Con toda la oposición repartida entre cementerios, cárceles, exilio y clandestinidad, el régimen tenía el patio interior extremadamente tranquilo. Así fue capaz de trabajar tranquilamente sus maniobras militares y políticas en el Líbano, dónde se dedicó a gestionar los últimos 8 años de guerra civil y a terminar con los restos militares de la OLP […]
Con toda la oposición repartida entre cementerios, cárceles, exilio y clandestinidad, el régimen tenía el patio interior extremadamente tranquilo. Así fue capaz de trabajar tranquilamente sus maniobras militares y políticas en el Líbano, dónde se dedicó a gestionar los últimos 8 años de guerra civil y a terminar con los restos militares de la OLP de Arafat. Ya comenzados los años 90, y tras haber participado militarmente en la alianza capitaneada por EEUU para expulsar al ejército iraquí de Kuwait, el régimen sirio recibió luz verde de la Comunidad Internacional para sentenciar la guerra civil en el Líbano y comenzar una época de presencia militar e influencia política y económica que marcaría para siempre la relación entre ambos países.
Eran buenos tiempos para el régimen de Al-Asad. Había capeado perfectamente el temporal suscitado por la caída de la URSS, y la estrecha relación con el bloque del pacto de Varsovia fue dejando paso a una distensión muy cómoda en la relación con occidente en general y EEUU en particular. De Hafez Al-Asad se dijo siempre que tenía «El corazón en Moscú, pero la cabeza en Washington». Participó en la conferencia de paz de Madrid, y mostró su disposición a comenzar un «proceso de paz» con Israel, y Clinton pronto visitaría Damasco encumbrando una etapa de relaciones con occidente completamente desconocida hasta entonces. Por supuesto, nadie se acordaba de que había miles de prisioneros en las cárceles, muchos de ellos, diez años después de ser detenidos, todavía sin juzgar. Lo importante era haber ganado un nuevo aliado en la zona.
Lejos de aprovechar la coyuntura favorable para acometer reformas, el régimen se limitó a aprobar leyes encaminadas a legitimar y favorecer el estatus de una élite económica formada, básicamente, por oficiales del ejército y de las fuerzas de seguridad que ofrecieron lealtad y servicios a cambio de carta blanca para el expolio descarado de Siria y el Líbano. Había leyes favorables para todo, incluida una que eximía de impuestos a los coches de alta gama adquiridos por empresas amparadas por esa ley. De esta forma, solo a los «influyentes» se les aprobaba la creación de empresas ficticias para poder comprar coches libres de impuestos por los que el ciudadano normal tenía que pagar el 150 o 200% del valor del coche en impuestos de aduana y matriculación. Había que garantizar la exclusividad.
Aparte de asentar a las élite dominante y garantizar sus intereses, el régimen empezaba a pensar en la sucesión. Hafez Al-Asad ya no gozaba de buena salud desde hace años, y por ello se comenzó a promocionar a Basel, su primogénito. La imagen carismática y deportiva del joven ingeniero ayudaron a presentarlo como un militar recto, valiente e inflexible. Pronto empezarían a atribuírsele acciones de contundencia contra bandas de contrabandistas ligados a su tío Rifaat y demás clanes mafiosos cercanos familiarmente al régimen. La proyección internacional corría a cargo de sus triunfos deportivos en campeonatos de hípica, deporte de mucho arraigo y simbolismo en la zona árabe.
Solo un accidente inesperado podía trastocar el plan de sucesión, y eso fue lo que ocurrió. Basel Al-Asad falleció la madrugada del 21 de enero de 1994 en un accidente de coche en Damasco. Era necesario un Plan B, y ese fue Bashar, el segundo hijo de Hafez Al-Asad.
Casi nadie en Siria conocía a Bashar ni sabía nada de él, y la mayoría de los sirios lo vieron por primera vez en el entierro de su hermano Basel, a donde llegó de prisa desde Londres, donde se estaba especializando en oftalmología. El joven médico era todo lo contrario a su hermano Basel, pues en lugar del carisma y la imagen de fuerza del difunto éste tenía una imagen de chico introvertido, tímido y muy poco «militar». Así que hubo que crearle una campaña de promoción completamente distinta: Se le atribuyó un grado militar intermedio sin hacer mucho énfasis en sus méritos castrenses, en cambio se insistió en su formación en occidente (es curioso cómo un régimen de arenga antioccidental de magnitudes casi paranoicas utilizó la formación en occidente como un rasgo a destacar y muy positivo) para dar una imagen moderna y sosegada de un chico inteligente y amante de la ciencia y la tecnología. Mérito suyo, decían, era todo avance que llegaba a Siria: Televisión vía satélite, internet, informatización o telefonía móvil. Así como varias «campañas anticorrupción» en las que cayeron varios altos cargos, el más alto de ellos el primer ministro Mahmoud Al-Zoubi, que acabó, supuestamente, suicidándose. A ninguno de los directores de campaña de imagen del «heredero» le preocupaba solucionar el detalle de que Bashar, aparte de ser el director de una asociación de ciencias informáticas, no tenía cargo ninguno, así que no tenía autoridad para acometer todo lo que le atribuían. Era el hijo de Hafez Al-Asad, y con eso bastaba.
A partir de 1996, y sintiendo que su salud se deterioraba con rapidez, Hafez Al- Asad comenzó a mover sus fichas poderosas para dejarle todo «atado y bien atado» a su hijo, que ya comenzaba a ser recibido con honores de Jefe de Estado en países como Francia y Reino Unido. Lo primero fue abrir una vía de negociación indirecta con Israel que pronto pasaría a ser, por primera vez en la historia política de Siria, directa. Al pueblo sirio le chocó ver en una misma foto a Ehud Barak y a Farouq Al-Shara (actual vicepresidente del país y candidato de la iniciativa árabe a ser el dirigente de la fase transitoria; en aquel entonces ministro de exteriores), sobre todo después de años de maldecir a Anwar Al-Sadat y a Yasser Arafat por «rendicionistas» al haber aceptado negociar con Israel, pero los medios estatales pronto venderían las bondades de un posible tratado de paz con Israel en el plano económico y político. La gente se limitó a esperar, ya que, de todas formas, nadie les había pedido una opinión que, a lo largo de años de terror, se acostumbraron a guardar bien profundo.
Conjuntamente a las negociación con Israel, el régimen tanteo la posibilidad de cerrar el asunto de los Hermanos Musulmanes. Miles de expatriados no favorecían la imagen aperturista y con talante que se quería dar del sucesor. Hubo, según se rumorea, varios intentos de mediación por parte de personalidades y partidos políticos árabes «amigos» de ambos bandos. El régimen estaba dispuesto a permitir el retorno de manera individual y gradual, caso por caso y nunca como colectivo, tampoco permitiría actividad política alguna ni bajo el nombre de Hermanos Musulmanes ni de ningún otro. Los HHMM rechazaron, o Hafez Al-Asad murió antes de que se llegara a un acuerdo intermedio, o ambas cosas.
Los presos de la JND, sobre todo del PC- Bureau Político y el Partido del Trabajo, es decir, los que cumplían condenas más largas, iban saliendo de la cárcel a lo largo de la segunda mitad de los noventa, y era lógico que tantos años de cárcel (entre 8 y 15 años la mayoría, algunos hasta 18) calcificaran su capacidad de reacción en un entorno tan cambiante. La mayoría de la sociedad celebraba «logros» del heredero como las campañas anticorrupción, la suavización de los requisitos para viajar o las amnistías a los presos y aguardaba el cumplimiento de las toneladas de reformas que tendrían lugar, supuestamente, al producirse el cambio de mandatario, y las potencias regionales e internacionales parecían estar muy conformes con los planes de sucesión. No había capacidad política ni tiempo para intentar impedir que un país fuera traspasado en herencia como si fuese una finca privada, así que la oposición decidió esperar y comprobar la veracidad de unas promesas que la mayoría cuestionaba. Muchos se consolaban con la idea de que el heredero estaría obligado a hacer gestos aperturistas para contentar a una comunidad internacional colaboradora con la sucesión, y esas aperturas, por muy pequeñas que fueran, ayudarían a ganar espacio para la acción política. Esperaron. No les quedaba otra.
Hafez Al-Asad murió el 10 de junio de 2001. Ese mismo día se vio una imagen que escenificaba el rapto del Estado y sus instituciones a beneficio de un clan familiar. El parlamento, reunido de urgencia, y tras mostrar llantos y lamentos sobreactuados, decide, en pocos minutos, modificar la constitución rebajando el mínimo de edad de 40 a 34 años, la edad de Bashar Al-Asad. Más tarde lo ascendieron 6 rangos militares de golpe para que pudiera ser nombrado Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas.
Al funeral presidencial acudieron altas representaciones de todas las potencias regionales e internacionales, incluida Madeleine Albright, que se reunió con Bashar Al-Asad rompiendo el protocolo que dictaba que quién debía recibir el pésame oficial era el vicepresidente del país. Era la muestra pública de apoyo estadounidense al sucesor.
Treinta y siete días después de la muerte del padre, y en consonancia con la imagen positiva y prometedora que se había vendido dentro y fuera del país, el nuevo presidente pronunció su célebre discurso del juramento del cargo. En él prometió cambios modernizadores y apertura democrática, aunque no de forma clara y con muchas matizaciones. Daba igual. Era la primera vez que se hablaba de derecho de opinión fuera de la doctrina oficial del país. Ese día comenzó la Primavera de Damasco.
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