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La ley ha dejado de existir para la policía

La indignidad en moto

Fuentes: Rebelión

A los agricultores Juan Antonio y María, los padres de Eli, que tuvieron la dignidad de venir caminando de Córdoba a Madrid   Ayer [por el sábado] presencié un atropello. Un motorista arrolló a un ciudadano en un paso de peatones, arrojándole al suelo (no llegó a pasarle por encima), e inmediatamente aceleró para perderse […]

A los agricultores Juan Antonio y María, los padres de Eli,

que tuvieron la dignidad de venir caminando de Córdoba a Madrid

 

Ayer [por el sábado] presencié un atropello. Un motorista arrolló a un ciudadano en un paso de peatones, arrojándole al suelo (no llegó a pasarle por encima), e inmediatamente aceleró para perderse en la lejanía. Su compañero, que pasó a pocos segundos después, también pasó de largo acelerando. Decenas de policías contemplaron el suceso impasibles, sonrientes a veces. ¿Cómo es posible? La explicación es aún más chocante para un ciudadano biempensante: porque ambos motoristas eran policías municipales de Madrid, y el contexto, los minutos posteriores al 22-M. Empecemos por el principio.

Durante la jornada de ayer, no menos de un millón de personas nos desplazamos a Madrid a reclamar una salida justa a la crisis, para que no la paguen los de siempre. Cientos de miles de personas colapsaron el Paseo de la Castellana y el del Prado, de Atocha a Colón. Todos a cara descubierta, en ambiente casi festivo, con niños correteando y personas mayores llorando de emoción. Mi amigo, el periodista Alejandro Mora, me hace una observación inteligente: «¿te das cuenta de que hay 1.700 agentes guardando el Congreso y la sede del PP, y en la Biblioteca Nacional no hay un triste bedel?». Es cierto. Un millón de los que el gobierno llama «radicales» está pasando junto a nuestro mayor tesoro cultural, con las puertas de su jardín de par en par, y la trata con veneración. Juan Antonio añade inteligentemente: «el enemigo del pueblo no es la cultura, son los políticos».

Una de las personas que estaban en el 22M era mi admirable amigo Javier Couso, un hombre que ha dedicado su vida a hacer justicia por el atentado que sufrió su hermano, el cámara de Telecinco asesinado por un misil norteamericano José Couso. Una de las incontables lecciones que nos ha enseñado, y explicación de fondo de los motivos de la muerte de su hermano, tiene que ver con la relación entre la verdad y el poder, con la función de los medios de comunicación para revelar o esconder la violencia contra el pueblo. «Fue la lección que aprendieron los americanos de la Guerra de Vietnam» – suele explicarnos en sus conferencias- «y desde entonces los poderosos han ido aprendiendo a controlar la información que llega a la sociedad». Volviendo ayer de Madrid y revisando las cabeceras digitales, volvía a mi cabeza su lección.

A pesar de las evidencias fotográficas, que muestran una movilización no inferior al millón de personas, el supuesto diario progresista El País nos hablaba de 50.000 personas en las marchas. Un buen motivo para llamarlo, como hace mi querido maestro Salvador López Arnal, el «diario global-imperial». El mismo diario destaca que «los manifestantes llegados a pie no superaban los 2.000». ¿Les parece poco? Tengamos en cuenta que la planificación inicial se realizó para que partieran 50 personas por marcha, ni uno más. Recordemos que es preciso ofrecer alojamiento a los marchantes (siempre en suelos de polideportivos, excepto cuando personajes como Ana Botella lo impedían), garantizar una alimentación (bocadillos o sopas que hacían los vecinos de cada pueblo por el que fueron pasando las marchas), asegurar unas mínimas garantías de salud… Por ello la organización se esforzó en que la mayoría de las personas se concentraran en acudir a la convocatoria del mismo 22 de Marzo, y no tanto en las Marchas. Sólo el exceso de compromiso (perdón por el oxímoron) ha provocado que la gente se saltara los requerimientos de la organización y se alcanzaran más de 2.000 personas caminando en la carretera. Y yo me pregunto, ¿qué necesidad de ofrecer esta cifra con ese tufo a desprecio de El País? ¿El número invalidaría en algo la justicia de sus reivindicaciones? ¿A alguien, al contemplar Il quarto stato de Pellizza da Volpedo, se le ocurriría exclamar «no sobrepasaban los cincuenta»?

En todo caso, mi principal motivo de preocupación no es la guerra de cifras y desinformaciones en torno al 22M. Lo que me ha descorazonado ha sido la increíble ausencia de un tratamiento informativo acerca de la brutal escalada represiva que se vivió ayer en la ciudad de Madrid, con contadas excepciones, como la del diario en que nos encontramos. Todos los medios coinciden en señalar que hay 50 policías heridos (más tarde se ha precisado que se trata de heridas leves). Trataré de exponer la visión de los hechos como los vivimos el pequeño grupo con el que me encontraba: un jardinero jubilado, un abogado padre de familia, una estudiante y yo.

Al finalizar el acto central del 22M, y tras escuchar a los oradores de las distintas regiones y sectores profesionales participantes en la movilización, una orquesta ejecutó magistralmente desde el escenario la bellísima novena sinfonía de Beethoven. Durante la ejecución de la obra, poco antes de las 20:30 h., comenzamos a escuchar disparos de proyectiles de goma policiales desde muy lejos, procedentes de la Calle Génova, lugar de la sede del Partido Popular y situada inmediatamente detrás de la Plaza de Colón, donde nos encontrábamos. Creíamos confiados que las cargas no llegarían. Si el sentido común dicta que el origen de las mismas debe hallarse en alguna provocación aislada, la misma lógica nos dice que difícilmente podrán cargar contra el público de Colón, tan lejano a cualquier contingente policial y afanado en disfrutar del genio de Bonn entre llamadas de teléfono de personas que trataban de dirigirse a los autobuses de vuelta a sus ciudades. Sin embargo, a medida que el concierto avanzaba, las cargas descendían por Génova en nuestra dirección. Dos piezas después, la orquesta interpretó el Himno a la Libertad de Labordeta, y no faltamos quienes comenzamos a corear. Triste ironía: este himno fue la banda sonora de los primeros golpes de porra y proyectiles de goma que llegaron a Colón, primero detrás de la estatua, después avanzando hacia el escenario por el sur, tomando la esquina con Goya.

El caos se produjo instantáneamente. Personas y pancartas volaban. Activistas de la PAH, bomberos «quemados» con los recortes, jornaleros sin tierra, trabajadores de Coca-Cola despedidos, profesores de la Marea Verde, mineros asturianos, todos corrían de un lado a otro mientras los músicos continuaban tocando, como una versión de Tarantino de la orquesta del Titanic. Los primeros en salir son los padres de niños pequeños, con sus hijos llorando en brazos. Las personas mayores se resisten más a abandonar, a pesar de nuestra insistencia: «mucho hambre he pasado yo para que me echen éstos ahora a mí», nos dice una octogenaria de Carabanchel. Un cura obrero se encuentra en primera fila ante los antidisturbios, tratando de separarlos de los manifestantes. Sólo repetía «animales, son unos animales». Pienso en Mamen Domínguez, profesora universitaria y miembro de la Marea Verde, que está embarazada y se encontraba en la movilización. ¿Estará bien? ¿Qué ocurre si le alcanza una pelota? Entre el desorden encontramos a otro gran maestro, el Catedrático de Economía Aplicada de la Universidad Complutense de Madrid Jorge Fonseca, quien tan bien conoció la represión por la dictadura de su patria natal Argentina, tratando de documentar las cargas con el móvil. Diego Cañamero, que no es ningún novato en la represión policial, observaba con los ojos como platos el espectáculo. También José Coy, el murciano que logró una dación en pago tras una huelga de hambre en su parroquia y ahora ha sido uno de los principales impulsores de la Columna del Levante. Alguien nos dice que Cristina Cifuentes ya advirtió que haría cumplir la ley. Desde el escenario, alguien le recuerda: «le recordamos a la policía que están irrumpiendo en un acto perfectamente legalizado que aún no ha finalizado». En ese momento comprendemos lo obvio: la ley ha dejado de existir para la policía.

Tras su irrupción en Colón, los antidisturbios continúan cargando tanto hacia el Paseo de la Castellana como hacia el Paseo del Prado. Conscientes de nuestra inseguridad física y jurídica, y con la intención de alcanzar nuestros autobuses, bordeamos los Jardines del Descubrimiento, entre furgones de antidisturbios que nos observan con chulería y poses rocambolescas, que parecen sacadas de alguna película. Bromeamos: «si parecen Robocop». Giran la cabeza hacia nosotros, y nos damos cuenta de que alguien tan ridículo no tiene reparos en abrirte la cabeza.

En este contexto sucede el hecho que da título a este artículo. Una nueva carga, ahora en la Plaza de Alcalá, nos obliga a apretar el paso: muchos ciudadanos corren descontroladamente. Doblamos la esquina y un joven asustado cruza el paso de peatones, con el semáforo aún en rojo. Es arrollado por la motocicleta de un policía municipal madrileño, que le derriba al suelo. La velocidad no es inferior a 80 km/h. El horror nos acongoja: el policía no se ha detenido, sino que ha acelerado y desaparece por la Calle Alfonso XIII. Otro policía motorizado aparece detrás: tampoco se detiene. Los nacionales observan impasibles. El horror nos hace gritar: «asesino, asesino». Un ciudadano (figurará seguramente en las listas de radicales) da a nuestra indignación un uso práctico, y ha alcanzado a darle una patada a la parte trasera de la segunda moto en plena marcha, logrando desvencijar una pieza de plástico. Ojalá en el oscuro departamento donde se diseñen los presupuestos de los antidisturbios, alguien concluya que los 300 € del arreglo bien se podrían haber ahorrado si los agentes no atropellaran impunemente a ciudadanos. No espero una lógica más humana a estas alturas.

En otra rotonda, en lo que hace unos minutos era una apacible terraza, dos chicas yacen en el suelo, esposadas boca abajo, con sendos agentes sobre ellas. Después de lo visto, no podemos evitar pararnos. El dueño del local sale por la puerta a exigir a los antidisturbios tranquilidad. Éstos lo meten a empujones con sus escudos, e irrumpen en el local porra en alto, ante los gritos de las camareras y los clientes arrinconándose. Mientras tanto, en la terraza, otros cuatro antidisturbios guardan su extraño castillo imaginario. Un hombre a mi derecha no puede evitar gritar: «¡pero si somos personas!». Uno de los antidisturbios saca su porra y golpea con todas sus fuerzas una mesa de la terraza, provocando un ruido atronador. Estamos a un metro exacto de distancia. El siguiente golpe será para nosotros. Nos alejamos aparentando tranquilidad: otros 30 antidisturbios están tomando el resto de la acera y nos observan.

Al llegar a Atocha, comprobamos que está desolada. 30 furgones policiales desvanecen mi secreto deseo de comerme un bocadillo de calamares en El Brillante. Escuchamos cargas en dos direcciones. Los 500 autobuses de Andalucía se encuentran en fila y los pasajeros protestan a los policías, que n les dejan acceder a los mismos. Un jornalero con chispa le dice «te cambiaba la porra por un azadón a ver si ibas a aguantar». Mientras, un municipal informa a un taxista como quien comenta el partido: «hay una sentada ahí detrás y están dando palos».

Cada esquina, cada rotonda, cada calle del centro de Madrid ha sido tomada por 1.700 antidisturbios protegidos por un Gobierno que asegura que los radicales han tomado Madrid.

Me recuerda a un pensamiento que me asaltó cuando los Guardias Civiles entraron a revisar nuestro autobús diciendo «éste es un control para ver si hay armas en el vehículo». Sólo se me ocurría pensar: «pues las tres vuestras». De la misma manera, 1.700 radicales tomaron ayer Madrid, montados en furgones policiales y pertrechados con armas que pagamos todos, a sueldo de los españoles y bajo mandato de quienes nos roban.

El objetivo político se ha logrado: sobre una movilización de un millón de personas, familiar y pacífica, los telediarios hablan de violencia y disturbios. En los próximos días contemplaremos un duelo entre dos versiones de lo sucedido. Una será la de los medios de comunicación. Otra, la del millón de personas que estuvo allí y lo podrá contar, en directo a sus vecinos, o a través de las redes sociales. De la credibilidad que como sociedad otorgamos a una u otra versión dependerá el futuro que tendrá la democracia.

La luz del día

después de un estallido

penetrará

al fin

en esta oscuridad.

(Poema, probablemente de Shelley, que el filósofo Manuel Sacristán encontró arañado con uñas en un calabozo durante el franquismo).

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.