Dentro del llamado sistema de justicia juvenil español, más de 2.500 menores de edad se encuentran recluidos en cien centros. Tres de cada cuatro de estos centros están gestionados por empresas privadas, algunas camufladas como ONG. Están en situación de reclusión por pena impuesta al amparo de la Ley de Responsabilidad penal del Menor, una […]
Dentro del llamado sistema de justicia juvenil español, más de 2.500 menores de edad se encuentran recluidos en cien centros. Tres de cada cuatro de estos centros están gestionados por empresas privadas, algunas camufladas como ONG.
Están en situación de reclusión por pena impuesta al amparo de la Ley de Responsabilidad penal del Menor, una ley que se ha ido modificando a golpe de alarma social creada por quienes sustituyen la idea de proteger y educar a nuestra infancia vulnerable, por la de instaurar la doctrina del miedo en nuestra sociedad y de concebir a la infancia como peligrosa. Tratan de vendernos la necesidad de «más seguridad», léase, más inversión y gasto en la industria del control penal.
Para ello se han inventado el derecho penal del enemigo, el derecho penal de autor, el nuevo derecho penal de la seguridad ciudadana que recorta las garantías y el ejercicio efectivo de las libertades en un proceso hacia una sociedad penitentecarcelaria. La aplicación de esta legislación es la desproporción punitiva y la aplicación desigual de la ley según quien sea el autor de la infracción.
La esquizofrenia del sistema punitivo, tanto para mayores de edad como especialmente para menores, es su obsesión por otorgar una orientación reeducativa a las penas. La privación de libertad, en cualquiera de sus grados, es incompatible no con la educación, al menos con cualquier tipo que no sea la educación para el disciplinamiento.
Penalizar es imponer una sanción y establecer mecanismos para su obligado cumplimiento. Pero existen diversos tipos de penalización, formas distintas de imponer una sanción de igual modo que existen diversas formas de educar. Por ejemplo, a una persona se le puede sancionar de muy diversas formas por haber cometido un robo con pena de cárcel, cortándole la mano, otorgándole ayudas económicas cuando el motivo del robo haya sido la indigencia o privándolo de su patrimonio cuando el motivo del robo ha sido el enriquecimiento ilícito. Son formas distintas de penalizar el mismo delito, que varían según la forma de concebir el delito y la pena en diversas culturas y momentos históricos.
De igual modo ocurre con el concepto de educación. Educar se diferencia de informar en que la educación trata de moldear el comportamiento en función de los valores y normas de conducta que trasmite, pero existen diversas formas de entender la educación y diversas prácticas educativas. Así por ejemplo, no es lo mismo que cuando una criatura comete una infracción, por ejemplo un hurto en unos grandes almacenes, se le denuncie a la Policía y se le incoe un expediente policial y judicial, aplicándosele después medidas sancionatorias tales como vigilancia, arresto o internamiento, o que por el contrario se les avise a sus padres para que éstos tengan la posibilidad y el protagonismo, junto a los educadores de hacerle entender que su conducta puede tener consecuencias perjudiciales para su vida fu- tura en sociedad.
En el primero de los casos estamos aplicando una educación domesticadora y fundamentada en el castigo, el protagonismo lo tiene la seguridad y se considera al menor como peligroso y por extensión a su familia como mala familia. En el segundo caso se aplica una educación liberadora y fundamentada en la comprensión, el protagonismo lo tiene la familia y el entorno social, y parte del concepto de que el menor está en peligro.
Por lo tanto, el binomio penalización y educación están íntimamente relacionados. Son las dos caras de la misma moneda. Desde este punto de vista, hemos de analizar el tipo de acción educativa que se aplica en el marco de un sistema de ejecución penal para personas en la etapa vital de la infancia y de la primera adolescencia, donde las medidas penales que se aplican se fundamentan en el concepto de privación de libertad en sus diversas modalidades. La privación de libertad es incompatible con la educación para la libertad. Mediante el disciplinamiento para aceptar las normas de funcionamiento de una sociedad y de una institución como la penal, el único tipo de educación que se puede aplicar es el domesticador, fundamentado en las teorías educativas del conductismo y de la aplicación más pervertida de las teorías cognitivo-conductuales.
En el tipo de educación que se puede dar sobre la penalización fundamentada en la privación de libertad, las técnicas de aprendizaje no van a ser las de imitación de comportamiento ejemplares y la internalización de comportamientos amables, sino las propias del sistema disciplinario premial, fundamentado en sanciones positivas (recompensas) y en sanciones negativas (castigos) como mecanismo de regulación del comportamiento, como sistema de adaptación del sujeto a la propia institución encargada de administrar la privación de libertad y como forma de concebir en un senti- do más amplio la adaptación a la sociedad.
Claro que las instituciones de internamiento educan, pero lo hacen en valores y formas de conducta concretos: el poder lo tiene la autoridad constituida, hay que adoptar una actitud cínica y fingida para conseguir lo que se quiere, se aceptan las normas no por convicción sino por miedo a la sanción, etcétera. Desde este punto de vista, la penalización fundamentada en la privación de libertad, tanto para adultos como para menores, implica la aplicación de una tecnología disciplinaria que limita derechos a sujetos previamente seleccionados por el sistema policial y penal, en aras de garantizar el funcionamiento de la industria penal y no en aras de la prevención y lucha contra el delito o de la seguridad ciudadana.
Frecuentemente, la industria penal y sus industrias complementarias (médica, asistencial, etcétera) son holding de empresas subsidiadas por el Estado que se dedican al negocio de la estigmatización de determinadas categorías de sujetos (extranjeros, gitanos, desescolarizados, pertenecientes a familias empobrecidas, drogodependientes, contestatarios o terroristas). Posteriormente esta industria penal y asistencial se decida a su tratamiento y reciclaje. ¿Quiénes son los llamados menores infractores que están sujetos a medidas de privación o limitación de su libertad? En primer lugar, una mínima parte de los que cometen infracciones penales graves. En segundo lugar, no son los más peligrosos ni los de menor nivel cultural ni quienes han cometido delitos más atroces. Son quienes han sido seleccionadas por parte del sistema policial y penal por sus rasgos económicos, étnicos y culturales y definidos como menores delincuentes.
Los menores etiquetados como «infractores» son seleccionados por la actividad discrecional de la Policía. En función de los lugares donde la Policía se hace presente se recluta a un tipo de menores con perfiles muy concretos que evidentemente no son ni los únicos, ni los que fundamentalmente perpetran delitos, pero sí los que son definidos como «delincuentes juveniles». Aplicándoles formas de coerción penal fundamentadas en el encierro y en la desconfianza sistemática hacia su persona se les trata de convertir en personas definitivamente inadaptadas, que en el fondo es lo que consiguen los actuales centros de reclusión para menores. La gran mayoría de estas personas no necesita reeducación, ni tiene problemas de integración. Simplemente necesitan tener las mismas oportunidades sociales que el resto de la infancia y adolescencia no marginada. En otros casos como los llamados «menores infractores extranjeros», mecanismos de convivencia intercultural para corregir las situaciones de confusión mental y moral que crea el estatus jurídico de irregular y el social de menor peligroso que le imprime rechazo y violencia.
Estos son los motivos fundamentales por los cuales el tratamiento que se otorga en los centros a estos menores diste mucho de contribuir a su educación para la libertad, a su crecimiento personal y al respeto al tan traído y llevado «interés del menor» del que habla la legislación.
En todo el Estado se construyen cárceles para niños que son de régimen cerrado y abierto, y también existen dependencias de máxima seguridad, por que cuando las criaturas no se adaptan a los centros y programas ordinarios son trasladadas y se les aplican medidas «técnicas» en centros infantiles de máxima seguridad, como ocurre en Madrid, en Murcia o en la reciente y ultramoderna cárcel para niños abierta en Zaragoza.
Es decir, en función del comportamiento del menor, y de su supuesta peligrosidad se establecen en la «nueva legislación» un grado mayor o menor de control penal y policial que va desde el arresto domiciliario, la libertad vigilada, los centros abiertos y semiabiertos, hasta los centros cerrados y de máxima seguridad. Estos centros, y por tanto el velar por el interés del menor, se dejan frecuentemente a empresas privadas.
Algunas de las entidades que gestionan cárceles para niñas y niños a lo largo de la geografía peninsular mantienen un régimen de internamiento para menores con salas donde las criaturas son aisladas, esposadas o permanecen en celdas escarbadas bajo tierra. Son organizaciones o industrias especializadas en la ejecución penal para menores que tienen reglamentos internos donde se sanciona a los infantes y adolescentes por tirarse un pedo, no lavarse las manos antes de las comidas, ducharse sin gel, hablar con los menores que están en aislamiento, poner los pies encima de la silla o cuestiones similares.
La infancia y la juventud representan el futuro de nuestra sociedad y la forma de tratarles es determinante para la misma. Además el sistema de penalización de la infancia será y es la conformación de menores desarraigados que posteriormente poblarán y pueblan las cárceles para adultos.
Es responsabilidad de la administración cuidar especialmente a los menores y tanto los jueces de menores como los funcionarios o entidades encargadas de ejecutar las sanciones impuestas a los mismos han de ser los primeros en entender que la educación para la libertad y el castigo son absolutamente incompatibles, y que por tanto quizás tengamos que madurar un modelo nuevo que ejercite la paciencia y el trato exquisito hacia las criaturas, y no reproduzca el recurso fácil y perverso que lejos de educar condena a los menores a la inadaptación cronificada. Mientras, las asociaciones que durante muchos años trabajamos en tareas educativas, asistencia y defensa de los derechos del menor y sus familiares, hemos de seguir vigilantes. Vigilantes para que mediante el control democrático de las actuaciones de la maquinaria que persigue, penaliza y aplica sanciones a nuestros descendientes consigamos convencernos de que existen muchas posibilidades alternativas al tratamiento penalizador basado en la reclusión carcelaria.
Se trata de dar a conocer nuestras experiencias de servicios de apoyo a los menores y de otros servicios sociales existentes en muchos países; de desarrollar políticas sociales y asistenciales que sustituyan a las políticas criminales, alternativas abiertas y programas comunitarios de apoyo social que eliminan la aplicación de regímenes de aislamiento y castigo para lo que resulta imprescindible que todos los menores actualmente penalizados al igual que los adultos estén lo más cerca posible de su lugar de residencia. Esto sólo se puede hacer con la implicación de los menores, de sus padres y de los educadores populares en redes de solidaridad, mediante la autoorganización social frente a la apropiación y penetración de técnicos, jueces, fiscales, policías en algo tan importante como la educación de nuestros hijos.
* César Manzanos Bilbao es profesor de Ciencias Sociales en la Universidad del País Vasco y miembro de Salhaketa