El pasado 7 de octubre de 2009 se ultimó prácticamente el acoso y derribo al principio de justicia universal en nuestro país, introducido en la Ley Orgánica del Poder Judicial en 1985 por vía del artículo 23.4, que permitía perseguir delitos de genocidio y cualquier otro que «según los tratados o convenios internacionales, deba ser […]
El pasado 7 de octubre de 2009 se ultimó prácticamente el acoso y derribo al principio de justicia universal en nuestro país, introducido en la Ley Orgánica del Poder Judicial en 1985 por vía del artículo 23.4, que permitía perseguir delitos de genocidio y cualquier otro que «según los tratados o convenios internacionales, deba ser perseguido en España». Este funesto día para la persecución de los crímenes contra la Humanidad el Senado aprobó la reforma de este artículo, gracias al cual cualquier juez español podía abrir una causa contra atrocidades cometidas en cualquier parte del mundo. El portavoz de Justicia del PP en el Senado, Luis Conde, estaba exultante al haber conseguido terminar con algunos «juececitos», según su propia denominación. Se refería a los jueces que han abierto causas contra verdugos que han aterrorizado a sus pueblos con asesinatos, torturas y otras intimidaciones que constituyen delitos de lesa humanidad. Al señor Conde le costaba contener la alegría por devolver la impunidad a estos sujetos.
El principio de justicia universal se abrió camino en fecha tan temprana como 1961, cuando el Estado de Israel juzgó a Adolf Eichmann, dirigente nazi que había escapado de los juicios de Nuremberg y que había sido secuestrado ilegalmente en Argentina por agentes israelíes precisamente para sentarlo en el banquillo. Es paradójico que ahora Israel haya presionado a España para desactivar este principio ante la causa abierta por unos crímenes en Gaza en 2002. En esta acción Israel provocó 14 muertos. Para qué hablar de las presiones que están ejerciendo Israel y Estados Unidos contra el informe encargado por la ONU sobre los crímenes cometidos en diciembre de 2008, con más de 1400 muertos, informe dirigido por un juez sudafricano.
La puntilla al principio de justicia universal perpetrada el pasado día 7 no hace más que continuar la política seguida por el Estado español ya desde la Ley Orgánica de Cooperación con la Corte Penal Internacional, en la que (artículo 7.2) se cercena el principio al establecer que si se presenta una denuncia o querella en nuestro país, referida a autores de delitos de esta naturaleza que no son españoles, el órgano ante el que se ha presentado la denuncia se limitará a informar al denunciante o querellante de la posibilidad de acudir a la Corte Penal Internacional, cuando este organismo tiene un carácter complementario de las jurisdicciones nacionales (o sea, la obligación de investigar crímenes contra la Humanidad es en principio del Estado, no de la Corte).
Pero la labor en pro de la impunidad no termina aquí, sino que el PSOE (el PP aquí no cuenta, no le cabe a uno esperar que la derecha pura y dura haga algo en pro de la justicia, ni social ni penal) se prestó, so pretexto de «ampliarlos», a recortar los derechos de las víctimas del franquismo, reconocidos por el derecho internacional de derechos humanos, de obligado cumplimiento por el Estado español. Así, los perpetradores nacionales de crímenes de guerra y de lesa humanidad, ya gozan de su ley «de punto final» con la Ley 52/2007, conocida como Ley de la Memoria Histórica, que desactiva todos los posibles mecanismos que las víctimas del franquismo pudieran utilizar para resarcirse de los crímenes cometidos por este ominoso régimen. Mecanismos previstos en la legislación internacional en materia de derechos humanos («Convención Internacional para la protección de todas las personas contra las desapariciones forzadas», «Principios relativos a una eficaz prevención e investigación de las ejecuciones extralejales, arbitrarias o sumarias», «Principios básicos sobre el derecho de las víctimas de violaciones manifiestas de las normas internacionales de derechos humanos y de violaciones graves del derecho internacional humanitario a interponer recursos y obtener reparaciones», etc.) y que el Estado español tiene la obligación de cumplir. En concreto, esta ley imposibilita ejercer los tres derechos que tienen las víctimas de crímenes contra la humanidad: derecho a la verdad (el Estado se niega a investigar, y ni siquiera permite a las víctimas conocer los nombres de los perpetradores de crímenes), derecho a la justicia y derecho a la reparación. La ley no «amplía» derechos a las víctimas, como proclama, sino que los limita estableciendo cortapisas contrarios a las normas de derecho internacional, según diversos informes de Amnistía Internacional y de otras organizaciones de derechos humanos. El esperpento llega al extremo de que puede ser que el único que pague por los crímenes franquistas sea el juez que ha iniciado actuaciones para aclararlos.
Como vemos, entre 2003 y 2009, prácticamente un lustro, nuestros parlamentarios han trabajado denodadamente por corregir el espíritu de persecución de los crímenes más graves cometidos contra la Humanidad, introducido en el artículo 23.4 de la Ley Orgánica del Poder Judicial. No tiene, desde luego, nada de sorprendente que el Estado español se niegue a investigar los crímenes en suelo ajeno cuando no está dispuesto a investigar los perpetrados en el propio. Quizás el principio de justicia universal haya que invocarlo desde otro país para denunciar a nuestros gobiernos (sean de un partido o de otro) por negarse a investigar y a reparar los crímenes cometidos en nuestro territorio durante una de las más feroces dictaduras que han existido en la historia; crímenes que, según los tratados de los que es parte nuestro país, está obligado a investigar. Así, a lo mejor se nos quita la manía de ir por el mundo dando lecciones de cómo hay que llevar a cabo la transición de una dictadura a una democracia.
Pedro López López es Profesor de la Universidad Complutense
Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.