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La materia poética de Arthur Rimbaud

Fuentes: Rebelión

El poeta Arthur Rimbaud, como tantos otros artistas, tropezó con la dureza de su tiempo. Y se lanzó a vagabundear por el mundo, decidido a convertir el alma poética en materia (tangible, caminante, en movimiento), quizá visualizando la elegancia macabramente correcta que estaba por venir. «El hombre está maleado, dijo Rimbaud, y advirtió que «hay […]

El poeta Arthur Rimbaud, como tantos otros artistas, tropezó con la dureza de su tiempo. Y se lanzó a vagabundear por el mundo, decidido a convertir el alma poética en materia (tangible, caminante, en movimiento), quizá visualizando la elegancia macabramente correcta que estaba por venir.

«El hombre está maleado, dijo Rimbaud, y advirtió que «hay que cambiar la vida». Y se derramó en vómito sobre las mesas donde «arreglaban» el mundo (entre vino y sonrisas complacientes) los literatos de salón. Porque Rimbaud era definida e irremediablemente un poeta de calle, de los miserables, de los que atraviesan el fuego interior. Y desde las catacumbas de la existencia sienten el insoportable dolor de los otros.

Antes de los veinte años Arthur Rimbaud había escrito la obra que hoy le celebramos. La influencia del poeta francés se hace determinante en el arte moderno, igual la asume la literatura como la música. Para Rimbaud «el poeta debe hacerse vidente a través de un razonado desarreglo de los sentidos. Es precisa una alquimia verbal que, nacida de una alucinación de los sentidos, se exprese como alucinación de las palabras.» No conforme, Rimbaud pensaba que «esas invenciones verbales tendrán el poder de cambiar la vida.» Y fue para cambiar la vida que escribió «Una Temporada en el infierno» («Entre tanto, estamos en la víspera. Recibamos todos los influjos de vigor y de real ternura. Y a la aurora, armados de una ardiente paciencia, entraremos en las espléndidas ciudades…»), «Iluminaciones» y «Cartas del vidente». Luego abandonó la escritura deseoso de encontrar el estado vivo de la palabra. Entonces se convirtió en el viajero (de la existencia) que fue hasta el momento de su muerte el 10 de noviembre de 1891 a la edad de 37 años.

Paul Verlaine (poeta y compañero) definió a Rimbaud como «un joven con la cabeza de niño, con cuerpo adolescente aún en crecimiento y cuya voz, tenía altos y bajos como si fuera a quebrarse.» Y Rimbaud sabía que la sensibilidad estaba a prueba. Te la quebramos o te la estupidizamos; he ahí el dilema. Y el poeta renunció a una y a otra opción convirtiéndose en literatura. Si el sistema de deshumanización nos impone dureza (el todos contra todos), nuestra respuesta (desde la sensibilidad) ha de ser fuerte y estratégica. No hay contrasentido en belleza y resistencia. Por ello Rimbaud implosionó la palabra y resurgió de sus cenizas. Esa desde siempre fue su inquietud: ser él, en conciencia y cuerpo, poesía en movimiento, libre pero tangible, hecha persona.

Hoy la realidad (que nos impone el sistema de consumo) es mucho más dura que ayer. La vida la regula un ultracorservadurismo internacional disfrazado de democracia. El fascismo se ha puesto traje de «señor correcto y legal». Y gobierna el mundo. Es un instante para que los inconformes nos implosionemos, como Rimbaud, resurjamos de las cenizas convertidos en materia poética y entremos a las ciudades dispuestos a defender la vida.