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La Fiesta Nacional y «lo nuestro»

Fuentes: Cuarto Poder

En su fiesta nacional los ingleses celebran a un santo y los portugueses a un poeta; los franceses la caída del absolutismo y los italianos la liberación del fascismo y de la monarquía. La «anomalía española» se pone de manifiesto en el hecho de que España es el único país del mundo que identifica su […]

En su fiesta nacional los ingleses celebran a un santo y los portugueses a un poeta; los franceses la caída del absolutismo y los italianos la liberación del fascismo y de la monarquía. La «anomalía española» se pone de manifiesto en el hecho de que España es el único país del mundo que identifica su «esencia» y su personalidad nacional con una conquista imperial. Nadie negará la relevancia de los viajes de Colón, matriz de la primera globalización, ni los cambios civilizacionales que generó, pero no deja de ser extraño -más allá incluso de los crímenes que acompañaron esa aventura- que los «españoles» busquen su raíz no en algo que se hicieron a sí mismos o con su propia arcilla sino sobre otros y contra otros y fuera de su territorio. La fundación de España siempre ha estado «fuera»; y de lo que se ha tratado una y otra vez es de configurar un exterior lo suficientemente interno como para considerarlo «nuestro». «Nuestro» es lo que no tenemos, lo que nos han quitado; y el vacío que se (nos) queda dentro.

Desde 1918 el 12 de octubre marca en el calendario la «Fiesta Nacional de España». Hasta 1958 la efeméride fue oficialmente titulada «Día de la Raza» y hasta 1987 «Día de la Hispanidad», dos términos que dicen mucho acerca de una elección malhadada que sigue asociando hoy la construcción del Estado-Nación «España» a un fracaso y a una conquista militar. Celebrar el día y el año en que Colón llegó a la pobladísima América implica -por muy banal que resulte recordarlo- vincular desde el origen la constitución presente del Estado español a dos expulsiones (judíos y moriscos), un genocidio (el de los indígenas americanos) y a la marginación tanto de los españoles disconformes con esta visión de España como de los pueblos que la rechazan y a los que nunca se ha preguntado si quieren o no formar parte de la misma. El 12 de octubre es sin duda una desafortunada elección que ni siquiera una democracia mejor asentada podría resignificar por completo, pues una democracia de verdad la dejaría a un lado para festejar la fecha de su propia autofundación soberana. Más de quinientos años después, por tanto, esta efeméride, declarada «Fiesta Nacional», sigue revelando sobre todo el fracaso en la construcción democrática de «España», así como la voluntad del régimen del 78, cuando la población ya ha cambiado, de ceñirse al mismo proyecto y a los mismos métodos.

España, pues, se nombra todos los años contra algo o contra alguien que está fuera; y este año le ha tocado a Catalunya. Catalunya es nuestro fuera de dentro en torno al cual se organiza hoy el vacío que nunca hemos llenado con leyes de verdad y fundaciones democráticas. Es un desastre. Al hilo de la esperanza de cambio incoada el 15-M me puse a leer Los episodios nacionales de Galdós con pasión y con alivio. Con pasión porque Galdós registra igual o mejor que cualquier otro novelista europeo decimonónico «la vida privada de las naciones» de la que hablaba Balzac; con alivio porque, a contraluz de los cambios iniciados en España en 2011, veía confirmada la tesis de José Luis Villacañas, según la cual el siglo XIX, que comenzó en 1812, habría terminado paradójicamente con la dictadura de Franco y la chapuza benéfica de la Transición. La Transición fue, sí, una mierda, pero no puede decirse que con Franco o contra Franco se viviera mejor; y sí en cambio que, por vías tortuosas y a veces muy angostas, traicionando esperanzas y dejando muertos en las cunetas, nos libró al menos de la memoria secular, y ello hasta el punto de que, hasta este año, el 12 de octubre no ha significado nada o muy poca cosa para los españoles más jóvenes, aparte una jornada festiva atravesada por el aire y no por la historia.

Eso era bueno. Con eso contábamos. Porque Catalunya ha volcado de nuevo toda la historia -el vacío que deja nuestro fuera de dentro- en la memoria de muchos españoles. Una cosa muy española -de españoles, en este caso, de izquierdas- es la de echar la culpa de este retorno a los propios catalanes, cuya justa y torpe insurrección habría despertado todos los monstruos. Digamos la verdad: la culpa es del monstruo, que seguía vivo, y de los que no lo mataron cuando tuvieron poder y apoyo para hacerlo; y de los que ahora lo utilizan para «renacionalizar» la Fiesta Nacional, contra la feliz desmemoria general, mientras privatizan la sanidad y la enseñanza. Lo que demuestra el 12 de octubre de 2017, seis años después del 15-M, tres después del nacimiento de Podemos, es que la Transición, que nos trajo un puñado de libertades nada desdeñables, dejó encendida un ascua de siglo XIX que, atizada por unos y por otros, revela ahora tanto su fracaso (el de la Transición) como la fragilidad de las libertades que trajo aparejadas. El verdadero fracaso de la Transición no está en su origen contaminado ni en la monarquía ni en las cloacas del Estado ni en la Ley de Partidos ni en la Ley Mordaza ni en el artículo 135 de la Constitución ni en las políticas de «austeridad» ni en la cesión de soberanía a los mercados -límites democráticos considerables-; su fracaso se revela en su incapacidad para resolver la cuestión central heredada, siglo tras siglo, durante quinientos años. Me refiero a la «cuestión nacional», que -insisto- no es la cuestión «vasca» o «catalana» sino la «cuestión española» o, lo que es lo mismo, la «cuestión democrática». Los políticos complacientemente atrincherados en el palacio real el pasado 12 de octubre, orgullosos del régimen que contribuyeron a levantar, olvidan que, incluso en el caso de que fuera cierto -como en parte lo es- la superior estabilidad y justicia del régimen del 78 en términos históricos, han nacido millones de españoles después que no aceptan que se haya dicho ya la última palabra ni tampoco la mejor; y olvidan, sobre todo, que la «crisis catalana» es el resultado de la composición íntima de ese régimen chapucero cuyos méritos se atribuyen. Olvidan que la «cuestión vasca» ha mantenido durante 35 años un verdadero estado de excepción encubierto en el País Vasco y que sólo muy recientemente -y muy precariamente- se ha encauzado políticamente; y se olvidan de que la «cuestión catalana» es inseparable de las políticas del bipartidismo, las estructurales y las coyunturales, y que era sólo cuestión de tiempo que reclamase de nuevo nuestra atención.

Creíamos que la Transición tenía al menos el mérito de haber borrado la historia de España y no es así. Vuelve España y, como cada vez que vuelve, adelgaza y se debilita la democracia. Esta disyuntiva -España o democracia- es la verdadera «identidad» española que enhebra todas nuestras desdichas y todos nuestros marasmos. Nada me parece más triste estos días que la actitud de esos periodistas e intelectuales -cuya contribución podría haber sido decisiva estos años- que sólo se despiertan hoy para llamar democracia a la resurrección de España y alzar su voz, desde un cosmopolitismo con pasaporte español, contra los nacionalismos que amenazan el suyo. Los cientos de fascistas brazo en alto y con banderas preconstitucionales que han salido estos días a la calle han entendido muy bien lo que quiere decir «cosmopolitismo», «democracia» y «antinacionalismo» integrador.

Incluso Lucía Méndez, mucho más fina, sin duda la periodista de la derecha más inteligente, ecuánime y convencidamente liberal, acababa el otro día un artículo de mucho vuelo con una frase inquietante: «La ocupación de la tierra está en el principio. Desde el 1-O, una fuerza telúrica ha removido a millones de españoles, con miedo a perder parte de su tierra. Es decir, parte de su ser». El francés Ernest Renan escribía en Qué es una nación que las naciones sólo pueden fundarse sobre el «olvido»; el olvido de la sangre que moja los cimientos y el «olvido» también de la tierra misma, que en realidad pertenece «a los monos que la poblaron antes que los hombres». Una nación es -decía- un «plebiscito cotidiano, ininterrumpido». España nunca ha ganado ese plebiscito. La historia de España es de hecho el fracaso «cotidiano e ininterrumpido» de ese plebiscito -salvo quizás en la hora fugitiva del gol de Iniesta. Ese plebiscito está pendiente y sólo puede ser «consciente, pacífico y solemne»; ahora que el olvido benéfico y constructivo, el olvido fundacional que llamamos razón y democracia parecían posibles, tras el final del siglo XIX, no deberíamos hacer la menor concesión desde España a la ecuación nación-tierra. Y menos aún tratar de hacerla pasar por más razonable o democrática o transparente que la del independentismo catalán, independentismo que -no lo olvidemos- no quiere ni echar ni matar a los españoles; ni conquistar Madrid; ni imponer un «uniforme catalán» a los catalanes. Quiere solo votar. Que en apenas diez años el apoyo independentista haya pasado del 16% al 48% da buena medida de hasta qué punto habría sido mucho más fácil que España se impusiera de nuevo a Catalunya si por una vez, en lugar de «española», hubiera sido realmente «democrática».

¿De quién es la tierra de España? De los Borbones, que disputaron su propiedad a los Austria, y heredaron entonces, de padre a hijo, todas las tierras de España (con sus colonias, cuando las había). Sólo los Borbones pueden decir «esta tierra es mía»; es su patrimonio y se han ganado mediante la conquista un título de propiedad; y por eso precisamente la monarquía española entrará siempre en conflicto, por muchas piruetas que se hagan, con la «soberanía popular». Ninguna nación se funda sobre títulos de propiedad. Un «sujeto nacional» no es un vínculo ontológico con la tierra, sino una red histórica de instituciones trenzada sobre ella, una memoria común de futuro y una gavilla de mitos, gestos y nombres compartidos. Todo eso nos puede parecer una mierda o un horror o incluso un «residuo» premoderno en tiempos de globalización; y desde la izquierda marxista un velo fraudulento de la «lucha de clases». Lo cierto es que los «sujetos nacionales», en cuanto sujetos de Derecho, son sencillamente hechos, como los cuerpos, y de nada sirve asociarlos a un acto de justicia o racionalidad: o se forman o no se forman. El «sujeto nacional» catalán es un hecho, reconocido ya en el encaje autonómico; no lo son Extremadura o Asturias y no parece que vayan a serlo de momento. Frente al hecho de un «sujeto nacional» corporizado, el Estado español puede identificarse a sí mismo con la historia de España y repetirla ad nauseam y ad sanguinem o concebirse como un marco democrático y abordar democráticamente el problema. Eso implica dos cosas: que los catalanes voten en un referéndum pactado y que los españoles ayudemos activamente, con nuestro voto y nuestra movilización, a cambiar las leyes que hagan eso posible. Los españoles «decidimos» también. Queremos más democracia y por eso tenemos que votar para que puedan votar los catalanes. Nunca España había sido más plural, más olvidadiza, más promiscuamente «populista» y nunca hubiera sido más fácil, con partidos, intelectuales y medios responsables, obtener este resultado.

Las cosas pintan mal. Si es una cuestión de identidad la cuestión será irresoluble mientras la identidad española tenga los medios para imponerse a la identidad catalana y en Catalunya la identidad catalana no sea abrumadoramente mayoritaria. Lucía Méndez y los otros «millones de españoles» no tienen nada que temer; los independentistas catalanes, que serán cada vez más pero nunca suficientes, no ganarán nunca y seguirán luchando, por unos medios u otros, hasta el fin de los tiempos o hasta la extinción física. Pero si se trata de democracia, de vivir en democracia, seamos serios y no juguemos, al menos, a oponer Estado de Derecho a «nacionalismo identitario» catalán: una república catalana, incluso gobernada por la derecha, sería al menos tan democrática como una monarquía española gobernada por la derecha; e incluso un poco más democrática, pues la forma republicana le daría una legitimidad que la corona española no posee. La cuestión, en todo caso, es la de resolver de una vez por todas la disyuntiva histórica entre España y democracia.

¿Hay otra alternativa? Cerrar las muchas cosas buenas que, a su pesar, nos dejó la Transición (algunas libertades y una población abierta a todos los vientos, ni de izquierdas ni de derechas) y regresar al largo siglo XIX. No nos ha ido tan mal. Fanatismo, guerras civiles, guerras coloniales, pronunciamientos, dictaduras, subdesarrollo, emigración económica, violencia, España siempre victoriosa, los españoles siempre vencidos. Visto desde el 12 de octubre, ¿quién no querría vivir otros quinientos años así?

Si otro «patriotismo» es posible -el de un olvido plurinacional, democrático y económicamente justo- será contra los partidos y sus rememorizaciones paralelas, desde el municipalismo, desde la cultura, desde esa población hoy inaudible, pero aún mayoritaria, que ve en el 12 de octubre un día festivo atravesado por el aire y no por la historia y en las movilizaciones en Catalunya la simple, ingenua, multitudinaria y transversal voluntad de hacer realidad por fin todas las promesas democráticas de la Transición.

Fuente: http://www.cuartopoder.es/ideas/opinion/2017/10/16/santiago-alba-rico-la-fiesta-nacional-y-lo-nuestro/

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