Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández.
Las nubes de humo se elevan por detrás de los edificios destruidos en la región de Guta oriental, alrededores de Damasco, 10 de abril de 2018 (AFP)
Es una auténtica alucinación imaginar que sacrificando a los sirios, el régimen y sus patrocinadores podrán eliminar el riesgo de cambio en el statu quo regional.
La crisis siria ha ocupado un lugar inconfundible desde que se iniciaron los levantamientos árabes. Los pasos proactivos de los grupos internos de la oposición habían desencadenado revueltas en Túnez, Libia y Egipto, empezando todas ellas con protestas civiles ostensiblemente apolíticas en gran medida, centradas en reclamaciones económicas relacionadas con el destructivo statu quo del siglo XX.
En Túnez y Egipto, el eje geopolítico y las estructuras estatales institucionalizadas impidieron que Zine El Abidine Ben Ali y Hosni Mubarak perpetraran atrocidades masivas para sofocar las revueltas. En Libia, Muammar Gadafi utilizó la fuerza del ejército contra los manifestantes sin comprender siquiera contra qué estaba luchando, y el país se sumió rápidamente en una guerra civil.
Siria fue el eslabón final en la cadena de levantamientos árabes, que estalló con una violencia sangrienta por parte del régimen de Asad incomparable a las otras. En los primeros días de las protestas de 2011 en Siria, los jóvenes escribieron mensajes en los muros afirmando: «El pueblo quiere derrocar al régimen». Por tanto, la revuelta siria se inició en un contexto político diferente.
Un contexto geopolítico especial
No sólo los revolucionarios eran diferentes. Los gobernantes baazistas de Siria aprendieron la lección de lo que le había sucedido a otros regímenes árabes e intervinieron en la forma más sangrienta posible, como habían hecho con anterioridad en varias ocasiones.
A diferencia del presidente sirio Bashar al-Asad, los dictadores de Túnez, Libia y Egipto no ostentaban la propiedad de sus regímenes, al deber sus puestos a dinámicas geopolíticas y relaciones de poder internas. Ninguno había heredado el poder a través de relaciones de sangre, lo que significaba que su destitución, si bien problemática, no implicaba una crisis existencial para sus respectivos establishments estatales.
Asad, en cambio, se hizo cargo de una dinastía sectaria recibida de su padre. Complejas consideraciones geopolíticas internas y regionales apuntalaron el establishment de su gobierno a partir de una secta minoritaria en el país. Las relaciones de Siria con Irán y Rusia, por una parte, y la existencia de Israel como excusa útil, por la otra, proporcionaron al régimen sirio un contexto geopolítico especial. La cooperación estadounidense-iraní tras la invasión de Iraq sirvió para solidificar la posición de Siria.
Todos estos factores significaron una cosa: el gobierno baazista estaba dispuesto a desencadenar otro baño de sangre para sobrevivir. El pueblo sirio se ha visto sometido a una versión del genocidio ruandés en el siglo XXI, sólo que a cámara lenta, soportando siete años de irracionales matanzas masivas, ataques de misiles, bombardeos con bombas de barril y uso de armas químicas.
Los baños de sangre, las masacres, los asesinatos extrajudiciales, las torturas y la opresión eran elementos que ya existían en el léxico orgánico de los sirios. A finales de la década de 1970, prevalecía un ambiente duro mientras el régimen baazista se preparaba para emprender la guerra contra la oposición: «Se exigía una lealtad absoluta: se consideraba que quienes no estaban con el régimen, estaban contra él. Había que defender el Estado baazista, con sangre si era necesario. Stalin había sacrificado a diez millones de seres para preservar la revolución bolchevique y Siria debería prepararse para hacer otro tanto», escribió Patrick Seale en «Asad: The Struggle for the Middle East«.
Intentando recrear Hama
Según un párrafo del libro «From Beirut to Jerusalem«, de Thomas Friedman, un empresario libanés implicado en diversos acuerdos con el general sirio Rifaat Asad mencionó en una ocasión una conversación que habían tenido sobre la rebelión de Hama. «Supongo que allí matasteis a 7.000 personas», dijo el empresario a Rifaat, según se cita en el libro de Friedman. En vez de minimizar el alcance de la tragedia, al parecer Rifaat respondió: «¿De qué estás hablando? ¿7.000? No, no. Matamos a 38.000».
El régimen de Asad se ha pasado los últimos siete años intentando recrear Hama por toda Siria.
Voluntarios rocían a un hombre con agua en un hospital improvisado tras un supuesto ataque químico contra la ciudad rebelde de Duma el 7 de abril de 2018 (HO/Douma City Coordination Committee/AFP)
El supuesto uso de armas químicas del 7 de abril por parte del gobierno sirio en Duma, Guta oriental, le recordó al mundo la «línea roja» anunciada en 2012 por el entonces presidente estadounidense Barack Obama respecto a la utilización de armas químicas. Desde entonces, la línea roja se ha convertido en luz verde para todo tipo de masacres, no sólo por parte de Asad son también del presidente egipcio Abdel Fatah al-Sisi.
En 2013, Obama recurrió al Congreso para llevar a cabo una intervención militar en Siria sólo para perder la votación. En realidad, Obama dio luz verde no sólo a Asad sino también a Sisi, al negarse a llamar golpe de Estado a los acontecimientos del 3 de julio de 2013 en El Cairo.
Al régimen de Sisi se le dio luz verde cuando perpetró la masacre televisada al atacar a miles de manifestantes pacíficos en la plaza Rabaa y en otros lugares. Asad y sus compinches vieron de forma muy clara esa luz verde que Obama y la Unión Europea ofrecieron con su apoyo pasivo al sangriento régimen egipcio. La llama del cambio encendida en 2011, se apagaba en Egipto dos años después, proporcionándole un gran regalo al régimen de Asad.
Una visión sangrienta del futuro
En Siria ya no queda más que dolor y desesperación, y lo único que los facilitadores y partidarios del régimen sirio pueden ofrecer a los sirios no es sino más sufrimiento. No tienen más perspectiva que mantener al régimen mediante todas las masacres que sean necesarias, creando una Siria sin sirios. Continúan matando, confiando en que no regresen los millones de refugiados sirios en el exterior y en que los siete millones de seres internamente desplazados permanezcan donde están.
Sin embargo, es un puro delirio imaginar que sacrificando a los sirios van a poder librarse de su profundo temor al cambio en el statu quo regional. El único resultado de ignorar las demandas de cambio del pueblo es que se acumule más ira y que el terrorismo se reencarne bajo nuevos nombres y formas.
Desde el primer momento, el problema sirio no se ha interpretado, intencionada aunque erróneamente, como una crisis geopolítica, porque su resolución implicaría un cambio en el statu quo regional. En cambio, la crisis siria se ha reducido a un problema de terrorismo o de armas químicas. Aunque esto ha provocado la mayor tragedia humanitaria del siglo XXI, la situación geopolítica se ha deteriorado aún más.
Una respuesta militar parcial al uso de armas químicas en Duma por parte del régimen y sus patrocinadores, no hará sino prolongar la sensación de déjà vu de los últimos siete años. Sólo valorando la crisis siria como problema geopolítico y tragedia humana, tendremos alguna oportunidad de ofrecer una solución global.
La perspectiva perversa que teme el cambio democrático más que a las armas químicas, o al cambio del statu quo más que al terrorismo, es tan hipócrita como la «línea roja» de Obama.
Taha Ozhan es miembro del Parlamento turco y presidente de su Comité de Asuntos Exteriores. Es asimismo académico y escritor. Es doctor en Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales. Con frecuencia comenta y escribe para medios internacionales. Su último libro publicado es «Turkey and the crisis of Sykes-Picot Order» (2015).
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