Introducción y traducción de Manuel Talens para Cubadebate, Rebelión y Tlaxcala
Introducción: Del Abencerraje a Gilad Atzmon o De cómo el cumplimiento del deseo desactiva la esperanza
La desesperación fatiga hasta que se tiene por cierta,
y la esperanza hasta que se cumple el deseo.
Historia del Abencerraje y de la hermosa Jarifa
Hoy en día, Gilad Atzmon no es ningún desconocido para el público lector de habla hispana. Sí lo era en el año 2003, cuando me topé por casualidad con un artículo suyo que acababa de publicar en Counterpunch. Yo entonces todavía guardaba ciertas formas de la netiqueta y, antes de traducirlo al español, le escribí respetuosamente para pedirle permiso. Por supuesto, me lo dio de inmediato y aquel primer artículo publicado en Rebelión, «Los errores más habituales del pueblo israelí«, marcó no sólo el principio de su ascendencia entre los lectores como autor lúcido y riguroso, sino también de nuestra amistad.
Hay algo en su escritura que me atrajo de inmediato. Siendo como es un autor casi monotemático (aunque a veces escribe sobre jazz -la música es su profesión «oficial»-, la mayor parte de sus artículos versan sobre las raíces conceptuales de ese complejísimo conflicto implantado en Oriente Próximo por Naciones Unidas con la creación artificial en 1948 del Estado de Israel), sus conclusiones son siempre agudas, pero nunca panfletarias. Aclararé de inmediato que, en principio, no tengo nada contra los panfletos. Es más, creo haber dicho ya en público que en estos tiempos ideológicamente descafeinados el panfleto cumple una función política necesaria, si bien todo lo que gana en espontaneidad y en poder incisivo lo pierde en reflexión. Gilad Atzmon es, ante todo, un autor reflexivo. No en vano hizo estudios de Filosofía antes de tomar la decisión de consagrar su vida al jazz.
Con él he aprendido (y nuestros lectores también) a avanzar por la intricada selva conceptual del sionismo, a no caer en el ardid de convertir en sinónimos dos términos que no tienen nada que ver entre sí -antisionismo y antisemitismo- y, por encima de todo, a analizar lo judío desde el punto de vista de la identidad, concepto que elimina de inmediato cualquier noción racial y desactiva la «trampa antisemita» que el sionismo tiende a cualquiera que se atreva a criticar los actos criminales cometidos -de forma fraudulenta en nombre de la judeidad- por el racista Estado de Israel (un Estado sólo para judíos, no lo olvidemos).
El artículo que hoy traduzco y comento, «La experiencia judía contemporánea», es una nueva vuelta de tuerca en el proceso analítico atzmoniano de deconstrucción del sionismo. Tiene la particularidad de arrojar una luz distinta sobre este problema hasta hoy insoluble. La hipótesis que Atzmon ha decidido calificar de experiencia judía contemporánea es, al mismo tiempo, simple y revolucionaria como todas las grandes ideas y se basa en una simple premisa, magistralmente descrita en una novelita morisca anónima del siglo XVI español: Historia del Abencerraje y de la hermosa Jarifa. El Abencerraje, perdidamente enamorado de Jarifa, relata sus estados anímicos ante la ausencia de la amada. La frase que he puesto en exergo, «La desesperación fatiga hasta que se tiene por cierta, y la esperanza hasta que se cumple el deseo», es el equivalente literario de la nostalgia milenaria que el judío de la diáspora siente ante la ausencia de la Tierra Prometida. Gilad Atzmon no ha hecho más que aplicar el sentido común para llegar a una conclusión sorprendente: si todo ser humano sabe que una vez cumplido cualquier deseo desaparece la ansiedad de su anterior incumplimiento, es lógico deducir que cuando el sionismo hizo posible realizar el viejo sueño colectivo de la diáspora al crear de la nada el Estado de Israel, los israelíes -que por haber nacido en él no son seres deseantes, sino ciudadanos con pasaporte de un país- ya no tienen nada que añorar: el sueño se ha hecho realidad. Se establece, pues, una ruptura entre los judíos de la diáspora, que siguen siendo sionistas, pues en su inconsciente pervive el deseo del retorno a Sión, y los judíos nacidos en Israel, que ahora son sólo israelíes, pues viven en Sión. La interacción entre los que desean y los que han dejado de desear es lo que Atzmon califica de experiencia judía contemporánea,
Desde el punto de vista del razonamiento psicológico, la hipótesis me parece brillante. Otra cosa muy distinta es que el no tan amplio cuerpo de autores que reflexionan sobre el sionismo y sus consecuencias llegue a aceptarla. El mero hecho de afirmar que los israelíes no son sionistas supone un cambio de paradigma tan trascendental que muchos se negarán a adoptarlo como premisa. Es muy pronto aún para darle una aplicación práctica a la idea, si es que llega a aceptarse, y me estoy refiriendo en concreto al famoso «¿qué hacer?» leniniano. ¿Qué tácticas deberán aplicar los militantes antisionistas que desean terminar de una vez por todas con el apartheid en Israel y con el lento genocidio que practica el «Estado sólo para judíos» contra los palestinos? ¿Será necesario diseñar dos estrategias diferentes de lucha, una para los que todavía idealizan a Israel desde fuera de sus fronteras y otra para los que desean escapar del infierno en que se ha convertido? Atzmon no lo aclara en su ensayo, pero doy por hecho que seguirá reflexionando y en un próximo futuro asistiremos al fruto de sus cavilaciones.- Manuel Talens
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Durante más de medio siglo, quienes trataban de enfrentarse a las fuerzas que subyacen al paradigma israelí han estado asociando la política y la práctica israelíes con el sionismo y la ideología sionista. Lamento decirles que se equivocaron por completo. Es verdad, el proyecto del sionismo establece el saqueo de Palestina en nombre de la aspiración nacional judía; también es verdad que Israel ha logrado convertir la teoría sionista en una práctica opresiva y homicida devastadora. Sin embargo, los israelíes o, para ser más precisos, la mayoría de los judíos laicos nacidos en Israel, no se sienten ni motivados ni enardecidos por la ideología sionista, cuyos símbolos y principios carecen de significado para ellos. Por muy raro que pueda parecer, para los judíos laicos nacidos en Israel el sionismo es algo ajeno o, como mucho, una noción arcaica.
Dado que a muchos de los israelíes les resulta confusa la noción de sionismo, buena parte de las críticas etiquetadas de antisionistas tienen poco efecto en Israel, en su política o en sus ciudadanos. En otras palabras, durante los últimos sesenta años, quienes han estado utilizando el paradigma del sionismo y su antípoda no han hecho otra cosa que predicar a convertidos.
Ya va siendo hora de revisar por completo la amalgama formada por Israel, el sionismo y la judeidad.
Viaje interior
Una vez al año, por Pascua, mi familia me deja en Londres durante dos semanas. Tali, mi mujer, y nuestros dos hijos, Mai, de 12 años y Yann, de 7, hacen un viaje a Israel. Mi mujer lo llama visita familiar, insiste en que los niños deben ver a sus parientes cercanos y en que mis opiniones sobre Israel, la identidad judía y el sionismo mundial no deben interponerse en su camino ni interferir en los asuntos familiares. Por razones obvias, yo nunca voy con ellos. Hace diez años decidí que, a menos que Israel se vuelva un Estado de sus ciudadanos, no tengo nada que hacer allí.
En nuestros primeros años como padres en Londres, Tali y yo solíamos discutir sobre su elección favorita para las vacaciones de Pascua. Al principio no me parecía bien. Le insistía en que llevar a niños inocentes al apartheid del «Estado sólo para judíos» no iba a ayudarles a sentirse bien en el futuro y, de hecho, podría distorsionar su sentido ético. Tali desechaba mis temores, alegaba que debíamos tratar a nuestros hijos como seres humanos libres. Tienen derecho a ver a su familia y a ellos les corresponde decidir cuándo están preparados para hacerlo.
Cuando eran muy pequeños encontraba difícil argumentar mi posición. Mai y Yann no estaban interesados en complejidades políticas o éticas. Sin embargo, conforme fueron creciendo, sus repetidas estancias en el pueblecito hebreo llegaron a convertirse en un importante capítulo educativo, más para mí que para ningún otro. El hecho de observar a mis hijos transformados en israelófilos me abrió los ojos. Comprendí el impacto de Israel y del sionismo a través de los ojos juveniles de mis hijos británicos. Había aprendido a admitir lo fácil que es enamorarse de Israel.
Mis hijos adoran ir allí. Adoran el cielo azul, el mar, las playas arenosas. Supongo que adoran el humus y el falafel. No hace falta ser un genio para darse cuenta de que todo lo que acabo de mencionar forma parte del territorio, es decir, de Palestina, no del Estado de Israel. Sin embargo, la cosa no termina ahí. También adoran hablar en hebreo rodeados de hebreoparlantes, reír e incluso disgustarse en hebreo. Adoran la desfachatez hebrea, intrínsecamente unida a la espontaneidad israelí. Al fin y al cabo, el hebreo es su lengua materna.
Cuando Tali y los niños aterrizan de vuelta en la nublada Londres se sienten confundidos y desorientados por un tiempo. Tali se vuelve ligeramente nostálgica al pensar en la exitosa carrera teatral que abandonó. Está claro que todo eso es normal. El caso de mis hijos es ligeramente más complicado. Son británicos. Aunque el hebreo es su lengua materna, el inglés es su primera lengua. En Londres extrañan algunas libertades que valoran de allí: les gustaría seguir jugando en los campos abiertos, bañarse bajo el glorioso sol Mediterráneo, inundados por las flores de la árida primavera. Pero lo más perceptible es que Israel les resuelve lo que parece ser su inevitable complejo identitario. Mientras aquí, en Londres, su identidad étnica les incomoda, pues nunca pueden determinar quiénes son -ex israelíes, ex judíos, judíos laicos, cristianos por cultura, descendientes de un palestino de lengua hebrea, los hijos de un notoriamente orgulloso personaje que se odia a sí mismo, etc.-, en Israel, y sobre todo en el entorno familiar, ninguna de esas preguntas se plantean. Los israelíes tienden a aceptarlo a uno como hermano, siempre que no sea árabe. Mientras que en el multiétnico Londres mis hijos a menudo se enfrentan con preguntas obvias sobre su origen, que les resultan difíciles de responder a causa de mí mismo y de mi posición, en Israel tales preguntas son inexistentes.
Cuando mis hijos regresan a Londres, durante una semana me hacen sentir como si fuese yo y mi locura quienes les impusimos estas condiciones de exilio invernal. En el fondo de mí mismo sé que tienen razón. «Eso es lo que hay», es todo que puedo decir en mi defensa.
Cuando regresan, durante una semana mis hijos son ligeramente sionistas. No es que estén en desacuerdo con lo que digo sobre Palestina, no es que hayan adoptado ninguna aspiración nacional judía ni tampoco que cierren los ojos ante el sufrimiento de los palestinos. De hecho, al pequeño, que tiene siete años, le horroriza el muro gigantesco y no deja de preguntar por la gente que vive del otro lado. Pero hay algo que experimentan en Israel, algo que convierte al sionismo en el discurso que mayor éxito ha tenido entre los judíos de la diáspora desde hace más de dos milenios. No es la ideología lo que convierte en apetecible el sionismo, a mis hijos no les preocupa la ideología, ni siquiera saben lo que significa la palabra. Tampoco es la política, ellos no están al tanto de esas cosas. Tiene que ver con el hecho de pertenecer. El sionismo es un identificador simbólico: ofrece un orden imaginario a los judíos de la diáspora, da un significado a cada posible apariencia, crea un mundo coherente y consecuente; da nombre al mar, al cielo, al sol, al territorio, a la fraternidad, al deseo y a la amistad. Pero también da un nombre al enemigo, a los gentiles (goyim) e incluso a los judíos que se odian a sí mismos. El sionismo es un orden lúcido y, por desgracia, también despiadado y homicida.
A través de los ojos de mis hijos tengo la oportunidad de estudiar el significado de Israel en vez de su política o sus hechos. A través de ellos puedo ver qué es lo que ofrece Israel y cuán enérgico puede ser. Al analizar la empática relación de mis hijos con Israel he comprendido que la «experiencia judía contemporánea» se basa en dos parejas dialécticas distintas. La una enfrenta a Eretz Yisrael y a la diáspora [1], mientras que la otra puede formularse así: «Ámate a ti mismo tanto como odias a los demás».
Eretz Yisrael y la diáspora
«Soy un ser humano, soy judío y soy israelí. El sionismo era un instrumento para mudarme desde mi estado de ser judío al estado de ser israelí. Creo que fue Ben Gurion quien dijo que el movimiento sionista era el andamio para construir la casa y que, una vez establecido el Estado, habría que desmontarlo.» (Abraham Burg, «Leaving the Zionist ghetto» en una entrevista con Ari Shavit, 25 de julio de 2007)
El sionismo significa poco o nada para los israelíes laicos nacidos en el país. Si la función del sionismo es mantener la idea de que los judíos tienen derecho a una patria en Sión, el israelí nativo disfruta de esa realidad. Para él (o para ella), el sionismo es un remoto capítulo histórico relacionado con una vieja fotografía de Theodor Herz, el hombre barbudo que lo imaginó. Para los israelíes, el sionismo no es una transformación que deba ocurrir (pues ya ha ocurrido), sino un capítulo histórico bastante aburrido, anticuado y fatigoso, puro blablablá. Es mucho menos interesante que asuntos contemporáneos como los sobres con dinero negro que recibe Olmert o como el espectáculo del candidato Obama convertido en portavoz israelí. De hecho, Galut (la diáspora) tiene malas connotaciones para los nuevos israelitas. Está relacionada con guetos, con la vergüenza y la persecución, desde luego nada que ver con Manhattan ni con el Soho de Londres. Dicho de otra manera, los israelíes no asocian su emigración fuera de Israel como un retorno a la diáspora. Al igual que cualquier otro emigrante, sólo buscan una vida mejor. Preciso es señalar que para la mayoría de los israelíes, Israel está lejos de ser un lugar glorioso y heroico. Es natural, después de sesenta años con la misma mujer, puede que ya no aprecien su belleza.
El denominado «israelí», es decir, un judío laico nacido en el país, producto radiante del sionismo posrevolucionario, está ahora tan acostumbrado a vivir en la región que ha perdido su instinto judío de supervivencia y adopta la interpretación más hedonista del individualismo occidental, el cual suprime la última reminiscencia del colectivismo tribal. Puede que esto explique por qué Israel fue derrotado en la última guerra del Líbano. El nuevo israelí no entiende por qué debería sacrificarse en un altar judío colectivo. Está mucho más interesado en explorar los aspectos pragmáticos de la filosofía de la «buena vida». Esto puede también explicar por qué el ejército israelí no logra neutralizar la amenaza cada vez mayor de los misiles Qassam: para lograrlo, los generales israelíes deberían poner en marcha tácticas de infantería, que exigen la bravura como premisa. Pero todo hace suponer que los israelíes aprendieron la lección en Líbano: las sociedades hedonistas no producen guerreros y, sin auténticos guerreros espartanos, es mejor luchar desde lejos. Por eso, en vez de enviar a Gaza unidades especiales de infantería al amanecer, es mucho más fácil arrojar bombas sobre vecindarios superpoblados o rendir de hambre a sus habitantes. Huelga decir que los palestinos, los sirios, Hezbolá, los iraníes y el mundo musulmán se han dado cuenta: son testigos de las cobardes tácticas israelíes y saben que los días de Israel están contados.
Por muy alarmante que pueda parecer, los israelíes no están muy preocupados ante su cada vez más inevitable realidad, al menos en el plano de la conciencia. Dado que su instinto de supervivencia tribal se ha visto reemplazado por el individualismo, el joven israelí se inquieta más por su supervivencia personal que por cualquier proyecto colectivo. El israelí puede llegar a preguntarse, «¿cómo diablos puedo irme de aquí?». El nuevo judío laico israelí es un escapista. Tan pronto como termina su servicio militar obligatorio se precipita hacia el aeropuerto o aprende a «desconectar» todos los canales de noticias. El número de israelíes que abandonan su patria aumenta a diario. El resto, los que no pueden irse, desarrollan una apática cultura de la indiferencia.
Beaufort y Sderot
Hace poco he visto Beaufort, una muy premiada película de guerra israelí. Aunque no me ha parecido maravillosa desde el punto de vista cinematográfico, sí que es una admirable exposición del cansancio y el derrotismo israelíes. Cuenta la historia de una unidad especial de infantería parapetada en un búnker dentro de una fortaleza bizantina situada en la cima de una montaña del sur de Líbano. La acción se desarrolla en el año 2000, durante los días previos a la primera retirada israelí de aquella zona. Los pelotones israelíes están rodeados por combatientes de Hezbolá, de día y de noche viven en trincheras, se esconden en refugios de cemento armado y soportan una lluvia constante de morteros y misiles. Aunque todos ellos tienen planes para después del infierno en el que están atrapados, mueren uno a uno a manos de un enemigo al que ni siquiera ven.
Los israelíes han adorado Beaufort, pero el resto del mundo parece menos convencido de su calidad cinematográfica. Si alguien se pregunta por qué a los israelíes les ha gustado tanto, he aquí mi respuesta. Para los israelíes, la situación en Beaufort es una alegoría de un Estado que llega a comprender su temporalidad y la futilidad de su existencia. De la misma manera que los soldados israelíes sueñan con escapar tan lejos como les sea posible, ya sea a la ciudad de Nueva York o «drogados hasta las cejas» en Goa, la sociedad israelí está aceptando la inevitabilidad de su final. Al igual que los soldados de la película, los israelíes quieren ser usamericanos, parisinos, londinenses y berlineses. El número de israelíes que hacen cola para obtener pasaportes polacos aumenta a diario. La película Beaufort es una metáfora de una sociedad que se sabe sitiada y termina por comprender que no tiene escapatoria, ni física ni a través de su cada vez mayor indiferencia.
Es curioso: mientras que los soldados de la película Beaufort y los habitantes reales de Sderot o Ashkelon sienten que allí nada los retiene y piensan confusamente en escapar y salvar su pellejo, para el judío de la diáspora Israel es un luminoso modelo de gloria. Israel es tanto el significado como la construcción del significado. Para el judío de la diáspora, Israel es la transformación simbólica que busca la liberación e incluso la redención del sufrimiento judío. Israel es todo lo que no es el judío de la diáspora. Derrocha descaro, es enérgico, militante, hace alarde de aquello en lo que cree. De ahí que para un joven judío de Brooklyn o Golders Green emigrar a Israel o formar parte de lo que erróneamente considera un heroico ejército israelí es mucho más glorioso que trabajar con papá en su bufete de abogados, en su clínica dental o en su firma de asesoría fiscal.
Como me sentía horrorizado ante la lejana posibilidad de que mis hijos me sorprendan algún día diciéndome que desean pasar solos una temporada en Israel sin el control de su madre, he tratado de entender qué es lo que Israel ofrece a los judíos del mundo. De hecho, no muchos padres judíos impedirían que sus retoños se alistasen en el ejército de Israel. ¿Por qué iban a hacerlo, si se trata de un ejército muy seguro, que evita el cuerpo a cuerpo, mata desde lejos y valora a sus soldados tanto como adora infligir el máximo dolor a sus adversarios? Cualquier padre judío debe aceptar la utilidad de que su hijo aprenda a conducir un carro de combate, a pilotar un helicóptero o a disparar un MK 47. A diferencia de los escandalosamente mal equipados combatientes palestinos, que mueren a mansalva cada día, los soldados israelíes apenas arriesgan sus vidas. Por eso, tanto la emigración a Israel como un puesto en el ejército parecen ser una aventura heroica y segura, al menos por ahora.
Aunque es evidente que la mayoría de los jóvenes judíos de la diáspora se las arreglan allá donde están y evitan «sacar provecho» de la emigración sionista, ésta les ofrece un identificador simbólico. Tanto el sionismo como sus operadores migratorios les ofrecen la oportunidad de identificarse con los pocos que llegaron tan lejos como para alistarse en uno de los ejércitos más poderosos del mundo.
La nueva noción del judío errante
El sionismo se inventó al pueblo judío y metió a su Estado nacional, Israel, en un conflicto devastador que está adquiriendo carácter global y que se ha convertido en una grave amenaza mundial. Sin embargo, para los israelíes, que son quienes están inmersos en el ojo del huracán, el «sionismo» representa muy poco. Los israelíes no se alistan en su ejército porque sean sionistas, sino porque son judíos (por oposición a los musulmanes de su entorno). Este hecho fundamental puede articular un nuevo significado de la noción del «judío errante». La dialéctica entre la diáspora y Eretz Yisrael da lugar a un flujo cruzado de emigración, atracción y deseo. Los judíos de la diáspora se sienten atraídos por Israel debido a la fantasía sionista, mientras que los judíos israelíes, por el contrario, están determinados a escapar del estado de sitio en que se encuentran. La diáspora va hacia Eretz Yisrael, pero buena parte de los judíos israelíes están desesperados por salir pitando de allí.
El contraste entre atracción y emigración no es algo fortuito, sino el producto directo de las sagradas escrituras. Tal como exploré en mi artículo « A propósito de la fiesta judía del Purim «, cada vez son más los eruditos de la Biblia que niegan su historicidad. Según parece, la mayor parte del libro fundador «fue escrita después del exilio babilónico y sus páginas transforman (y en gran medida inventan) la historia israelita previa a aquel hecho para que refleje y reitere las experiencias de los que regresaron de dicho exilio».
Eso hace que la Biblia, al ser un texto sobre el exilio, conduzca a una realidad fragmentada en la que el judío de la diáspora anhela el «regreso», pero una vez consumado éste la ideología pierde su atractivo. El caso del sionismo es escandalosamente similar: se ha las arreglado para atraer a algunos judíos a Sión, pero una vez allí no les ofrece la atractiva aventura que esperaban.
En el proyecto hebreo resulta fácil detectar la tensión dialéctica existente entre el sionismo, la identidad del judío de la diáspora y la israelidad. El sionismo e Israel son dos polos opuestos que, juntos, constituyen la experiencia judía contemporánea.
Ámate a ti mismo tanto como odias a los demás
Una vez establecida la oposición dialéctica entre Eretz Yisrael y la diáspora, pasaré a reflexionar sobre las relaciones especiales y complementarias que existen entre ambos.
Mientras que Eretz Yisrael y la diáspora establecen un flujo cruzado de atracción y emigración, Israel establece una interpretación simbólica coherente y consecuente del chovinismo tribal y la supremacía de los judíos. Israel convierte la máxima «ámate a ti mismo tanto como odias a los demás» en una devastadora realidad, en la que el narcisista judío -un ser enamorado de sí mismo-, es capaz de infligir el dolor más absoluto a sus vecinos circundantes.
Para comprender el concepto del autoenamoramiento judío analizaré en primer lugar lo que produce esta forma especial de conciencia personal emocional: la pertenencia al «pueblo elegido».
Mientras que la interpretación religiosa judaica considera que el carácter de «elegido» es una carga moral con la que Dios ordena a los judíos que sean un modelo de comportamiento ético, la interpretación laica judía se reduce a una banal forma chovinista de supremacía racialmente orientada. Dicha interpretación alienta sin matiz alguno a los afortunados cuya madre es judía a amarse ciegamente a sí mismos. Preciso es mencionar que la supremacía judía suele dar lugar a un cierto grado de desprecio de los derechos elementales de los demás. En muchos casos conduce a la animosidad e incluso al odio, ya sea latente o manifiesto.
La base que sustenta la reivindicación sionista de Palestina a expensas de sus moradores nativos es esta supremacía. Pero es obvio que no se acaba en Palestina y otra muestra es la radical manifestación del grupo de presión judío (lobby) para la extensión de la «guerra contra el terrorismo», tal como lo expresó, por ejemplo, el American Jewish Committee. Nunca se me ocurriría afirmar que este tipo de belicismo es inherente a los judíos (como pueblo), pero por desgracia resulta sintomático del pensamiento político tribal judío, ya sea de derechas, de centro o de izquierda. Por eso, no debe sorprendernos que en el frente de la lucha por el humanismo y la ética universal se encuentren judíos como Jesús, Spinoza y Marx, que se desviaron de su camino para introducir la noción de la fraternidad tras rebelarse contra la supremacía tribal que habían observado en sí mismos y en su herencia cultural. Por encima de todo, se opusieron a lo que les era familiar y prefirieron la fraternidad y el amor.
Sin embargo, es de señalar que ni Jesús ni Spinoza ni Marx lograron transformar a los judíos (como colectividad), si bien tuvieron cierto éxito con algunos de ellos. Todo hace parecer que el desplazamiento desde el tribalismo monoteísta dogmático hacia el universalismo pluralista tolerante es casi imposible. De hecho, muchos judíos se han las arreglado para olvidar a Dios, otros se han hecho marxistas, pero de algún modo buena parte de ellos permanecieron leales a su ideología exclusiva y tribal «sólo para judíos» (Bund, Judíos Contra el Sionismo). Otros llegaron tan lejos que se convirtieron en una «nación como las demás naciones» (eslogan del sionismo), excepto que procuraron limpiar étnicamente y asesinar a quienes que no cuadraban con sus designios (Nakba, 1948). Algunos se volvieron tan liberales y cosmopolitas que llegaron a reducir el conflicto mundial contemporáneo a una simplista posición sobre una bebida refrescante: «Quienes beben Coca-Cola no se pelean entre sí», nos informaron. Puede que sea verdad, pero los bebedores de Coca-Cola han asesinado en fechas recientes a 1,5 millones de iraquíes en nombre de la «democracia».
Es muy importante mencionar que muchos judíos se han las arreglado para asimilarse, abandonar sus rasgos tribales y convertirse en seres humanos ordinarios. No tienen nada que ver con el Bund, con los neocons o con el sionismo. Esos seres humanos realmente liberados no son objeto de mi estudio y únicamente les deseo éxito y buena suerte.
Sin embargo, aunque los judíos están divididos entre sí sobre muchas cosas, están unidos en la lucha contra quienes identifican colectivamente como sus enemigos. Necesité mucho tiempo para darme cuenta de que los activistas agrupados bajo el estandarte exclusivo judío dentro de los movimientos de solidaridad con Palestina y contra la guerra luchan principalmente contra cualquier referencia que alguien haga al poder de los judíos o del grupo de presión judío.
Una posible explicación de esto puede ser lo dicho más arriba: el sionismo tiene poco que ver en sí mismo con Israel, es un discurso interno de la diáspora judía. Por consiguiente, el debate entre sionistas y judíos antisionistas no tiene efecto alguno en Israel ni en la lucha contra las acciones israelíes. Está ahí para mantener el debate en el interior de la familia y crear más confusión entre los gentiles. Permite que el activista étnico judío pueda afirmar que «no todos los judíos son sionistas, porque de hecho hay casi dos docenas de antisionistas judíos en el mundo». Por muy patético que parezca, este obtuso argumento ha logrado hacer añicos cualquier crítica contra el grupo de presión etnocéntrico judío que haya podido expresarse en las últimas cuatro décadas. Por desgracia, en lo que se refiere a la «acción», sionistas y antisionistas judíos actúan como un solo pueblo. ¿Por qué actúan como un solo pueblo? Porque son un pueblo. ¿Son realmente un pueblo? Eso no importa, mientras ellos mismos crean serlo o actúen como si lo fueran. ¿Y qué es lo que los convierte en un pueblo? Probablemente odian a todo el mundo tanto como se aman a sí mismos.
Hay un viejo proverbio judío, «Dime quiénes son tus amigos y te diré quién eres», que debería corregirse por una lectura más refinada de la política tribal contemporánea judía. «Dime a quién odias y te quién eres». Si, por ejemplo, odias a Finkelstein, Atzmon, Blankfort, Mearsheimer y Walt, etc., debes ser judío. Si únicamente estás en desacuerdo con alguno de ellos puedes ser cualquiera.
El odio y la aversión personal son tristemente sintomáticos de la política tribal judía, probablemente debido a que la política judía es marginal y se define por la negación. Es de señalar que Israel ha logrado perfeccionarla y darle un nuevo significado, pues aunque el judío de la diáspora se ama a sí mismo, suprime en gran medida su odio hacia los demás. Incluso si a algunos judíos les gusta obedecer la orden religiosa de escupir en las iglesias [2] o destruir las reputaciones de ilustres académicos y artistas, el discurso occidental contemporáneo no tolera el odio y la violencia. Ahí es exactamente donde entra en juego Israel: los israelíes se aman a sí mismos, pero también son capaces de odiar a cualquiera. Son capaces de hacer pasar hambre a millones de palestinos, son capaces de matar cuando les apetece. Israel ha convertido el eslogan «adórate a ti mismo y odia a todos los demás» en una práctica viable. Ha resuelto la más ambivalente de las tensiones inseparables del narcisismo mientras vive entre los demás: no sólo odia al profesor Finkelstein, sino que también es capaz de detenerlo y deportarlo. No sólo odia a los palestinos, sino que es también capaz de matarlos de hambre, de encerrarlos entre muros y alambradas, de bombardearlos e incluso de atacar con armas nucleares a los partidarios de la línea dura cuando llegue el momento.
Éste es el aspecto más espantoso de la complementariedad entre Eretz Yisrael y la diáspora. Es la materialización de una sociedad guiada por el odio. Al cabo de dos milenios de vivir errante, el recién reformado judío nacional no sólo es capaz de odiar, sino también de infligir el dolor más supremo a quienes odia.
Es preciso enfrentarse a la cuestión judía
Una vez al año, por Pascua, mi familia me deja en Londres durante dos semanas. Tali, mi mujer, y nuestros dos hijos, Mai y Yann, viajan a Israel. Puedo ver cuánto adoran ir allí. Puedo comprender qué es lo que adoran allí. Felizmente, puedo decir que al menos por ahora mis hijos no se aman locamente a sí mismos ni se consideran parte de ninguna colectividad tribal. Por lo tanto, tampoco odian a nadie.
Sin embargo, a través de su experiencia puedo ver lo que ofrece Israel, en especial a quienes no viven allí. Puedo ver lo floreciente que la aventura israelí parece desde lejos. A través de su experiencia aprendo la dialéctica entre el Israel hebreo y el anhelo sionista de la diáspora. La negación y la complementariedad entre lo hebreo y la diáspora es la esencia de la experiencia judía contemporánea.
Si queremos enfrentarnos a los crímenes cometidos por Israel y al mal promovido por los grupos globales sionistas de presión, deberemos iniciar un profundo estudio de la cuestión judía y de la experiencia judía contemporánea. No se trata sólo de Israel o del sionismo, sino de la devastadora y compleja amalgama de ambos. A menos que pongamos en entredicho la experiencia judía contemporánea seguiremos perdiendo el tiempo al utilizar una arcaica e irrelevante terminología del siglo XIX, que no tiene nada que ver con el conflicto.
Si afrontamos sin miedo la cuestión judía y la identidad judía comprenderemos que el apartheid israelí no se debe sólo a circunstancias políticas, sino que es el resultado natural de una inclinación tribal racialmente orientada. El muro israelí no es una medida política, sino la manifestación de una actitud racista exclusiva que constituye el núcleo de la noción judía de segregación. Si insistimos en afrontar la cuestión judía para exponer las diferencias entre israelíes y sionistas de la diáspora seremos capaces de entender por qué el senador Obama se precipitó a la conferencia del AIPAC (el grupo de presión o lobby proisraelí de USA) tres horas después de su nombramiento como candidato del Partido Demócrata. Las promesas que Obama, Clinton y McCain hicieron al AIPAC son una prueba más de la experiencia judía contemporánea. Los senadores ofrecieron a los cabilderos judíos usamericanos exactamente lo que éstos deseaban. A expensas de palestinos, iraquíes, sirios, iraníes y mil millones musulmanes, los políticos usamericanos prometen que USA seguirá siendo abiertamente favorable a Israel. USA prefiere apaciguar a su diminuta minoría judía en vez de ser un mediador internacional y un verdadero negociador.
Si tenemos en cuenta los crímenes cometidos por el Estado judío en nombre del pueblo judío, creo que tenemos todo el derecho del mundo a cuestionar la ideología y la praxis que subyacen a la experiencia judía contemporánea. No debemos dejarnos intimidar por activistas étnicos judíos ni por difamadores sionistas.
Dado que los judíos no son una raza, pero practican diferentes formas de política colectiva racialmente orientada, no debemos tener miedo a poner el dedo en esa llaga. Una vez establecido que los judíos no son una raza, el estudio de la identidad y la política judías no constituye ni racismo ni esencialismo. Es todo lo contrario, una lectura crítica de la ideología racista y de su inherente supremacía.
Quienes consideramos que Israel y el sionismo son un grave peligro para la paz mundial debemos continuar estudiándolos, pero no por separado, ya que ambos forman una única y compleja amalgama dialéctica: la experiencia judía contemporánea. El sionismo en sí mismo no es más que un señuelo destinado a distraer nuestra atención y a desviar nuestro enfoque. Nuestros ataques contra el sionismo no afectan a Israel ni a su política ni a sus ciudadanos. Como mucho, perturban a algunos judíos sionistas.
Sólo el conocimiento de la verdadera naturaleza de la política que se desprende de la experiencia judía contemporánea puede ayudarnos a salvar millones de vidas de palestinos, iraquíes, sirios e iraníes, ya que es la política judía (no la religión) lo que podría demonizar a la entera colectividad de los judíos durante los próximos milenios. Les corresponde a los propios judíos el detener a la bestia política antes de que sea demasiado tarde.
Se lo debo a mis hermanos y hermanas palestinos, me lo debo a mí mismo, se lo debo a Yann y a Mai, quiero ser capaz de discutirlo con ellos de manera abierta e inteligente antes de que protesten contra my propia «experiencia antijudía».
Notas
[1] Eretz Yisrael es el idealizado concepto sionista de la Tierra Prometida a la que deben regresar los judíos de la diáspora. [N. del T.]
[2] Según afirma el doctor Israel Shahak en su libro Jewish History, Jewish Religion, esta práctica es de origen antiguo y se ha vuelto cada vez más frecuente: mancillar los símbolos religiosos cristianos es un viejo deber religioso del judaísmo: escupir en la cruz y, sobre todo en el crucifijo, y escupir cuando un judío pasa ante una iglesia han sido actos obligados para los judíos piadosos desde unos 200 años AC. En el pasado, cuando el peligro del antisemitismo era real, los rabinos ordenaron a los judíos piadosos que escupiesen sin que nadie llegase a saber por qué lo hacían o que se escupiesen en el pecho, no en la cruz o abiertamente ante una iglesia.
Fuente: http://palestinethinktank.com/2008/06/10/the-jewish-experience-by-gilad-atzmon/
Para escuchar a Gilad Atzmon, el músico, pinche aquí y aquí.
Artículo relacionado: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=69162
El escritor y traductor español Manuel Talens es miembro de Cubadebate, Rebelión y Tlaxcala, la red de traductores por la diversidad lingüística. Sus libros más recientes son La cinta de Moebius y Cuba en el corazón (Alcalá Grupo Editorial). Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor y la fuente.