Siete hermanos de Piconcillo vivieron la desaparición, el exilio, el fusilamiento y el miedo que se transmitió de generación en generación.
Mi abuela nunca conoció a su padre. Ni a la mayoría de sus tíos. En una pequeña aldea de Córdoba, una familia quedó rota en siete. Siete hermanos que crecieron juntos entre campos de tierra seca, cuestas que escondían las casas blancas al atardecer y una rutina que parecía eterna, hasta que la guerra lo partió todo.
Mi bisabuelo Aurelio desapareció una noche sin dejar rastro. Regresó décadas más tarde, pero solo como un nombre en un acta de defunción. Su historia, como la de sus seis hermanos, quedó escondida durante años entre rumores, susurros de sobremesa cuando los mayores bebían demasiado y documentos olvidados que nunca se llegaron a conocer.
En Piconcillo, una aldea de Fuente Obejuna de apenas 40 habitantes actualmente, mi familia regentaba un bar que por la mañana era tienda y por la tarde se transformaba. Dolores, mi bisabuela, cogía su acordeón y llenaba el local de música. Era el punto de encuentro de los jornaleros al volver del campo.
Un día de finales de septiembre de 1936, Aurelio volvía con sus compañeros de trabajo al bar. Subían la cuesta sin saber que había varias personas que les estaban siguiendo. Una vez dentro del bar, Aurelio se reunió con Dolores, y a los pocos segundos se lo llevaron.

La música se detuvo el día que Aurelio desapareció. Nunca más volvió a sonar el acordeón. Dolores cerró el bar. Cerró también la puerta al pasado. No se volvió a hablar del tema.
Mi bisabuela recorrió una y otra vez a pie, incansablemente, el camino que une Piconcillo con Fuente Obejuna. Quería convencerlos a todos de que Aurelio era, en realidad, apolítico. La única relación que tenía con los bandos era la de sus propios hermanos. Sin embargo, a comienzos de diciembre, desapareció. Solo quedaron rumores sobre el lugar donde podrían haberlo fusilado.
En 1979, más de cuarenta años después, se tramitó el acta de defunción para que Dolores pudiera acceder a una pensión como viuda de guerra. Allí había un vestigio claro: había muerto en el cementerio de Ojuelos Altos, otra pequeña aldea de Fuente Obejuna. La causa: “heridas sufridas durante la pasada guerra civil”.
Mi bisabuela tuvo que sacar adelante a sus cuatro hijos: Alicia, Aurelio, Dolores y la más pequeña, Francisca, mi abuela. Se mudaron a Fuente Obejuna y empezaron una vida nueva. Dolores montó un pequeño comercio, hasta que ese comercio dio paso a un matadero.
Dolores fue muchas cosas: madre, comerciante, jefa. Pero también fue una mujer que vivió de luto toda su vida. Siempre vestida de negro. Siempre en silencio. Una mujer que siempre tuvo presente lo inevitable, aunque ella se negara a verlo. En sus últimos años, cuando su memoria ya flaqueaba, revivía escenas de guerra cada vez que oía un coche con sirenas. Gritaba que venían los soldados, que había que esconderse. La guerra nunca se fue de su casa. Siempre estuvo Aurelio con ella.

Aurelio murió por sus hermanos. Junto a él, eran siete: Adrián, Juan, Joaquín, Camila, Anita y Teresa. Cada uno vivió un destino distinto, pero todos compartieron una historia común de desarraigo, exilio o silencio.
Adrián se exilió en Francia, sin saber que algo peor le estaba esperando en aquel país. Luchó en la resistencia contra los nazis en una Compañía de Trabajadores Extranjeros (CTE). Pero allí lo capturaron y lo deportaron a Mauthausen. Como tantos españoles, acabó convertido en un número, con una “S” de “Spanier” marcada en el pecho. Llegó a sobrevivir en ese infierno seis meses.
Juan, con tan solo 18 años, huyó de Piconcillo. Llegó a Barcelona, pero ahí se le perdió la pista. Los padres no podían con tanto sufrimiento y lo dejaron ir. Nunca más se supo de él. Tal vez murió en combate, tal vez en el exilio.
En un tren abarrotado de gente, Joaquín rezaba por primera vez en su vida. No sabía que no sería la primera vez que lo hacía ni la última vez que iba a estar montado en ese tren. Sobrevivió a dos pelotones de fusilamiento. Poco antes de que llegara su turno, cortaron la fila y junto a él, hubo unos pocos afortunados que se libraron de la muerte.
Camila y Teresa rehicieron su vida. Se casaron y Camila montó un bar en Piconcillo, el único de la aldea que seguía en pie hasta hace unos años. Pero Anita nunca se casó. El miedo a perder a un hombre fue más fuerte que el deseo de formar una familia.
Durante años, apenas se habló de ellos. Las relaciones entre ramas familiares se perdieron, en parte porque los adultos que vivieron aquella época optaron por no contarlo, por no remover. Mi abuela Paqui nunca nos contó nada. Dolores tampoco habló. Sus nietos no sabían nada de su abuelo, y sus hijos nada de su padre. “Estoy convencida de que lo único que quería era olvidar”, me contó mi madre un día.
Al juntar los fragmentos de la historia que una bisnieta quería recuperar, la historia no se cierra del todo. No hay un final claro. No hay datos. Nadie sabe nada. Solo quedan las piezas de una memoria rota por la guerra y el silencio. Y la certeza de que, aunque ellos no hablaran, lo que les pasó sigue formando parte de lo que somos.