Los ideales que inspiraron a la revolución cubana están secuestrados por una clase burocrática que avanza en el camino del agotamiento y la desmovilización interna
Soy un producto «genuino» de la obra revolucionaria: nacido en 1987, mis recuerdos de los últimos años de bonanza económica subsidiada por la Unión Soviética son prácticamente inexistentes, pero comienzan cuando la participación y la entrega de la mayoría iban sin cuestionamientos tras los llamados a tareas colectivas desde el liderazgo del país, especialmente de Fidel.
Fui educado en plena crisis de los años noventa por profesores que, sin tener casi qué comer, no dejaron de ir a las escuelas. Fui dirigente de los Pioneros y la federación estudiantil de la enseñanza media; soy graduado de periodismo en una universidad cubana en la que no tuve que pagar un centavo por matrícula o libros, y participé con entusiasmo, tras mi graduación, en el llamado para «cambiar todo lo que debe ser cambiado» en el sistema de medios estatales del país.
Hoy, en cambio, soy considerado un «subversivo» y un «mercenario» por el sistema en el que he decidido seguir viviendo, aunque sea al margen de la legalidad y en condición de outsider de la institucionalidad estatal y gremial.
¿Mi falta? Impulsar un ejercicio de la comunicación pública y el periodismo fuera del control del Partido Comunista, que hace balance y seguimiento del poder y de su pensamiento.
Y ahí llegué después de confirmarme que, desde dentro, muy poco o nada se puede hacer para transformar una estructura que perdió hace muchos años su capacidad autorregenerativa y sólo reproduce conservadurismo.
En manos de esa estructura está construir y multiplicar sentidos que reproduzcan y mantengan activos los «ideales» de un modelo único en el mundo. Y aunque deteriorados por el efecto de años de sacrificios materiales e idas y venidas políticas (pero especialmente por el sostenido distanciamiento entre el discurso oficial y la realidad cotidiana), los valores fundacionales de la revolución cubana todavía subsisten y generan capital de movilización.
El altruismo, la solidaridad, las ansias de justicia social, el humanismo y la defensa de la soberanía nacional emergen lo mismo en el edificio donde un vecino necesita ayuda que ante coyunturas de desastres, discriminaciones, actos de inhumanidad e injerencia externa.
Pero esos mismos valores (fomentados, enseñados, inculcados) han comenzado a diluirse entre jóvenes y adolescentes que hoy, en creciente mayoría, se muestran menos interesados en replicar sacrificios y retóricas y ponen la prosperidad económica como la meta principal de sus vidas.
Ante la realidad del bloqueo económico y político desplegado por Estados Unidos desde inicios de los años sesenta, construir a la defensiva ha sido imperativo. Pero también pretexto.
Bajo el antiguo precepto de que en plaza sitiada cualquier disidencia es traición, la capacidad de respuesta del sistema socialista cubano ante lo diferente se ha configurado y mantenido en niveles sumamente bajos.
Para controlar han echado mano a varias prácticas cuestionables en el ordenamiento y la aplicación de la justicia. La primera es la vaguedad en las regulaciones, por ejemplo, con prohibiciones de crear o distribuir «contenidos lesivos a los valores éticos y culturales», sin definir cuáles son esos valores.
Otra muestra es la discrecionalidad en la aplicación de las leyes y el doble rasero en las decisiones: centenares de solicitudes esperan ser aprobadas en el registro de asociaciones del Ministerio de Justicia desde hace una década, pero en menos de tres años un artista extranjero consigue que le dejen tener una Ong en Cuba; sencillamente porque tiene la voluntad (a favor) del más alto nivel de «dirección del país» de su lado.
Indefensión
A todo ello súmese la dificultad para acceder a la justicia colegiada para reclamar una decisión de la administración estatal. En la inmensa mayoría de los casos quien decide si procede la reclamación ante un decomiso policial, por citar un caso, es el jefe de los policías; y el afectado no tiene oportunidad de llevar esa decisión a un tribunal.
Todo ello ha colocado a los ciudadanos en una situación de indefensión tal ante el Estado que se rompe cualquier ideal del rol del funcionariado como «servidor público» en un sistema de justicia social. Por más que lo digan, los funcionarios en Cuba no se deben al pueblo, sino a sus jefes.
En las últimas décadas la aspiración democrática que radica en las bases mismas del socialismo ha sido moldeada y resignificada a conveniencia de la gobernabilidad. Y ese es un juego peligroso para el prestigio.
De un día para otro hemos pasado de ir a prisión por tener dólares estadounidenses en las manos, a necesitarlos desesperadamente. Hemos pasado de ser discriminados en tierra propia al no poder entrar a hoteles o tener teléfonos celulares, a ser el segundo mayor mercado de ingresos para el turismo y generar una de las fuentes de divisas más frescas para la exhausta economía nacional con las «recargas de saldo».
Y para aportar el gesto más reciente, los voceros oficiales han pasado de condenar al béisbol profesional como «la pelota esclava», a firmar un acuerdo con la organización de las Grandes Ligas estadounidenses para que los peloteros cubanos puedan contratarse en «la gran carpa» a través de la federación del deporte en el archipiélago.
Cada decisión ha respondido a una coyuntura distinta, pero las consecuencias en las vidas de las personas han sido demasiado concretas como para no poner en crisis la subjetividad de los valores que las han sustentado.
La práctica-pragmática política de 60 años en el gobierno, en manos de las mismas personas, comienza a pasar factura en la credibilidad. Hemos visto demasiados ires y venires de un punto a su opuesto, dichos o ejecutados por las mismas personas.
Quien lo señale, lo alerte, cae con mucha facilidad en el bando de los incómodos. La «debilidad político-ideológica» cae como sambenito cuando se pone en cuestión una decisión «de arriba». Casi todo aquel que ha tenido un pensamiento propio, incluso hereje, ha pagado consecuencias por intentar hacer más flexible el orden dentro de la plaza sitiada.
Pero ¿cómo creer a quien donde dijo «digo» dice «Diego»? El cinismo, la simulación a conveniencia, se convierten en «antivalores» útiles para capear las consecuencias de ser transparente u honesto en un momento en que no es «conveniente» políticamente. En ese proceso muere la sincera participación en la construcción colectiva de un proyecto, aunque no se haya dejado de creer en los mismos valores compartidos.
Está inconclusa nuestra república (la de José Martí, «con todos y para el bien de todos») porque una «vanguardia» autoerigida en poseedora de todo el saber y el poder, legitimada por un sistema representativo de votación indirecta, afirma gobernar en nombre de todos, aunque en realidad sea en nombre de su tranquilidad.
Si socialismo es socializar el poder, la propiedad, la riqueza, el conocimiento, la información… todavía hay oportunidad para construir consenso; pero no de la mano de un aparato que fabrica enemigos a conveniencia.
En cada joven que ha sido sancionado, señalado como problemático, obligado a aceptar una imposición que con el paso del tiempo los mismos que la impusieron flexibilizan, se ha levantado un valladar y sembrado el germen de la desconfianza.
Los ideales se agotan cuando quienes deben mantenerlos frescos, vitales, persisten en el camino de la exclusión. Van avanzando en su ruta sólo con los dóciles y con los que tienen el don de la oportunidad (para simular sus posturas o esconderlas y adaptarlas a las circunstancias), y esa puede ser la receta perfecta para entrar a un callejón sin salida mientras se afirma buscar la ruta que conduce al campo abierto de todas las libertades.