Cualquier análisis de la maternidad debe partir de una doble perspectiva. Por una parte, la maternidad debe ser considerada como una función biológica, vinculada a la procreación, el embarazo y el parto. En segundo lugar, debe ser considerada como una práctica social, que hace referencia al conjunto de actividades relacionadas con el cuidado cotidiano de […]
Cualquier análisis de la maternidad debe partir de una doble perspectiva. Por una parte, la maternidad debe ser considerada como una función biológica, vinculada a la procreación, el embarazo y el parto. En segundo lugar, debe ser considerada como una práctica social, que hace referencia al conjunto de actividades relacionadas con el cuidado cotidiano de vida de hijos e hijas, que puede ser realizada tanto por la madre biológica como por otras personas (hombres y mujeres) con la capacidad y la voluntad de proporcionar estos cuidados.
Desde la perspectiva que se vea, la maternidad es una experiencia compleja, que cuando se vive de forma integral, planificada, y segura, puede transformarse tanto en un medio para la realización personal, como en un medio para garantizar la sostenibilidad de la vida. En el otro extremo, cuando la maternidad se experimenta como una obligación y/o como el resultado de la violencia machista, puede convertirse en una fuente de sufrimiento y de opresión para las mujeres.
El sistema internacional de derechos humanos, reconoce que las mujeres tenemos derechos reproductivos que deben ser reconocidos y protegidos por los Estados. Estos derechos reproductivos incluyen nuestro derecho a decidir entre procrear y no procrear, el derecho a decidir cuándo procrear, el derecho a recibir información y acceso a métodos seguros y eficaces de control de la fertilidad, y el derecho a recibir servicios gratuitos de salud cuando decidamos interrumpir un proceso de gestación en marcha.
De acuerdo a esta normativa internacional, ninguna mujer debería ser obligada a ser madre en contra su voluntad, pero tampoco debería negársele a las mujeres este derecho. Ninguna mujer debería ser esterilizada sin su consentimiento. Ninguna mujer debería ser señalada por la sociedad por disfrutar de su vida sexual y no querer (o por no poder) ser madre. Ninguna mujer debería ser obligada en contra de su voluntad a interrumpir un embarazo, sin importar las razones que tenga para ello. Ninguna mujer debería estar encarcelada por haber interrumpido un embarazo que no deseaba. Ninguna mujer debería enfrentarse a la tragedia de quitar la vida a un recién nacido que no podrá cuidar o que no quiere cuidar.
Desafortunadamente, en las sociedades organizadas bajo el régimen del patriarcado, la maternidad deja de ser un derecho y se transforma en una obligación, la cual que se impone con más o menos crueldad, dependiendo de la clase social a la que pertenezcan las mujeres y/o dependiendo del nivel de autonomía de los Estados frente a las influencias culturales, religiosas y políticas de los agentes del patriarcado.
En Nigeria, la secta Boko Haram ha impuesto el secuestro, violación y el embarazo forzado de niñas y mujeres como un arma de guerra mediante la que pretende imponer un Estado Islámico basado en una interpretación ultra- fundamentalista del Corán. Solo el año pasado, el Fondo de Población de la ONU reportó la existencia de 16, 000 embarazos forzados en las zonas bajo control de Boko Haram. Más recientemente, el ejército nigeriano logró la liberación de 700 rehenes , entre las cuales se encuentran 217 mujeres embazadas como resultado de las violaciones reiteradas a las que fueron sometidas. Ninguna de ellas tiene la posibilidad de abortar, porque lo prohíben las leyes nacionales, impuestas por los poderosos sectores del fundamentalismo católico de ese país africano.
En El Salvador, debido a la penalización absoluta del aborto promovida en 1997 por los grupos vinculados al fundamentalismo religioso y/o moral, las mujeres y niñas de los sectores populares que sobreviven a violaciones sexuales perpetradas por miembros de pandillas, y que enfrentan embarazos producto de estas brutales violaciones, se les obliga a continuar con ese embarazo. En consecuencia, solo tienen tres opciones: cometer un delito abortando en condiciones inseguras, suicidarse, o seguir adelante con un embarazo forzado. Todo esto ocurre en un país que forma parte del Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas, pero que paradójicamente se niega a aceptar las recomendaciones de este mismo Comité en el sentido de revisar la legislación existente para permitir al menos la interrupción de embarazos en situaciones de violación sexual, y de riesgo de muerte para la madre.
En Paraguay, que cuenta con una Constitución que autoriza el aborto únicamente en casos en los cuales la vida de la madre se encuentre en peligro, el Gobierno del presidente Horacio Cartes acaba de negar a una niña de 10 años el derecho a abortar, porque en opinión de las autoridades «la vida de la madre no corre peligro de continuar este embarazo». La niña pesa 34 kilos (menos de 74 libras), tiene una estatura de 1,39 metros, y su embarazo es el producto de violación reiterada cometida por su padrastro. La solicitud de interrupción del embarazo fue interpuesta por la madre de la niña, quién en respuesta a esta solicitud fue encarcelada bajo el cargo de «complicidad y descuido de obligaciones de protección a la menor».
Estoy convencida que amor maternal y el cuidado maternal puede hacer mucho por salvar a este mundo de la catástrofe hacia la cual nos conducen el capitalismo y el patriarcado. Pero esto no se logrará mientras la maternidad se imponga a las mujeres como una obligación, y no se asuma como lo que es, es decir, como un derecho que debe ser libremente ejercido.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.