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Una respuesta a Uri Avnery

La izquierda israelí nos toma el pelo

Fuentes: Palestinian Pundit

Revisado para Rebelión y Tlaxcala por Caty R.

Nota: este artículo fue publicado en CounterPunch y retirado inmediatamente después [1].

Uri Avnery es un cruzado de los derechos humanos devenido en venerable. Ha luchado, escrito, publicado y organizado campañas por los derechos de los palestinos durante unos sesenta años. Ha estado en pie en las barricadas políticas y se ha enfrentado a las excavadoras defendiendo a los palestinos de los abusos del ejército israelí. Sus artículos, sus libros y su revista denunciaron la ocupación israelí de la tierra palestina antes de que la mayoría de los «nuevos historiadores» aprendieran a escribir. Incluso denuncia la discriminación legalizada contra los israelíes palestinos en términos inequívocos y ha llamado a Israel a ser «un Estado de todos sus ciudadanos», aunque reteniendo todavía una gran mayoría judía. Ver, por ejemplo su reciente «Wat Makes Sammy Run?» (¿Qué hace correr a Sammy?). Como miembro fundador del grupo por la paz «Gush Shalom» es el padrino reconocido del sionismo liberal y nadie duda de su sinceridad al insistir en la solución de «dos estados».

Reconociendo todo esto, puede parecer extraño que tantas personas de las que trabajan para llegar a una paz estable entre Israel y Palestina consideren que Avnery está muy equivocado en algunos enfoques básicos.

La razón proviene de sus contradicciones morales, todas demasiado comunes al sionismo liberal: es decir, mientras toma una posición moral firme contra los abusos racistas hacia los palestinos, de alguna manera abandona esos mismos principios cuando reconoce que Israel tiene derecho a conservar su «carácter judío» a expensas de los derechos de los palestinos. De aquí que sea demasiado obvio que sostener una «mayoría judía aplastante» en Israel para mantener su carácter judío, requiere que Israel mantenga una gran cantidad de prácticas racistas, tales como muros gigantes para impedir la mezcla de los pueblos y no permitir el retorno de los exiliados palestinos.

El sionismo liberal que se aferra a los análisis de Avnery incurre constantemente en esta falacia moral. Reclaman el fin de la ocupación y encuentran la opresión a los palestinos como moralmente aberrante, y algunos hasta sostienen que se debe acabar con la discriminación de los árabes palestinos, pero no quieren cambiar el estatus del Estado de Israel como estado para un solo grupo étnico -A Jews only state-. Para que esto se cumpla no hay otro camino que mantener leyes discriminatorias esenciales para preservar una mayoría judía israelí y particularmente para mantener fuera a los palestinos expulsados de lo que ahora es Israel e impedir su retorno. Desde este enfoque, el propio estado de Israel es moralmente correcto -un «milagro», como dijo recientemente David Grossman- si sus líderes no hubieran cometido la estupidez de la ocupación militar después de la guerra de 1967.

El resultado de este rompecabezas es el caos moral. Mientras los descarados delirios sobre la limpieza étnica del racista Avigdor Lieberman se consideran repugnantes, la inicial limpieza étnica que dio lugar al nacimiento de Israel se considera aceptable, una sacudida de violencia bélica (nunca se explica cómo) que se ha integrado moralmente. La solución, por lo visto, no es reparar el pecado original sino simplemente estabilizar el estatus judío, lo que se entiende básicamente como atizar el miedo de los judíos israelíes a ser atacados y aniquilados. Reconociendo que alguna pizca de justicia se exige para lograr la meta de esta «paz», la propuesta del liberal-sionista es crear un Estado palestino vecino (desmilitarizado por supuesto, y no necesariamente dentro de la línea verde de 1948).

Hace falta una especie de negación para sostener este enfoque, sobre todo a la luz de recientes historias como la de Ilan Pappe en la limpieza étnica de Palestina que demuele la fantasía consoladora de la historia que cuenta que la limpieza étnica de Israel fue un accidente de guerra. Esto no es sorprendente en sí mismo: los mitos nacionalistas se desmantelan lentamente por todas partes. Pero Avnery no entra en la categoría clásica. Él expuso los crímenes sionistas antes que ningún otro, pero nunca ha perdido su afecto por el estatus judío o su dedicación a preservar la mayoría judía en Israel. Sabe que en 1948, las tropas sionistas aterrorizaron cruelmente y expulsaron a centenares de miles de indefensos palestinos de sus pueblos y los echaron del país, pero está convencido de que el programa de acción para preservar la sociedad judeo-israelí que él atesora, no sólo le da el mandato sino que le concede la autoridad moral de no permitirles el retorno.

Desde este galimatías de principios contradictorios Uri Avnery encara el cargo de «aparttheid» que hace el presidente Carter en su exitoso libro «Palestina: ¿Paz o Apartheid?»

El argumento de Avnery contra la analogía del apartheid no es que las políticas estatales israelíes hacia los palestinos no sean racistas; está de acuerdo en que la ocupación es racista y que las colonias y el muro están creando un Estado palestino dividido en bantustanes y avala el término «apartheid» para describir la política israelí en Cisjordania. También sostiene lo que es una verdad indiscutible: muchas personas tratan la comparación de Israel con Sudáfrica sin darle demasiada importancia y se cometen errores de lógica. (su «comparación esquimal», sobre masticar el agua, es una incómoda referencia antigua a los Inuit pero hace al caso). Estamos de acuerdo, hay genuinas diferencias entre Sudáfrica e Israel que ciertamente requieren una cuidadosa consideración.

Pero el propio análisis de Avnery incluye errores garrafales de lógica y sobre los hechos reales, que provienen de una falta de entendimiento de qué era el apartheid y cómo funcionó. Uri Avnery parece que piensa en el apartheid como una versión extrema de Jim Crow en la que los negros estuvieron subordinados mientras se incorporaban a la sociedad blanca. De hecho, el apartheid era un sistema de dominación racial basado fundamentalmente en la noción de separación física. Las doctrinas, las políticas y las psicologías colectivas de los sistemas sudafricano e israelí son mucho más parecidas de lo que él reconoce y es de vital importancia explicar esto.

El argumento principal de Avnery proviene de un profundo concepto erróneo. Advierte que una campaña para lograr una unificación al estilo de Sudáfrica en Israel-Palestina sólo activaría una nueva limpieza étnica, porque la obsesiva ansiedad judía sobre la «amenaza» demográfica (el exceso de no-judíos) inspiraría a los reaccionarios israelíes a expulsar por la fuerza a toda la población palestina. Sin embargo considera este riesgo posible en Israel y sobre la base de que no existió en Sudáfrica: «ningún blanco habría soñado con la limpieza étnica. Incluso los racistas entendieron que el país no existiría sin la población negra». Sin embargo, un rasgo clave del apartheid era los traslados de las poblaciones por la fuerza. Se han escrito libros famosos sobre el traslado forzoso de centenares de miles de personas de sus casas y tierras en un esfuerzo por crear una «Sudáfrica blanca» en donde los negros sólo se permitían como «trabajadores invitados». La política de «traslados forzosos» para blanquear Sudáfrica fue tan extensa que probablemente nunca sabremos cuántas personas fueron desalojadas realmente; estas campañas eran intentos sistemáticos de «limpieza étnica» más que cualquiera que se haya intentado en Europa del Este. Si Avnery piensa que el apartheid no tenía nada que ver con el traslado de poblaciones es que no ha entendido, ni siquiera vagamente, el concepto de apartheid.

Uri Avnery apuntala estos análisis defectuosos ofreciendo cuatro razones por las que la comparación del apartheid no debería conducir a una solución en Israel-Palestina. Primero, dice que el acuerdo general de la solución de un solo estado ya estaba instalado en Sudáfrica. Negros y blancos, argumenta, «estaban de acuerdo en que el Estado sudafricano debía permanecer inalterable -la cuestión sólo era quién lo gobernaría-. Casi nadie propuso dividir el país entre negros y blancos.

Ésta es una equivocación fundamental. La separación territorial entre negros y blancos era definitivamente el nudo central de la política del apartheid oficial hasta el año 1985 por lo menos, es decir, durante casi cuatro décadas. Un punto central en la cuestión era el hecho de que el 87% del territorio del país sólo pertenecía a los blancos y los negros sólo podían acceder con permiso de los blancos y sin ningún derecho. A finales de los años 70, por ejemplo, un importante miembro del gabinete ministerial dijo en el parlamento sudafricano que «no habrá ningún africano negro en el futuro». Parte de esta política era la creación de falsas «patrias negras» a las que se otorgaba falsa «independencia» y así se les quitaba la ciudadanía sudafricana, al igual que la propuesta de Israel de «dos estados» cuya política promete una «patria» para los palestinos en la actualidad. El reconocimiento de que Sudáfrica debería permanecer intacta fue una consecuencia de la derrota de apartheid, no una característica del sistema.

Segundo, Uri Avnery sostiene que, mientras la separación racial en Sudáfrica era un programa de todos los blancos rechazado universalmente por los negros, en Israel-Palestina ambos pueblos quieren estados separados, «nuestro conflicto está entre dos naciones diferentes con identidades nacionales diferentes y cada una de los cuales tiene como valor más alto un Estado nacional propio»; afirma que sólo una pequeñísima minoría radical en cada lado desea un solo Estado. En el lado judío, dice, estos radicales son los colonos fanáticos religiosos que insisten en retener toda la Cisjordania. En el lado palestino, la minoría son «los fundamentalistas islámicos que también creen que el país entero es un ‘waqf’ (monopolio religioso) que pertenece a Alá, y por lo tanto no puede dividirse».

Estas afirmaciones tajantes sobre ambas posturas no se sostienen Los sudafricanos negros no eran monolíticos en sus puntos de vista. El «Congreso Nacional Africano (ANC)» apoyó la unificación y la democracia pero algunas facciones de la población negra de Sudáfrica se aferraron al concepto de «patrias». El más conocido por esto fue el «Partido Inkatha por la Libertad en KwaZulu», pero otros grupos también abrazaron la política de la patria por el poder y el liderazgo que les permitía -igual que Fatah está abrazando el estado «truncado» que le ofrece hoy Israel-. Sí, la mayoría de la opinión negra rechazó las patrias «separadas», aunque la pequeña porción de la sociedad negra que sentía que tenía algo que ganar con las «patrias» no lo hizo.

Las opiniones palestinas tampoco son monolíticas. Las encuestas dirigidas por el Centro de Medios de Comunicación de Jerusalén entre 2000 y 2006 han señalado que el apoyo palestino a una solución de dos estados (entendido como un Estado Palestino independiente en la Banda oriental y la Franja de Gaza) es sólo de alrededor del 50%. La adhesión a la propuesta de un Estado palestino en toda Palestina oscilaba entre 8 y el 18%. Pero, notablemente, el apoyo a un solo «estado bi-nacional» en todo Israel-Palestina ha rondado obstinadamente entre 20 y el 25%, una cifra notablemente alta dado que la opción de un solo estado no está en el debate público entre los palestinos (la razón de este silencio no es que esa unificación sea impopular, sino que su discusión minaría la premisa de la existencia «interina» de la Autoridad Palestina existente y por tanto es una cuestión políticamente muy sensible.) Si un cuarto de los palestinos apoya la solución del un solo estado, incluso en estas condiciones desalentadoras, no es descabellado proponer, como hacen los activistas palestinos veteranos como Ali Abunimah (el autor del nuevo libro «Un País»), que en condiciones más favorables se manifestaría rápidamente un amplio apoyo palestino a la unificación.

También es relevante que en estas mismas encuestas, el apoyo palestino para un estado islámico se ha manifestado aproximadamente en un 3%. Claramente, el apoyo palestino de un 25% por ciento de los palestinos a un estado unificado no puede reducirse, como Uri Avnery sugiere, al radicalismo islámico.

Tercero, Avnery apunta a la diferencia demográfica de los dos conflictos. En Sudáfrica, una minoría blanca del 10% gobernó sobre una mayoría negra del 78% (así como sobre «los de color» y los «indios»), mientras que en Israel-Palestina las poblaciones judías y palestinas son aproximadamente iguales, unos cinco millones cada una. Pero este punto deja este argumento en suspenso ¿Y qué? Cualquier idea de que este asunto hace inviable la comparación falla de dos maneras. Primero, falla moralmente, ¿la opresión cambia cualitativamente si la distribución de la población entre el opresor y oprimido varía? ¿No habría existido apartheid si los blancos hubieran sido la mitad la población? Y segundo, falla en su lógica política. Ciertamente la amenaza «negra» percibida por una minoría blanca del 10% en Sudáfrica era mucho mayor que ahora la «amenaza» árabe Palestina sobre una población judío-israelí que es aproximadamente del 50%. No cabe sorprenderse de que el miedo a ser «inundados» por una gran mayoría negra se citara frecuentemente por los partidarios del apartheid como una razón para continuar negando los derechos de la población negra. Sin embargo los judíos israelíes están mucho mejor posicionados para retener el poder político y económico en Israel de lo que estaban los blancos (especialmente los afrikaners) en Sudáfrica

Finalmente, Avnery sostiene que la unificación en Sudáfrica se manejó sobre la base de la interdependencia económica racial, «la economía sudafricana estaba basada en el trabajo negro y posiblemente no podría haber existido sin él». En sus fases iniciales, el apartheid intentó minimizar cualquier dependencia de los negros, tratando de relegarlos a los trabajos más penosos. No se permitió a los africanos negros hacer los trabajos reservados para los blancos (o para los indios y los «de color»). Había una prohibición estricta, por ejemplo, para negros que trabajaban como artesanos fuera de las patrias segregadas. El sistema comenzó a deshacerse a finales de los 60 cuando la economía se quedó sin suficiente cantidad de personas blancas en algunas ocupaciones especializadas y semiespecializadas y el gobierno se vio obligado a permitir a los negros ocupar esos sectores. Ese cambio les dio una mayor capacidad de negociación a los obreros negros y, con otros factores, los dotó de una base para una resistencia organizada más eficaz. Es difícil saber si los israelíes se verán forzados en algún momento a permitir el reingreso de los palestinos en el mercado laboral, pero incluso aquí las diferencias no son tan severas como Avnery pretende.

En sus conclusiones Uri Avnery argumenta que la comparación del apartheid también falla en la cuestión del boicot internacional, «es un error serio», insiste, «pensar que la opinión pública internacional acabará con la ocupación. Esto ocurrirá cuando el propio pueblo israelí se convenza de la necesidad de hacerlo». Este argumento sugiere que Uri Avnery no sabe lo suficiente sobre la caída del apartheid, Los sudafricanos blancos no cambiaron de opinión sobre el apartheid simplemente porque la situación moral y política se hiciera finalmente clara para ellos a causa de las demostraciones en las calles y las huelgas laborales de los negros, sino que cambiaron cuando una campaña estratégica de lucha interna dura y sangrienta estuvo apoyada por una presión internacional convenida que incluyó el boicot a los productos sudafricanos afectando a su moneda así como a los artistas y equipos deportivos.

Todavía se debaten los efectos económicos de estas sanciones contra Sudáfrica, pero el efecto psicológico de aislamiento internacional sobre la voluntad de cambio de los blancos sudafricanos fue inmenso y se convirtió en una de las palancas más importantes que acabaron con el apartheid. Más tarde, en 1992, cuando se pidió a los blancos que apoyasen un convenio negociado en un referéndum, las entrevistas a los votantes en los medios de comunicación revelaron que el deseo de los blancos de «acercarse a la comunidad internacional» convenció a muchos para que votasen contra él.

Atribuir la «falta de derramamiento de sangre» en esa transición a «líderes sabios» como de Klerk y Nelson Mandela es entender mal que esas figuras históricas pudieron jugar su papel vital precisamente debido al enorme esfuerzo histórico colectivo. Así como era imposible imaginar un fin negociado del apartheid sin el aislamiento internacional de Sudáfrica, también es difícil imaginar que se logrará una solución política al conflicto palestino a menos que el mundo ejerza sobre Israel una fuerte presión internacional

Pero un error aun más profundo subyace en el pesimismo de Avnery sobre la solución de un estado único según el modelo sudafricano: parece confundir la Sudáfrica que todos vimos en las negociaciones de los 90 con la Sudáfrica que existió antes. Este error, demasiado común, sostiene que los factores que llevaron a un convenio eran partes inmutables de la realidad sudafricana. De hecho, el acuerdo político general sobre la necesidad de la unidad nacional se cristalizó sólo después de una lucha larga y amarga cuyo resultado exitoso le había parecido exactamente igual de inverosímil a la mayoría de los comentaristas, que un estado compartido en Israel le parece imposible ahora a Avnery.

Olvidarse de esta historia borra de ella a los valientes activistas que lucharon durante décadas por el principio de unidad nacional, a veces a costa de sus vidas. De hecho, los sudafricanos nunca estuvieron unidos en la idea de que el país tenía que ser compartido -todavía hoy hay blancos que rechazan esta idea-. Esto explica en parte por qué en la década de los 80 muchos académicos y comentaristas «expertos» continuaban sosteniendo que el conflicto en Sudáfrica era insoluble y que una sociedad compartida era imposible, citando muchos de los mismos argumentos que se citan repetidamente en el caso palestino.

Claramente esto les conviene a los que creen que la partición es la única solución para actuar como si el mundo nunca cambiara. Pero el mundo cambia y lo hizo bajo el apartheid. También cambiará en Palestina.

Steven Friedman es analista político sudafricano residente en Johannesburgo. Virginia Tilley es ciudadana estadounidense y trabaja en el Consejo de Investigación de Ciencias Humanas en Pretoria.

Traducción de J.M.

[1] http://www.counterpunch.org/tilley01242007.html

Texto original en inglés: http://palestinianpundit.blogspot.com/2007/01/taken-for-ride-by-israeli-left.html

Caty R. pertenece a los colectivos de Rebelión y Tlaxcala, la red de traductores por la diversidad lingüística. Esta traducción se puede reproducir libremente, a condición de respetar su integridad y mencionar a los autores, el traductor y la fuente.