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La epidemia palestina

Fuentes: Komite Internazionalistak

Es difícil poner en duda que los palestinos no son un pueblo sino una epidemia, una verruga, una mancha. Nunca antes la unanimidad había sido tan completa: todo están de acuerdo en que hay que acabar con ellos, en que hay que arrancarlos del cuerpo de la humanidad, en que hay que borrarlos del mapa. […]

Es difícil poner en duda que los palestinos no son un pueblo sino una epidemia, una verruga, una mancha. Nunca antes la unanimidad había sido tan completa: todo están de acuerdo en que hay que acabar con ellos, en que hay que arrancarlos del cuerpo de la humanidad, en que hay que borrarlos del mapa. Todos: Israel -por supuesto- para el que la existencia misma de los palestinos amenaza su supervivencia bellaca; los EEUU, a los que los palestinos estorban en su expansión imperialista; la UE, a quien los palestinos molestan con sus impertinentes reclamaciones de justicia; los gobiernos árabes, que someterían aún mejor a sus poblaciones sin el dolor palestino; e incluso una parte de la dirección política palestina, cuya rendición interesada no encuentra más obstáculo que la propia población palestina. En un circo romano, y si el voto fuese secreto, el 90% de las naciones del mundo apoyaría la solución final para el pueblo palestino; y todos respirarían aliviados cuando con el último palestino se hubiese suprimido también la necesidad de cometer un crimen permanente para garantizar una injusticia radical.

Los palestinos son conscientes de que ninguna concesión, salvo la de su existencia misma, apaciguará a sus verdugos. Si lloran, los matarán mientras lloran; si suplican, los matarán despreciándolos; si se arrodillan, los matarán de rodillas. Por eso los palestinos no lloran y no suplican; por eso se mantienen de pie. La dignidad es una epidemia, una verruga, una mancha. Cada tejado defendido, cada pared reconstruida, cada olivo enraizado, cada tomate cosechado, cada niño parido entre ruinas, cada madre convertida en escudo, recontaminan una y otra vez la tierra de dignidad. Y cada vez que ella se yergue -cada minuto- todos corremos, asustados y ofendidos, a fumigar a los contaminadores con misiles para evitar que nos contagien su sed de justicia y sus ganas de luchar.