El intento de perpetuar el decadente régimen juancarlista, mediante un renovado régimen felipista, está condenado al fracaso. La incoherente pretensión de vincular jurídicamente los inevitables cambios de un Estado plurinacional al fraudulento proceso de la llamada Transición, que siguió a la reforma de la dictadura, “de la ley a la ley”, no parece que sea factible.
El régimen monárquico, resultante de la reforma de la dictadura, es un régimen parlamentario híbrido, con incrustaciones monárquico-franquistas, cuyo principal coralario ha sido la fuga del Rey Juan Carlos, hace ya más de un año, a una abominable dictadura teocrática. Toda una metáfora del régimen vigente.
Una vergonzosa fuga con amagos de retorno que no se materializan. No solo debido a la incesante publicación en la prensa internacional de nuevos escándalos reales, sino también a la tensa espera de su inevitable fallecimiento, pues el tiempo cumple su función. Luctuoso evento que acabaría enterrando con él la caja de Pandora abierta por la fiscalía Suiza, con el posible regocijo de cierto entorno felipista.
Se trata, obviamente, de un exjefe de Estado acosado por sus aberrantes latrocinios, posibilitados por su condición de personaje inviolable, es decir por la impunidad que la Constitución del régimen otorga no solo al que fue sucesor y defensor del atroz legado de Franco, sino también a su sucesor a título de rey, su hijo Felipe VI.
Las investigaciones sobre presuntos delitos que pudiesen alcanzar al rey Felipe quedarían vedadas, no solo por la inviolabilidad del actual monarca sino, sobre todo, por tan inevitable y quizá azaroso acontecimiento. Cuídese, pues, Rey emérito de las cloacas del régimen.
La monarquía busca su legitimidad erigiéndose en muro infranqueable a las aspiraciones y derechos democráticos de los pueblos del Estado, siendo el ejército junto con la judicatura -el aparato represivo heredado de la dictadura- el cancerbero de esta cárcel de pueblos, que claman por su libertad.
La unidad del Estado no está por encima de los Derechos Humanos. Es una exigencia irrenunciable de una sociedad más libre, más justa y democrática.
Catalunya debe poder ejercer su derecho a la autodeterminación, y quizá a su ansiada independencia, si así lo decidiese mayoritariamente el pueblo catalán. Es exigible democráticamente que tal proceso sea pacífico por ambas partes y se desarrolle de forma dialogada y, finalmente, pactada.
Sin embargo, las fuerzas democráticas que apoyan la mesa de diálogo han de tener bien presente algo elemental, algo que evidentemente no ignoran: sin la proclamación de la República en todo el Estado, y la apertura de un proceso constituyente en libertad, todo esfuerzo de diálogo será vano y estará condenado al fracaso. En efecto, la reclamada amnistía, y la anhelada proclamación de la República de Catalunya, son inviables; lo impide la vigente constitución monárquica, con toda la fuerza represora de un Estado escasamente democrático.
Los lazos de fraternidad y concordia que es preciso preservar y afianzar entre nuestros pueblos, junto al imparable proceso de unidad europea, hace aconsejable que la mesa de diálogo analice seriamente la viabilidad de un valeroso pacto republicano, que no se apoye en la amenaza militar ni en la represión judicial, sino en la expresión libre y democrática de los pueblos y naciones sin Estado de la Península Ibérica.
Es la única alternativa posible, a mi juicio, que garantiza un futuro en paz y libertad de este entrañable pedazo de Europa que, a lo largo de la historia, hemos convenido en llamar España.
Quizá un día no tan lejano esta vieja Nación llegue a formar parte de una Republica confederal ibérica, en el marco de una Unión Europea más libre, más justa y democrática.
Manuel Ruiz Robles es Capitán de Navío de la Armada, miembro de la UMD y del Colectivo Anemoi. Presidente Federal de Unidad Cívica por la República.