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La lucha por la supervivencia de los refugiados sirios en el Líbano

Fuentes: Jadaliyya.org

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández.

La primavera acaba de aterrizar en el Líbano. Su calidez y colores confortan la deshidratada piel invernal de la inmensa mayoría de los refugiados sirios, que han estado resistiendo temperaturas gélidas y muriéndose de frío bajo la fina lona de las tiendas de campaña. El Líbano alberga ahora, aproximadamente, a un millón de sirios desplazados de sus ciudades y pueblos arrasados por la guerra en Siria. Soportando explotaciones sin límite, las familias sirias, forzadas a buscar refugio en el Líbano, han tenido que luchar contra una estación hostil en un entorno hostil que en algún momento habían creído que podría resultar acogedor y amable.

Durante el dominio de Alexa, una tormenta polar que sacudió el Líbano a principios de diciembre de 2013, cuando iba caminando por entre el laberinto de tiendas en Arsal, Amira agarró mi brazo y me dijo: «Señor, necesito hablar con Vd. Tiene que ver a mi hija. Por favor, venga conmigo a mi tienda». Dentro de una tienda beige de dos por dos, que ostentaba el logo azul del patrocinio de los especialistas en la gestión de desastres, el ACNUR, sentada sobre los talones, estaba Jadiya. Era el día después de que se retirara la tormenta polar, cuando el sol brillaba de nuevo sobre Arsal, donde se hacinan setenta mil refugiados sirios. Jadiya llevaba puesto un gorro negro de lana; parecía nerviosa y asustadiza mientras se acurrucaba alrededor de una estufa. «Mi hija está sufriendo mucho aquí, su salud mental se está deteriorando velozmente. Está empezando a perder oído». Amira habló después en un tono más bajo: «Mi hija Jadiya es una niña autista».

Los rasgos afilados como de carita de ratón, la piel seca y quemada por el sol, agrietada en las mejillas y en la frente, las largas noches de insomnio que se hacían patentes en los negros anillos bajo sus ojos, no lograban ocultar, cuando sonreía vergonzosa, los bellos rasgos que debía haber tenido antes de la guerra. Titubeando, Amira explicó: «Sé que no es el caso más importante, como me han dicho ya varios periodistas y las naciones [el ACNUR], pero ella es un caso especial y necesita atención especial más allá de las pastillas de Panadol que le dan en la clínica». Amira me contó que Jadiya iba bien cuando asistía a la escuela de un convento allá en Qusir. Antes de que los aviones de combate Migg bombardearan su barriada y rompieran en pedazos su pacífico mundo, «solía ir andando a la escuela cada día y pasaba la jornada con otros niños discapacitados psíquicos». La rutina era algo esencial para Jadiya, como ocurre con muchos niños autistas, y cuando las atronadoras explosiones hicieron añicos esa rutina, su frágil mundo se desestabilizó. Su madre se siente impotente y se lamenta: «En Arsal nadie quiere prestar atención a Jadiya, los niños se burlan de ella, y sólo hace una semana que se ha atrevido a salir fuera de nuestra tienda». Jadiya, de trece años de edad, se animó finalmente a hablar, dejando patente su inestable memoria y su creciente sordera: «Tengo siete años». Su incapacidad para establecer contacto visual y su negativa a hablar evidenciaban su temor e incertidumbre.

Según la municipalidad de Arsal, en el pueblo hay asentados alrededor de 74.000 de los refugiados sirios que han escapado de Siria en los últimos tres años. No fue hasta finales del pasado verano cuando el gobierno libanés permitió que los sirios establecieran campamentos. En el de Arsal, donde Jadiya y su madre se han refugiado, se montaron en diciembre unas setenta tiendas. El número de sirios hacinados en cada tienda varía. Algunas albergan hasta doce personas, pero en realidad las tiendas de lona de dos por dos que se suelen utilizar habitualmente en las actividades de acampada son adecuadas para tres personas. «Dormimos como sardinas en lata», bromeó Muhammad, el padre de Jadiya, de 54 años.

Las cifras crecientes de refugiados presentes en Arsal han creado tensiones con los habitantes libaneses de la localidad, situada junto a la frontera. El 12 de enero de 2014, los sirios albergados en Arsal se despertaron con una declaración que pedía su expulsión. El aviso de expulsión decía que los sirios tenían 48 horas para volver al lugar de donde procedían. El consejo municipal de Arsal rechazó la amenaza de desalojo y dijo que era obra de agentes provocadores. Tras la última oleada de refugiados sirios que huían de Yabrud a Arsal, el consejo municipal dictó una orden de toque de queda para los sirios. Ahora no se les permite estar en las calles desde las siete de la tarde hasta las nueve de la mañana ni entre la una y las tres de la tarde.

Más allá de Arsal, en las llanuras del Valle de la Beqaa, a tan sólo diez minutos del cruce de frontera de Masna, las tiendas de campaña brotan como setas de la tierra roja cubierta de nieve en Marj, ciudad conocida como la puerta del oeste de la Beqaa. Cuarenta de esas tiendas, raídas y endebles, albergan a alrededor de cien familias y se asientan por detrás de un basurero escondido a los ojos de los automovilistas que van conduciendo en dirección a Damasco. Cuando llegan visitantes, los sirios salen gateando de sus tiendas. Sonríen y se agrupan. Los desesperados ojos de las madres escudriñan al instante tu cuaderno y llaman a gritos a otras madres: «Están registrando, vete a por los niños». Sus gritos de «necesitamos leche, pañales… necesitamos…» indican que no se está realizando una labor adecuada de asistencia. En el consejo municipal de Marj, su jefe, Nasim Yusif, estaba echando a los refugiados del edificio del ayuntamiento. Los sirios, jóvenes y viejos, buscaban el calor del interior del edificio, refugiándose de los cuatro grados de temperatura exterior mientras esperaban que se distribuyeran más tiendas. La furia de Yusif era evidente mientras vociferaba con voz autoritaria: «Estamos desbordados con todos esos sirios; el gobierno libanés está desaparecido, no nos ayuda en nada». En el calor sofocante de su oficina, caras sombrías de hombre sorbían un café mientras la música de Fairuz sonaba al fondo. Fuera, las personas de edad sirias continuaban narrando con detalle las condiciones de vida que estaban padeciendo, interrumpidos de nuevo por la llegada de un guardia municipal que gruñía: «Los periodistas no pueden entrar en ninguno de los campos y deben dejar de hablar con los refugiados, órdenes del jefe». Después, el guardia se volvió hacia los sirios y en un despliegue de testosterona los rechazó gritando: «Marcharos, salid, no hay tiendas hoy».

Um Ahmad Awad, de 48 años, huyó de Ghuta, cerca de Damasco, a principios de diciembre, y ese día se había acercado al ayuntamiento de Marj desde el campo donde se cobija para pedir una tienda. Um Ahmad, seguida por su hijo menor, Ahmad, un niño con Síndrome de Down que se escondía detrás de la abaya negra de su madre frente al edificio del ayuntamiento, comparte en la actualidad una tienda con otra familia siria, también de Ghuta. Sus tres hijas están alojadas con una familia libanesa en un apartamento situado frente al campamento. Um Ahmad no se sentía muy contenta de ese acuerdo: «Una de mis hijas no se siente bien por la presencia del padre de la familia anfitriona». Um Ahmad se negó a dar más explicaciones y dijo: «Nos sentimos agradecidos de que se ofrecieran a albergar a mis hijas, pero la familia anfitriona malinterpreta a veces a las adolescentes». Um Ahmad, una madre sola, lleva dos semanas luchando para encontrar una tienda donde poder tener reunida a toda su familia. Su marido no pudo huir de Ghuta con ellos. «El puesto de control del régimen sólo permitía salir a las mujeres y a los niños», explicó.

La difícil situación de Um Muhammad en Marj y el desconcierto de Jadiya en Arsal parecen ser la dura pauta de vida que golpea a los refugiados sirios por todo el Valle de la Beqaa. Es un cúmulo de injusticias que les supera, un espectro arrojado contra ellos convirtiéndolos de ciudadanos que escapan de los barriles-bomba, en números en los cuadernos de las organizaciones de ayuda y, finalmente, en refugiados cuando entran en el Líbano.

En el centro de la Beqaa se asienta la ciudad de Zahle. Los refugiados sirios han establecidos varios campamentos en sus tierras agrícolas. Por debajo de la carretera se encuentra el campo de al-Yura (fosa), cercano a un campo de refugiados que fue anteriormente incendiado. Los refugiados del campo de al-Yura fueron los aterrados testigos del provocado incendio temiendo que podían ser los siguientes. El nombre del campo responde al punto de referencia geográfico, una amplia fosa que se asienta en medio del campo adonde van a parar las regueras de aguas residuales construidas al aire libre y que van filtrándose hacia el hoyo.

Abu Said, de 55 años, desplazado de Idlib, dirige el campo y atiende las necesidades de sus 300 refugiados sirios. Para impedir las inesperadas y brutales expulsiones ante la ausencia de protecciones legales o comunales, Abu Said hizo un trato con el terrateniente libanés: ellos proporcionarían la fuerza de trabajo (la gente que habita el campo) para un terreno agrícola cercano y pagarían una renta de cien dólares al mes por área con tiendas, pudiendo de esta forma conservarlas en ese terreno. El campo de al-Yura demuestra la pura negligencia que sufren los desplazados sirios. La corrupción de las ONG, así como los recortes de la ayuda al ACNUR, eran los problemas principales de los que se quejaban los sirios que vivían en al-Yura. «Venga a echar un vistazo a nuestras tiendas y vea cómo vivimos», gritaba una madre.

El olor a humedad de la tienda se mezclaba con los nocivos humos que salían de la estufa donde se quemaban bolsas de plástico azul y chanclas de nylon rojo de tamaño infantil. «Las naciones [el ACNUR] vinieron e inspeccionaron nuestra tienda. Después de la inspección dijeron que la ayuda que necesitamos no es prioritaria. Me dijeron que debíamos buscar trabajo, que mi marido y yo todavía somos jóvenes». Las tiendas crecen como champiñones unas junto a otras en al-Yura y forman un estrecho laberinto lleno de cloacas que corren entre ellas y de niños pequeños. Fátima, de trece años, se sentaba sobre una roca caliza para enseñar a leer a los niños del campo. Niños y niñas de diez, ocho y siete años rodeaban a Fátima, con toda su atención puesta en su regazo, donde había colocado un raído cuaderno. Fátima deslizaba su frágil dedo índice sobre el alfabeto árabe seguida por sus alumnos que los gritaban al unísono y luego se turnaban para escribir el alfabeto en la parte posterior del deteriorado cuaderno de Fátima.

(Dentro del campo de al-Yura. Foto del autor)

Más allá del campo de al-Yura, aparecen en la distancia cuatro campos más. En estos cuatro campos, sirios de Alepo, Idlib, Raqa, Homs y Damasco coexisten todo el tiempo afrontando las duras condiciones que el dueño les ha impuesto. Una mañana de febrero, muy pronto, a las siete, cuando la fina capa de rocío congelado iba derritiéndose sobre los verdes arbustos, y un perezoso sol invernal se arrastraba desde detrás de la cadena oriental de montañas del Valle de la Beqaa, un camión azul emitía un zumbido mientras esperaba la llegada de las mujeres. Las mujeres sirias, madres, hermanas e hijas dejaban la tibieza de sus tiendas, a sus bebés en sus cunas y subían al camión azul que las arrebataba para trabajar en los campos a cambio de unos míseros cuatro dólares al día. «No tenemos otra opción. Si queremos conservar la tienda, tenemos que trabajar la tierra». Hayzam, de 17 años de edad, desplazado de Alepo, comentó mientras contemplaba como su madre y dos hermanas subían al camión azul: «No nos deja [el terrateniente] otra opción. Ni siquiera podemos negociar nuestro salario, fijado en 6.000 liras libanesas [4 dólares] al día. Tómalo o lárgate del campamento». En la distancia, por detrás de Hayzam, un cartel indica las horas de toque de queda para los trabajadores emigrantes [léase refugiados sirios]. «A los hombres se nos destina a trabajos de construcción y a las mujeres a labrar la tierra», le lamentaba Hayzam, «pero hay demasiados hombres para la construcción y muy pocos de nosotros conseguimos una oportunidad de trabajo».

A esa hora temprana de la mañana, los niños cogían sus libros y se dirigían animadamente a una tienda que sirve de improvisada escuela mientras sus madres y hermanas desaparecían en la distancia sobre la parte trasera del camión azul. Dentro de una de esas tiendas se encontraba Amina Hamzeh, de 57 años, antigua vecina de Idlib. La tienda de Amina contaba con una estructura de madera y láminas de plástico de los carteles reciclados recogidos en los contenedores de Zahle. La improvisada tienda cuenta con dos habitaciones separadas: una de ellas sirve como sala de estar durante el día y por la noche de dormitorio de los hombres; la segunda hace de dormitorio para las mujeres y los niños. La tienda de Amina alberga hasta a dieciocho familiares de todas las edades, desde bebés a ancianos. A Amina le duelen mucho las articulaciones aunque lo que más le afecta es el dolor de espalda y una impredecible menopausia, junto al peor enemigo de los refugiados: el frío glacial que hiela hasta los huesos. Sentada en cuclillas cuando lavaba los platos en un barreño de plástico azul, Amina llevaba al menos cuatro capas de ropa cubiertas por una abaya morada: «Me obligaron a andar doblada sobre los campos todo el día a pesar de mis protestas de que mi espalda y mis piernas no podían sostenerme». El segundo día de trabajo fue el último porque después se derrumbó. «El terrateniente nos permite quedarnos en esta tierra mientras le enviemos mujeres para trabajar en sus campos». Los ojos de Amina se humedecen pero se resiste ante las lágrimas. «Le dije a mis dos hijos que yo cuidaría de sus bebés mientras sus esposas iban al campo para sustituirme, de otra forma no podríamos instalar nuestra tienda en su tierra. ¿Y adónde podríamos ir?».

Hablando en susurros fuera de su tienda para asegurarse de que nadie la escuche, Amina se franquea: «Estamos obligados a trabajar para el terrateniente. No podemos decir que no. Se nos paga 6.000 liras libanesas [4 dólares] al día por recoger patatas desde las siete de la mañana hasta las cuatro de la tarde, y a los que no lo cumplen les arrancan las tiendas». La familia de Amina decidió huir al Líbano en vez de a Turquía pensando que el Líbano es «nuestro segundo hogar» para acabar llegando a un hábitat sumamente hostil. «No nos atrevemos a salir del campo por la noche». Frunció el ceño y prosiguió: «Tan pronto como oscurece me pongo a suplicarles a mis hijos que ‘ni siquiera se les ocurra pensar en salir de esta tienda’. Una noche del mes pasado, dos de mis hijos fueron golpeados e insultados cuando regresaban de Zahle». Los sirios que se encuentran en estos campos temen a cualquier patrulla militar o de la policía que pase por allí «porque si nos ven se paran, y para ellos somos culpables por el mero hecho de ser sirios».

La apurada situación de Amina es un ejemplo visible de la experiencia de los sirios que se refugian en el Líbano. La ausencia de servicios básicos es sólo uno de los aspectos de la dura situación; la dignidad y la autoestima han acabado desapareciendo también. La subyugación a que les someten sus anfitriones es equivalente a la esclavitud moderna. Si estos refugiados pudieran olvidar por un momento su estatus, un cartel a la entrada del campo les recuerda brutalmente cuál es su sitio: «Los trabajadores extranjeros no pueden moverse ni reunirse en lugares públicos desde la siete de la tarde hasta las cinco de la mañana. La municipalidad de Zahle hace asimismo hincapié en que se respete el horario del toque de queda en bien de la seguridad pública».

[Entre otras cosas, en la pancarta se lee: «Están prohibidas las reuniones de los trabajadores extranjeros en los espacios públicos. Foto del autor]  

En los tres últimos meses de invierno, una cifra creciente de sirios ha huido al Líbano para escapar de la escalada de la violencia en Siria. Coincidiendo con este incremento de refugiados, las ayudas del ACNUR han sufrido un duro recorte que ha dejado a muchos perplejos ante el hecho de que de repente se les negara todo tipo de ayuda cuando continuaban viviendo en las mismas terribles condiciones. El ACNUR proporciona los fondos para que muchas ONG trabajen en el Líbano. Hablé con muchos libaneses, sirios y trabajadores de ONG internacionales que confirmaron los «injustos y arbitrarios» recortes hechos por el ACNUR. Ninguno de los trabajadores de las ONG con las que hablé quiso facilitar sus nombres para esta historia por temor a perder sus empleos. Un empleado de una ONG, un oficial de campo encargado de distribuir los vales de ayuda, dijo: «Hace siete meses que el ACNUR hizo recortes arbitrarios en la ayuda que afectan a más del 40% de los beneficiarios». Los recortes en la ayuda recayeron en la forma más básica de ayuda, en el programa de vales para alimentos que aportaba 27 dólares al mes para cada adulto de cada familia en productos alimentarios. El empleado de la ONG prosiguió diciendo: «El ACNUR nos dijo que los recortes eran para deshacerse de beneficiarios indeseados que no se ajustaban a los criterios. Muchos países donantes, sobre todo los del Golfo, no han cumplido sus promesas de ayuda financiera».

Los refugiados a los que se negó la ayuda protestaron por la conducta del ACNUR y como resultado se les entregó un formulario de apelación que debían presentar en una fecha límite de 45 días. A los que no pudieron entregar el formulario en ese plazo se les dejó fuera del sistema de ayudas; sólo el 10% de los que consiguieron apelar volvieron a recibir la ayuda. «Los brutales recortes de la ayuda han convertido a muchos refugiados sirios en víctimas de una situación y circunstancias de pobreza que les ha convertido en blanco de explotación; la prostitución y la mendicidad organizada se están encargando de sus cuerpos», se lamentó el empleado de la ONG.

Reconociendo las repercusiones de su medida, el ACNUR puso en marcha un programa de evaluación. El programa cuesta millones de dólares y ha dado empleo, con un contrato temporal corto, a un ejército de personal (por 55$ al día más 3$ para llamadas telefónicas) y flotas de coches de alquiler para poder llevar a cabo la encuesta. Las unidades de inspección investigaron e inspeccionaron las condiciones de vida de los refugiados a quienes se había quitado la ayuda para que el ACNUR volviera a determinar a quién debería incluirse de nuevo en el sistema de ayuda. El oficial de campo, que está en contacto directo con los atribulados sirios, hizo hincapié en que: «Cuando el ACNUR decidió recortar la ayuda lo hicieron de forma arbitraria y acabaron dañando a los beneficiarios más vulnerables. Los repentinos recortes llevaron a los refugiados a pensar que se trataba de una conspiración para que volvieran de nuevo a su asolado país. La gente se nos quejaba de que se trataba de una conducta sistemática para hacerles salir del Líbano». Hace dos semanas, estuve hablando con un empleado del ACNUR que me confió, extraoficialmente, que el Líbano está empezando a adoptar «duras» medidas para cerrar sus fronteras a los refugiados que llegan de Siria y empezar a expulsar a los que están en el país. Una semana después, el Líbano cerraba 18 «cruces no oficiales» a lo largo de las fronteras entre los dos países.

Poco después de que su toque de queda finalice, los refugiados sirios empiezan a reunirse a las 6:30 de la mañana junto al edificio del ACNUR en la ciudad de Zahle. Desafiando las frías temperaturas de las primeras horas matinales, las familias sirias esperan para registrarse y poder rellenar una queja por los arbitrarios recortes de la ayuda, mientras los enfermos buscan medicamentos más allá de las pastillas-limosna multifunción de Panadol. En el centro de registro del ACNUR, las familias sirias son tratadas, o «arreadas», como ganado. En Zahle, el edificio del ACNUR aparece fortificado con al menos 14 guardias de seguridad; su misión, obvia para cualquier observador, es la de ladrarle con un megáfono a los hombres, mujeres y niños sirios. Para «controlar a esos sirios» que vienen a primera hora buscando ayuda y registrarse, buscando misericordia y el reconocimiento de su difícil situación, mendigando algo que es suyo. Los guardias de seguridad visten uniformes de combate azul marino con distintivos en el pecho donde se lee «Compañía de Protección de la Seguridad» (una compañía propiedad de Saad al-Hariri). Los hombres de la seguridad acosan a los refugiados desde las calles hasta el recinto que tiene una valla de hierro, una escena similar a la que los palestinos soportan en los puestos de control israelíes. Cuando se les pregunta a los guardias de seguridad acerca de sus duras prácticas, uno de ellos responde: «Es por el bien de los vecinos». Otro de los guardias de seguridad se mete en la conversación: «Es un barrio tranquilo, a los residentes no les gusta este panorama [señalando hacia el grupo de refugiados sirios a través de la calle]. Recibimos muchas quejas todos los días».

Antes de que los refugiados sirios se dirijan hacia el centro del ACNUR, tienen que llamar a una línea directa para fijar una cita. Algunas veces les lleva tres o cuatro días conseguir una cita, aunque en ocasiones pueden necesitar también hasta dos semanas. Muchos refugiados sirios que acaban de llegar de Siria o que viven en condiciones terribles, desconectados, no conocen ese hábito y por eso van directamente a registrarse a la oficina del ACNUR. Esos refugiados caen víctimas de todo tipo de manipulaciones; una de ellas, la más común, es que los guardias de seguridad que llevan el centro de registro les cobran una tarifa por «conseguirles una cita». Muchos refugiados se han quejado de esta extorsión; alguien de dentro del ACNUR confirmó que no es infrecuente que los guardias de seguridad cooperen y jueguen a intermediarios entre los refugiados sirios y las oficinas de registro del ACNUR. Él mismo, uno de los muchos que disponen de breves contratos pero muy bien pagados como oficiales de registro del ACNUR, dijo: «Esos guardias de seguridad son estafadores y tienen contactos dentro del edificio; normalmente tienen un socio en uno de los despachos del registro. Así es cómo empieza el negocio: los guardias de seguridad ven a una familia siria que ha venido a registrarse sin cita previa y le ofrecen un «favor». El «favor» consiste en una rápida entrada evitando la larga cola para registrarse, o el guardia le da información a la familia y después la pasa a su socio en el despacho a cambio de un pago que oscila entre 33 y 100$. Después, al final del día, el guardia de seguridad se reparte el dinero de la extorsión con el empleado del registro».

Muchas familias sirias caen víctimas de este esquema debido a la urgencia por registrarse, conseguir el reconocimiento y el estatuto de refugiado y la consiguiente ayuda mientras están en el Líbano. Aunque el dinero de la extorsión es la única motivación del guardia de seguridad, su socio en este delito, el empleado del ACNUR, está buscando mantener su lucrativo trabajo aumentando el número de personas que registra a diario. Parece que la naturaleza de esta «humanitaria organización» es de base corporativa; los empleados encargados del registro están obligados a competir para ver quién registra más refugiados cada día. La persona de dentro del ACNUR explica: «En la sección de registro del ACNUR hay treinta empleados y 27 mesas. Los que llegan primero consiguen una mesa, los que llegan más tarde no consiguen mesa y tienen que encargarse de hacer las fotocopias. Los empleados empiezan a llegar una hora antes de su horario laboral. En la oficina, hay un gráfico que muestra qué empleado es el que más registros hace y quién el que menos. No es un entorno laboral humanitario agradable. Estamos presionados por esos trucos que nos obligan a una competición inacabable». Los empleados del ACNUR compiten para registrar a más refugiados como vía para mantener sus empleos «de forma que en ese entorno de compañeros en competición se producirán en ocasiones todo tipo de métodos pocos éticos para aumentar su desempeño; uno de los muchos métodos es la coordinación con los guardias de seguridad del exterior del edificio del ACNUR para que le lleven más familias sirias a registrarse».

[En las pancartas puede leerse: «Tengo derecho a aprender». Foto del autor]

Tres jóvenes hermanas que salen frustradas del centro reciben los gruñidos de los omnipresentes guardias de seguridad: «Tirad los cigarrillos, no quiero ver a nadie fumando. Quedaos en fila. Dejad de hablar. Mantener a vuestros niños en la cola, cogerles de las manos y no quiero ver a ninguno de vosotros en la calle. ¿Dónde piensas que vas? ¡Vuelve a la cola!». Sus visitas diarias no han logrado que les renueven sus vales para alimentos y han tenido que pedir dinero prestado para dar de comer a sus niños y pagar el alquiler.

En el interior del centro, no lejos de donde las niñas están esperando, los corresponsales extranjeros, sus conductores y los empleados del ACNUR tienen fácil acceso a pasteles, cruasanes, té aromático, café y todo tipo de refrescos. La representante del ACNUR en el Líbano, Ninette Kelley, estaba dando una vuelta por el centro de registro de Zahle. El segundo día de las conversaciones de paz de Ginebra II era una ocasión perfecta para que Kelley desplegara una coreografía publicitaria. Los periodistas internacionales se arremolinaron por el escenario, la mayoría de ellos corriendo en pos de Kelley aunque teniendo que escuchar varias frases fuertes de los refugiados sirios presentes tras las vallas de hierro. En medio de todo el trajín, un coche blanco conducía hacia la muchedumbre tocando la bocina histéricamente. La mujer que iba tras el volante se abrió paso entre la multitud con su enorme Grand-Cherokee SUV blanco. Se paró ante el primer guardia de seguridad, bajó la ventanilla y exigió en tono de superioridad: «Ellos [los sirios] nos gobernaron durante treinta años, ¡treinta años! ¿Por qué les permitimos entrar en nuestro país? ¿Por qué están arruinando nuestras calles? Hay que devolverlos a su país. No quiero ver a ningún sirio en la calle y si oigo sus voces desde dentro de mi casa voy a llamar a su compañía. ¿Quién está aquí al mando? Lléveme hasta su jefe; tenemos que limpiar este barrio de este fastidio diario».

«Allá, en Ghuta, éramos propietarios de nuestras casas; teníamos una vida honorable trabajando en nuestros empleos y, aunque estábamos rodeados de bombardeos y destrucción, nuestra dignidad estaba a salvo. Desde que huimos al Líbano nuestra dignidad ha dejado de existir», se lamentaba una de las tres hermanas desplazadas encogiéndose de hombros y arrastrando a sus niños tras ellas.

La hostilidad del invierno va desvaneciéndose poco a poco dejando paso al calor del sol mediterráneo. Sin embargo, el inhóspito ambiente de su país vecino, su hogar ahora, sigue endureciéndose.

Moe Ali Nayel es un periodista independiente que reside en Beirut.  

Fuente: http://www.jadaliyya.com/pages/index/17306/on-the-struggle-of-syrian-refugees-in-lebanon