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La fiesta de la razón

Fuentes: Rebelión

Un observador ingenuo creería que las revoluciones son simples movimientos emocionales. No dudo que la toma de la Bastilla en Francia o del Palacio de Invierno en Rusia, sean explosiones de extrema emotividad. En esos instantes, un observador que intente sustraerse de la experiencia colectiva, que selle sus nervios, anule sus sentidos, y ensaye una […]

Un observador ingenuo creería que las revoluciones son simples movimientos emocionales. No dudo que la toma de la Bastilla en Francia o del Palacio de Invierno en Rusia, sean explosiones de extrema emotividad. En esos instantes, un observador que intente sustraerse de la experiencia colectiva, que selle sus nervios, anule sus sentidos, y ensaye una mirada fría y libresca, es casi inevitablemente contrarrevolucionario. Pero las revoluciones son también grandes movimientos reflexivos, que modelan y conducen nuestras emociones. Una vez alcanzado el poder, se convierten en universidades populares, no solo porque alfabeticen a todos y encaucen los estudios escolares de la población, hasta masificarlos, hasta convertir el aprendizaje en pasión colectiva, sino porque cada nueva medida, cada acto de gobierno, debe ser argumentado. Los ciudadanos dejarán de actuar según sus instintos individualistas sólo si reciben una explicación para cada acto de comunión social. «No creo que haya habido en la historia muchas otras sociedades en las que el espacio político y la argumentación estén tan vinculadas como en Cuba», escribió el filósofo español Carlos Fernández Lira, después de conversar en las calles centrohabaneras con sus pobladores. El capitalismo elude las argumentaciones, el socialismo las necesita.

Existe una matriz de opinión contrarrevolucionaria que delimita dos épocas, el antes y el después del 59, según la supuesta actitud social predominante ante la Fiesta: derroche, despreocupación y alegría antes; austeridad, seriedad y aburrimiento después. Los trabajadores más viejos del hotel Meliá Cohiba – inaugurado en los noventa–, coinciden en señalar al primer gerente español como la persona que tuvo la idea de diseñar el cabaret Habana Café como un espacio retro de los cincuenta, con un Chevrolet del 57, una moto Harley Davidson y una avioneta, auténticas joyas de la época dispuestas entre las mesas. Cierto que en una esquina hay fotos de las manifestaciones estudiantiles y de la represión policial de los cincuenta, pero entre tanto esplendor de época, entre el glamour de los cantantes nacionales y extranjeros que aparecían sonrientes en centros nocturnos, o a su llegada al aeropuerto y las luces de neón de una ciudad que simulaba estar eternamente de fiesta, aquellos episodios son más bien notas aisladas de una obstinada prensa roja. Para convertir el pasado en nostalgia, solo hay que llenar el recuerdo de fragmentos sin articulación posible, y evitar su reconstrucción racional.

Algunos autores muestran el pequeño recinto que recoge la historia del Hotel Nacional, como un museo de la fiesta, y se detienen en las fotos de sus ilustres visitantes: la impresión que quieren ofrecer es que antes de 1959 nos visitaban más personajes, porque la vida entonces era más divertida. La comparación obliga a definir a qué tipo de «estrellas» se refieren: si por tales entienden a los actores y actrices de Hollywood, o a los nobles y burgueses del jet set europeo, o a la mafia del Norte, no cabría dudas; si pensamos en hombres y mujeres de verdadera relevancia en el mundo del intelecto, la literatura, el arte y la escena, cabría apuntar que los convocados cada año desde 1959 por Casa de las Américas, por el Ballet Nacional, por el ICAIC, por el Instituto del Libro o directamente por el Gobierno Revolucionario, son muchos más, tantos, que la casi totalidad de los intelectuales, escritores, bailarines, actores y cineastas latinoamericanos y europeos de importancia, de derecha o de izquierda, surgidos o consagrados en esas décadas, pasaron por La Habana. Invitados que, en un sentido frívolo, no eran tan «divertidos» como aquellos que visitaban la vieja Habana.

Es cierto que el socialismo histórico trazó objetivos demasiado «serios» en el horizonte personal; quizás el mejor ejemplo de la conversión «exigida» sea el de Tina Modotti que de gran dama de la farándula, sexualmente libre, musa de artistas, creadora ella misma, pasó a ser la «monja» consagrada, la Madre Teresa de la Internacional Comunista (de «la futilidad pequeño burguesa» al sacrificio de una vida entregada a la clase obrera). Julio Antonio Mella, su pareja cubana, en cambio, que murió joven, conserva el encanto del hombre rebelde, atlético, bien parecido, sin prejuicios. Que los soviéticos producían acero en proporciones inusitadas, aviones y naves espaciales y no podían hacer zapatos hermosos y de calidad, es una verdad ya repetida. Que el capitalismo envuelve la vida cotidiana de aspiraciones (insaciables, siempre insatisfechas) fútiles, asociadas al mercado, al consumismo y desconectadas de proyectos colectivos, también es conocido.

«Alegres pero profundos», es el slogan que la Unión de Jóvenes Comunistas promovió en Cuba para enmendar esa contradicción de propósitos. El pero trataba de marcar la diferencia, porque los jóvenes cubanos -por tradición e idiosincrasia–, no pueden imaginarse en la tristeza. La acumulación excesiva de frivolidad que algunos detectan en la Cuba de los cincuenta -esos son los polos de la cubanidad (estoy tentado a escribir, de la humanidad): frivolidad- trascendencia; choteo-seriedad–, probablemente produjo la explosión de trascendentalismo de los sesenta; y ya lo sabemos, si la Revolución alguna vez es destruida, se desencadenaría en Cuba una desenfrenada pasión por lo frívolo, un individualismo feroz -ya en ciernes, no lo olvidemos–, centrado en el cuerpo, en la piel, ajeno al destino nacional. A ese individualismo frívolo corresponde una cuota de irracionalidad capaz de ignorar cualquier intento de explicar o argumentar la realidad. La contrarrevolución estimula esas tendencias, porque la frivolidad excesiva y la irracionalidad de los deseos individuales, provocarían la muerte de cualquier revolución. En la política contemporánea se ha revitalizado un viejo género «literario»: la «anticiencia ficción», el discurso futurista que prescinde de argumentos y confía en la fuerza mediática de las imágenes hermosas. Fidel nos dijo una vez: no crean, lean. El capitalismo nos dice diariamente: no piensen, no lean, tan solo miren los anuncios. Recuerdo un discurso de 1998 en el que Fidel se burlaba de unas declaraciones que hiciera en la OMC el entonces Presidente Bill Clinton, en las que hablaba «de una idílica sociedad, que es como nos quieren pintar la que prometen con el neoliberalismo, de miles de millones de personas de clase media, es decir, sociedades de un  mundo extraño que al parecer conocería una sola clase -prácticamente igual que la concebida por Carlos Marx, pero en este caso no de todos los trabajadores, sino de clase media (…) ¿Creen realmente eso? ¿A quién están engañando?». Ahora sobran los autores que se esfuerzan por diseñar el imposible futuro capitalista de Cuba como una sociedad de clase media, como si las contradicciones derivadas del Período Especial -muy atenuadas por el carácter socialista del estado cubano– , que hoy nos molestan, no cobrarían su verdadera dimensión inhumana en un sistema cuya esencia es promoverlas. Algunos, incluso desde una supuesta izquierda radical, abogan porque el Gobierno revolucionario se concentre en dar a sus ciudadanos un estándar de vida similar al de la clase media del Primer Mundo. Como si Cuba tuviese los recursos de Suecia y no padeciese un bloqueo económico que ya dura casi cinco décadas. Como si el consumismo depredador no fuese la antítesis del proyecto liberador. Hay que advertir, sin embargo, que el socialismo no es enemigo del confort material, premisa indispensable para una felicidad que se sustente en lo espiritual. Todos los seres humanos somos un poco (necesariamente) frívolos, y hace mucho tiempo que los revolucionarios sabemos que la razón y la pachanga -para decirlo en términos cubanos–, no son excluyentes. Pero esa relación revolucionaria entre política y argumentación es sin dudas la mayor de nuestras fortalezas.