«No temo al pasado, pero no sé si podré superar el misterio de la noche» Agustín Pío Barrios «Mangoré» Estando en San Salvador, eso fue por junio de 2009, me fui a sentar en uno de los bancos de la Plaza Libertad, venía recién salidito de una pupusería de la 1ª Calle Poniente, de darme […]
«No temo al pasado, pero no sé si podré superar el misterio de la noche»
Agustín Pío Barrios «Mangoré»
Estando en San Salvador, eso fue por junio de 2009, me fui a sentar en uno de los bancos de la Plaza Libertad, venía recién salidito de una pupusería de la 1ª Calle Poniente, de darme un atracón… de adivinen qué. Necesitaba un poco de aire y un cigarillo, aunque esto suene contradictorio. Me senté y mientras aspiraba la primera bocanada, la persona que estaba en el otro extremo del banco, me saluda.
«Buenas tardes joven, si no se ofende, le podría preguntar de qué país es originario».
El hombre no encajaba en la panorámica -un rara avis- de todo lo que nos merodeaba: niños vendiendo golosinas, jubilados ofertando billetes de lotería, señoras ofreciendo jugos de fruta con popote amarrado, especímenes de otro tipo de fauna, de difícil descripción y misteriosas mercancias, y desde luego, las omnipresentes vendedoras de pupusas.
«Le apetece un par, de chicharrones y queso, están fresquitas».
«Gracias señora, pero acabo de recibir mi cuota».
Me miró con refractario recelo, luego lo miró a mi compañero de banco y se fue con la boca llena de un solo murmullo indescifrable, tal vez «par de viejos culeros» o quien sabe, en una de esas, pronunció muy humildemente una bendición en idioma Náhuatl.
«Le gusta eso», me interrogó.
«¿Qué, las pupusas?».
«Ah, pero si usted es argentino…o tal vez uruguayo».
«Soy argentino».
Entonces, él, traje y chaleco, pantalón haciendo juego, camisa blanquísima y supongo que almidonada, corbata de color rojo con pequeños motivos en azul, me empieza a contar de sus viajes a Argentina y Uruguay. Inmediatamente, se me vino la imagen de una foto que había visto de Roque Dalton, paseando por Buenos Aires.
Me nombra los lugares emblemáticos, avenidas, cafés, barrios, monumentos, restaurantes; con una memoria asombrosa para su edad, que yo arriesgaba entre los 80 y 85.
«Ah, esas pizzas de Las Cuartetas, o las de Guerrín, y las parrilladas de La Estancia, y los ravioles de Pippo. La avenida Corrientes las 24 horas en actividad, con sus librerías de usados. Yo iba a tomar mi cafecito al Tortoni».
«Me asombra su memoria, es como se dice, prodigiosa, por que estamos hablando de hace muchos años».
«Fui varias veces a Buenos Aires y Montevideo, pero desde la primera vez, deben de hacer cerca de los 50 años. Creo que lo que me ayudó a ejercitar la memoria, es haber sido aficionado a la mύsica y tener que retener las partituras de piezas musicales extensas. Pero mire, nunca pasé de aficionado, me casé y la vida del mύsico que pretende ser profesional, corre el riesgo de terminar en una perpetua bohemia. Un día mi mujer me dijo, si te dedicás a la mύsica, yo me vuelvo a la casa de mis padres; y por aquella época yo estaba muy enamorado». Sonrió irónico.
«Bueno joven, me tengo que retirar, no lo molesto más». Se paró, me estrechó su mano y me dijo, «José Miguel Barrios, para servirlo».
«¿Alguna relación con el General, o con el eximio guitarrista?»
Me miró sorprendido mientras me retenía la mano. Se volvió a sentar y me dijo que del primero no estaba muy seguro, pero que a Mangoré lo había visto personalmente en varios de los conciertos que ofreció en San Salvador.
«Aquí mismo, en el Teatro Nacional»
«Mire joven, Mangoré no era un personaje de, lo que podríamos definir como…, la realidad. Creo que a Mangoré lo inventó nuestra exuberancia americana, como lo hicimos con Bolívar, por algo le decían a Mangoré, el Bolívar de la guitarra.
Es una de esas historias, claro debe haber más de una, que esconde un gran triunfo metafísico, tras la aparente derrota existencial. Todo lo contrario, podríamos decir, de Andrés Segovia, su contemporaneo. Estos suelos, están colmados de sueños mangorianos.
Mangoré estaba salido completamente del lugar comύn, y eso es justamente lo que definimos como arte, aquello que se escapa y que nunca jamás vuelve al lugar comύn. Esa excepcionalidad que podríamos visualizar, como esa mujer con los pechos descubiertos, los pechos más hermosos nunca imaginados por hombre alguno y con dos finísimos y largos brazos que despliegan dos enormes alas azules, …y que en un momento, levanta vuelo muy cerca nuestro.
Yo la he visto, bueno, lo vi a Mangoré, que es más o menos eso que le dije hace un momento.
El hombre entró al teatro, todo de negro, incluido el chambergo, pasó muy cerca mio, llevaba su guitarra, la de los seis rayos de plata, enfundada en un cofre de madera, que parecía un ataud de niño pequeño. Pensé que me podría llevar a mí. Yo tenía para aquella época unos seis años y no sé porqué pensé en la muerte, bueno pensaba en la muerte bastante seguido, pero verlo a Mangoré todo de negro, con su melena lacia negro azabache, hizo disparar en mi fantasía de niño, todo lo que tenemos dentro nuestro, de asombro ante el misterio.
Me aferré a la mano de mi padre, que era un aficionado por la mύsica. Estabamos en la cola de la boletería, y era tal la multitud agolpada cerca de la entrada principal del Teatro Nacional, que yo veía a mi padre un poco nervioso. Eso fue para mediados del año 33.
Se descorrió el telón, no me acuerdo si hubo presentación o no, lo ύnico que vi es que el paraguayo Agustín Barrios, sentado, vestido de indio guaraní, abre el ataud que tenía sobre sus piernas. Bordeaba su cabeza una vincha gruesa, de color rojo, que remataba su frente, en una cruz pagana de piedras que refractaban rayos de luz, de diferentes colores. De la vincha salían también, un manojo de plumas de quetzal, y a su cuello lo rodeaban collares de piedras y metales.
Había, sí, un niño muerto. Mangoré lo acarició y lo mantuvo en vilo por un instante. El silencio me dio miedo. Fue la ύnica vez, que tenga memoria, de haber estado rodeado por tanto compatriota salvadoreño y escuchar ese silencio tan agudo, parecía que alguien, cualquiera, en cualquier momento, iba a lanzar un alarido de pavor, pero no, sólo algunas tocecitas de Mangoré. Nunca más volví a ver lo que vi, me refiero al niño muerto.
El silencio no se quebraba, hasta que Mangoré dejó escapar la primera nota. Después me enteré que fue Madrigal, y la gente siguió en un mutismo paralizante, la atmósfera se había congelado y las ύnicas luces que cegaban mis ojos, eran esos seis rayos de plata, salidos de ese cuerpo, que había resucitado.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.