puede ayudar a entender mejor qué está pasando. Como señalan Jeffrey Winters y Benjamin Page, el grado de desigualdad de un país es un indicador excelente para medir la fuerza de una oligarquía. Recordemos que España en 2011 muestra un índice de Gini de 0,34, casi a la par con Portugal, siendo superada dentro de la UE-27 solo por Letonia y Bulgaria.
La oligarquía, como veremos, suele convivir con debilitados elementos democráticos. Es un concepto, además, que puede resultar inasible si no se concreta. Nos gobiernan unos pocos, de acuerdo, ¿pero quiénes son? ¿Cuántos? ¿Qué les une como grupo? ¿Sobre qué políticas influyen? ¿A través de qué medios?
Hoy día, y tomando en cuenta lo expuesto en el capítulo anterior, podemos al menos hablar de una oligarquía protagonizada por tres grupos. En el primero irían aquellos que llevan décadas acumulando cargos públicos y dominando el aparato de sus partidos. Si cerramos el círculo a PP y PSOE para el conjunto del Estado español, al PNV en Euskadi y a CiU en Cataluña, no tenemos más que un puñado de personas que se han estado turnando al frente de nuestras principales instituciones en estos últimos 30 años. Son ellos quienes, en última instancia, deciden.
En segundo lugar están los propietarios de grandes empresas, medios de comunicación y bancos. El punto clave reside en cuántas de las medidas políticas tomadas durante los últimos años por el grupo anterior responden a sus intereses, y no al de la ciudadanía, ese 99 %. El fenómeno de las puertas giratorias en sectores afectados por la privatización, como se ha detallado ya en este libro, parece mostrar a las claras quién mantiene la sartén por el mango. También el drama de los desahucios: se expulsa gente por orden de bancos rescatados con dinero público, y se cumple el mandato desde la fuerza policial enviada por el Estado. Estos casos cruciales pueden abrirnos los ojos a una realidad más amplia.
En tercer lugar hay una serie de organismos que se han construido como garantes a nivel internacional del interés económico de estos bancos y empresas, así como del de los grandes accionistas y acreedores. Son quienes, como veíamos también, vienen imponiendo las recetas neoliberales a la hora de gestionar la crisis, las mismas políticas que al menos desde 1980 se han esgrimido para empobrecer a millones de personas y enriquecer multinacionales. Entre estos organismos quienes más nos afectan son la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional, cuyos directivos y burócratas, recordemos, carecen de vínculos democráticos directos con la ciudadanía.
Puede ser útil precisar que esta oligarquía supone un pequeño subconjunto de la clase alta; en concreto, son quienes gozan de gran poder político además de económico. Asimismo, no se trata de élites procedentes de campos diversos. En el centro de sus intereses hay una base material específica: una riqueza que defender y expandir. Esto es lo que los une.
Por otra parte, si al menos estuviéramos en una descafeinada democracia pluralista, tendríamos ante nosotros una influyente diversidad de pequeños grupos intermediando entre la ciudadanía y el gobierno a la hora de lograr demandas muy concretas. Es cierto que colectivos ecologistas, feministas, pro-derechos humanos, de víctimas del terrorismo, antiabortistas, representantes de autónomos y pymes, sindicatos, iglesias, otros partidos minoritarios, plantean sus reivindicaciones. Y a veces se les hace caso, sí. Pero en realidad el grueso de las decisiones, las más importantes, las que determinan el rumbo de nuestras vidas, las toman quienes están en la lista de aquellos tres grupos bien concretos. Y en beneficio propio; sin atender verazmente a nadie más. Quienes tienen un poder de decisión real no serán así más de Cinco Mil personas, como los viejos oligarcas de la antigua Atenas, cuando en España somos 47 millones de habitantes.
Pero, ¿cómo se ha producido una desconexión tal de los cargos públicos con sus representados? ¿Cómo se ha llegado a esta situación?
Para que el vínculo con la ciudadanía exista, y podamos hablar de representación democrática, deberían cumplirse teóricamente una serie de condiciones. Casi nadie duda de que un cargo político no elegido por la ciudadanía, que no responde ante las leyes y que no está obligado a cumplir sus deberes, no es democrático. Sin llegar a tales extremos -que por cierto, cumple a la perfección la figura del rey- sí podemos decir que hoy día, en España, varios elementos hacen dudar de que haya una representación política democrática.
Podemos empezar por la rendición de cuentas. Es sabido que los cargos nacionales, autonómicos y municipales son escogidos por el aparato de sus partidos para ir en las listas electorales. Una vez salen de sus puestos públicos no responden por lo que han hecho. El mecanismo de las elecciones, que en principio debería hacer esa función fiscalizadora para quienes aspiran a la reelección, no solo es insuficiente sino que se está mostrando ineficaz. La corrupción que ha ido aflorando in crescendo durante la crisis revela un estrepitoso fracaso de nuestro país en esta materia.
También hemos de evaluar si el representante actúa con sensibilidad hacia sus representados, o si por el contrario sirve a intereses espurios. Al no ser delegados con un mandato imperativo que cumplir, se acepta que tengan cierta libertad a la hora de tomar múltiples decisiones al día. Con una salvedad, esta independencia no es absoluta. Hay un programa inicial del que un candidato debe informar convenientemente en cada elección y que funciona a modo de promesa; en una democracia, el deber de un cargo público elegido consiste en cumplirlo al máximo. Durante el desarrollo del mandato en sí, además, el vínculo debe ser intenso y continuado con la ciudadanía para lograr una adaptación lo más democrática posible a la contingencia del tiempo político.
Lo que se está revelando en España respecto a los representantes con responsabilidades de gobierno es que el vínculo ha sido fuerte, sí, pero con los grandes banqueros y empresarios, además de con la troika. Donaciones empresariales en época electoral, préstamos bancarios en condiciones favorables que exigen sumisión, reuniones privilegiadas, imposiciones de lo que llamamos Bruselas y otras formas opacas de lobby han generado una concentración de poder político en unos pocos. Recordemos que se reformó la Constitución a su antojo en solo 15 días. Es por todo esto que tenemos que hablar de oligarquía.
Si giramos el prisma y analizamos ahora los tres poderes políticos tradicionales, el menos democrático es precisamente el que más se ha reforzado desde la propia Constitución de 1978. Me refiero al poder ejecutivo, aquel que se encarga de decidir la acción pública. No sólo es que la figura de quien dirige el gobierno, de los presidentes autonómicos o de los alcaldes cada vez posea más atribuciones, o que la censura a la acción gubernamental desde el parlamento sea prácticamente inviable, sino que peligrosamente se ha normalizado el gobernar por decreto.
El parlamento sigue así relegado en demasiadas ocasiones a mera comparsa, cuando no a correa de transmisión de lo que decide el partido que controla el ejecutivo. En teoría tampoco debería ser un frontón mediático, ni un escenario de posiciones bélicas donde cada uno escupe su argumentario al contrario sin escuchar. Debería ser el sitio donde se legisla mediante una deliberación abierta al cambio de posturas, al entendimiento y al conflicto respetuoso entre diferentes. Donde debería acudir también el gobierno para escuchar, repensar, tomar nota y explicar sus decisiones. Se supone que en una democracia la ciudadanía acepta limitar su libertad, obedeciendo unas leyes, porque estas son resultado de un proceso aceptado donde ella es la protagonista. La ruptura del vínculo con los representantes echa esto por tierra. Los partidos políticos que vertebran el parlamento, a su vez, deben ser democráticos y contener en su seno las virtudes de la libre discusión, sin jefaturas opresivas ni control férreo sobre sus miembros.
Sabemos también que en una democracia la separación de poderes debe respetar la independencia de los jueces; que cuando la comunidad política juzga, en teoría lo estamos haciendo todos, por lo que es el pueblo también quien debe conformar la base de cualquier sistema judicial democrático. Se debe garantizar la igualdad entre ricos y pobres frente a los procesos, así como cualquiera puede ser capaz de iniciar una acusación.
En realidad, aunque en este panorama de mínimos tuviéramos una representación política exquisitamente democrática y un funcionamiento adecuado de los tres poderes clásicos -ni siquiera he nombrado las necesidades básicas de participación ciudadana directa-, no podríamos hablar de democracia si no se respetara la equidad entre los ciudadanos en materia económica, si no se garantizara un suelo digno a cada miembro de la comunidad política. Cuando un ciudadano está subyugado en lo económico, no es libre políticamente. Aunque pueda votar cada cuatro años. Carece de tiempo y recursos para informarse, para pensar, dialogar y actuar en política con tranquilidad. Carece de poder individual para oponerse a las injusticias que pueda sufrir en su trabajo o en la ciudad. Es a menudo dependiente, y eso lastra su coraje cívico. ¿Por qué somos un país donde no se va masivamente a la huelga pero sí a las manifestaciones? ¿Es democrático un país donde los trabajadores, amenazados además por el paro y la precariedad, pasan un tercio de su vida en empresas o administraciones jerárquicas donde apenas cuentan para decidir?
Parece así que caracterizar nuestro régimen como democrático es exagerado. La existencia de elecciones, o la conservación de un Estado de Derecho mínimo, son elementos necesarios pero ni mucho menos suficientes para que haya democracia. Asimismo, como último reducto frente a las tendencias oligárquicas que la socavan deberíamos contar con libertades políticas suficientes. Sin ellas la oligarquía no sólo avanza posiciones, sino que ya no sería tan exagerado descender a estadios aún más oscuros.
Capítulo 7 del libro Lo llamaban democracia. De la crisis económica al cuestionamiento de un régimen político (Colectivo Novecento).
http://colectivonovecento.org/2014/04/23/la-crisis-politica-una-representacion-oligarquica/
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