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Una multinacional de comida rápida puede invadir un país y explotar a sus trabajadores pero sólo será acusada de incitar a la obesidad

La hamburguesa de Capone

Fuentes: Rebelión

Estos días se alzó la turba mediática -aprovechada por políticos y asociaciones que buscan tajada en todas partes- contra una de las grandes multinacionales de la comida rápida, a la que han denunciado por la publicidad de una hamburguesa doble que, dicen, incita a la obesidad. Al ver estas noticias, cada día que pasa me […]

Estos días se alzó la turba mediática -aprovechada por políticos y asociaciones que buscan tajada en todas partes- contra una de las grandes multinacionales de la comida rápida, a la que han denunciado por la publicidad de una hamburguesa doble que, dicen, incita a la obesidad. Al ver estas noticias, cada día que pasa me siento más lejos de, primero, lo políticamente correcto y, segundo, del modernno vicio de aferrarse al victimismo para todo, un victimismo que yo diagnostico a personas que viven sin libertad -mejor dicho, sin liberación- y que no se cansan de pedir la intervención del Estado en todo menos en todo aquello que signifique la libertad a partir del bienestar general. Como no son capaces de regularse a sí mismos, pues a prohibir para todos, como el imborrable recuerdo de mi adolescencia al ver a personas de ultraderecha (de ideología hoy absorbida por la derecha, a secas) con pancartas que exigían al Gobierno de turno que no se concediera el divorcio a la gente (se pide la aberración de legislar sobre la vida de terceros que no nos afectan, porque nadie obliga a uno mismo a divorciarse). Vivimos en un país pantagruélico que dedica un domingo a la fiesta del chorizo, el siguiente a homenajear los callos y el anterior a la exaltación de la empanada, en cantidades oscenas, y así todo el año, con políticos que hacen campaña invitando a un chuletón de 800 gramos. España vive en permanente -pero políticamente correcta- fiesta gastronómica regada con vino a mares, vino políticamente correcto para un tipo de alcoholismo tabernario y familiar típicamente correcto. Y resulta que todo aquel que tiene voz la emplea para lanzarse contra una pobre hamburguesa doble que, además, hay que pagar, no es una tasa obligatoria. En Casa Roucos, mi buen amigo Antonio me flagela con ración doble y hasta triple de lentejas, tortilla y filloas, y estoy pensando seriamente en presentarle una querella. Es que incita, como incitan los centros comerciales a arruinarnos y todos los cuchillos llaman a cortar algo. Es tan grotesco como aquel que decía que la culpa de determinados abusos era de aquella mujer «que incitaba» por su apariencia, por ser como quiera ser (el varón clásico nunca comprenderá el grado de su agresión, siquiera visual, porque cree que es consustancial a la mujer ser mirada así, y sólo lo entenderá cuando otro hombre le mire a él con el mismo gesto de deseo).

Algo de culpa en todo esto de las hamburguesas -cuando se aplastan son albóndigas, que encima llevan una salsa estupenda y grasienta pero nadie se molesta- la tiene que se trata de comidas de jóvenes, permanentemente criminalizados por los mismos adultos que se han negado a educarlos y, mucho menos, a darles ejemplo. Si los jóvenes hicieran botellón con rioja y empanada de berberechos sería otra cuestión, sería la alegría de la juventud.

Hay algo también de vendetta, por envidia, hacia estas cadenas extranjeras que se hacen de oro y no se sabe cómo atajarlas, o más bien cómo imitarlas. Si un gallego abre una cadena de tabernas de cocido en Nueva York nos encantaría que tuviera el escaparate con cantidades fastuosas de oreja, lacón y longaniza con una oferta de tres por dos (3.000 calorías por el precio de 2.000). Nadie se imagina una protesta porque los platos que anuncia tengan exceso de lípidos. Lo que hay que hacer es informar y poder ejercer con libertad, que hasta para comer pretendemos un guardia que limite lo único importante que nos aleja de los animales, que es la libertad de elegir, de dirigir nuestros apetitos y de determinar nuestros rasgos culturales.

Es como a Capone, a quien tuvieron que cazar por delito fiscal porque no sabían cómo parar sus crímenes. A las multinacionales del burguer -a las que no voy ni en sueños pero que no prohibiría jamás- las tratan como a mafiosas porque anuncian limpiamente sus productos, pero estos medios y políticos política y dietéticamente correctos ignoran las barbaridades que se anuncian a diario en los espacios publicitarios de los periódicos sin que nadie mueva un dedo, empezando por la publicidad de contactos sexuales que ocultan casos de mujeres forzadas a situaciones dramáticas. A nadie parece importarle que estas multinacionales de la hamburguesa exploten laboralmente a miles de empleados jovencísimos con salarios hipocalóricos y ridículos (los mismos que trataría de imponer algún empresario español), trabajadores que son enfrentados entre sí por un laberinto de jerarquías y de competitividad interna cruel, a nadie le importa que exterminen la pequeña hostelería familiar de un país y que propaguen una uniforme y simplona manera de entender la vida, las relaciones laborales y hasta el tiempo de sobremesa. Pero para pedir esto no somos libres -está mal visto, es el mercado-, como no acertamos a ser libres, siquiera, para entrar en el bar de enfrente y pedirle a Antonio unas lentejas del menú.