Un fantasma recorre España, se llama hispanidad y últimamente está en boca de varios representantes del PP, un partido que, como ya ocurriera con el franquismo, es incapaz no solo de rechazar sino incluso de contextualizar las supuestas glorias imperiales de las que España debería en teoría enorgullecerse.
Tanto Isabel Díaz Ayuso en Nueva York, como Pablo Casado en la tierra patria, se han lanzado al panegírico sin fin de una conquista y posterior colonización de lo que después se denominaría América Latina, llegando incluso a denigrar a las culturas indígenas que el proceso aniquiló, junto a las supervivientes, cuyos recursos naturales continúan siendo esquilmados. Que en pleno siglo XXI haya que explicar que celebrar el genocidio de pueblos enteros no es nada honroso parece de Perogrullo; un poco más complejo resulta entender el fenómeno del consabido ‘revisionismo histórico’, tan vituperado por quienes elogian las hazañas de Cristóbal Colón y los subsiguientes exploradores.
Según los adalides de la hispanidad, no se podría juzgar la historia con ojos del presente, puesto que masacrar civilizaciones y apropiarse del territorio ajeno era algo normal en el pasado. Este argumento plantea, al menos, dos problemas de fondo. El primero radica en la definición misma de la hispanidad, una corriente de pensamiento que surge en torno al Cuarto Centenario del ‘Descubrimiento’ (1892) y logra una gran repercusión a partir de 1898, fecha del tan recordado ‘Desastre’ a partir del cual Cuba, Puerto Rico y Filipinas dejan de ser colonias de España. La hispanidad se erige entonces como una red transatlántica de afinidades culturales, religiosas, lingüísticas, etc. que serviría para compensar en lo espiritual la pérdida material de los territorios por parte de España, así como su papel secundario en el mapa geopolítico mundial. Esto es importante en cuanto que se ‘revisa’ la relación entre antigua metrópolis y colonias; no había tal hispanidad antes.
El segundo problema que se deriva de descartar el ‘revisionismo’ a la ligera es un total desconocimiento de cómo funciona la historia: como relato escrito desde el presente, en continua reinterpretación. En otras palabras, el pasado está forzosamente mediatizado por los valores morales e intereses contemporáneos, simplemente porque no tenemos otros. De ahí que el Gobierno decidiera en 2015 aprobar una ley que permitía a los descendientes de judíos sefardíes expulsados en 1492 obtener la nacionalidad española, una medida de reparación que no se aplicó a los musulmanes por razones relacionadas con la política actual, no del siglo XV; de ahí también que se puedan –y se deban– visibilizar las catastróficas consecuencias de la colonización española desde el paradigma actual de los derechos humanos.
Más allá de las vidas perdidas entonces, España fue responsable de marcos cognitivos, comportamientos y dinámicas económicas en vigor que también merecen debatirse. Como afirmó el pensador peruano Aníbal Quijano, con la llegada de los españoles –y los portugueses– a América se producen dos procesos complementarios e igualmente dañinos: la configuración de la raza como categoría para clasificar a los cuerpos, y la división del trabajo según patrones raciales que favorecerían a un embrionario capitalismo, incluyendo la sistematización de la esclavitud.
Grosso modo, las nociones de pureza de sangre tan activas en la Península se trasladaron al nuevo continente para germinar en un racismo que acabaría por globalizarse y afectar a la organización social y política de países enteros. España podría reconocer su papel pionero en la creación de esta imbricada maraña discriminatoria, de la misma forma que a los líderes de muchas naciones latinoamericanas les correspondería asimismo hacer memoria y juzgar la perpetuación de ese racismo tras las independencias, lo cual condujo a no pocas matanzas de pueblos originarios –véase el genocidio guatemalteco en los años 80, o el exterminio de los Selknam en Tierra de Fuego a partir de finales del siglo XIX–, así como al maltrato de los negros –como ejemplifican las recientes medidas migratorias dominicanas puestas en marcha para retirar la nacionalidad a los descendientes de haitianos–. Si existe un legado que debería ocupar titulares, acaparar la opinión pública y ser cuestionado en pro de una búsqueda de la igualdad es precisamente el racismo, un fenómeno que nuestros representantes políticos tampoco comprenden aun cuando sus ramificaciones puedan afectarles directamente.
Tras su periplo neoyorquino, Ayuso acabó constatando “lo poco que se habla de Madrid en Norteamérica”, lo cual supone implícitamente aceptar el fracaso de su promoción de la hispanidad. Unos meses antes, desde California y con menos ínfulas imperiales, Pedro Sánchez reivindicaba el español como una lengua de “progreso, modernidad, futuro y emprendimiento”, frase que sonaba a castillos en el aire para quienes conocemos el estatus de nuestro idioma en Estados Unidos, lleno de connotaciones negativas por su asociación con la población inmigrante. A pesar de la existencia de un gran número de departamentos de español –cuyo impacto social es muy limitado, sin desmerecer el trabajo pedagógico y de investigación que en ellos se realiza–, el español es una lengua de servicio a menudo despreciada desde las instituciones y sin correspondencia en los círculos culturales hegemónicos del país. No se fomenta tampoco en el sector empresarial ni se requiere su aprendizaje a los profesionales que lidian directamente con sus hablantes, sean abogados, trabajadores sociales o incluso la policía. Así, es ilusorio pensar que a alguien le importa el legado español en la patria de Biden, y no por la llamada hispanofobia, sino más bien porque, de nuevo, la historia se racionaliza y construye desde el presente y este, aquí, se manifiesta en una criminalización del Otro latino a la que acompaña un gran número de deportaciones.
Como puede comprobarse, el racismo opera en varias direcciones; muta según las particularidades nacionales; se alía al imperialismo de antaño y al contemporáneo; alimenta medidas gubernamentales, normativas, y vaivenes geopolíticos; pero siempre, siempre, encuentra su origen en el colonialismo. Analizar la hispanidad y no ensalzarla nos abriría la puerta al entendimiento de estos fenómenos globales.
Fuente: https://www.lamarea.com/2021/10/07/la-hispanidad-una-puerta-abierta-al-racismo/