La tragedia de Gaza continúa. Impertérrita, la barbarie nazi de ahora sigue machacando la ciudad y los ciudadanos palestinos. Inconmovible, la soberbia sectaria del Estado sionista de Israel prosigue su sórdida tarea de «limpieza étnica» y exterminio. Su insensibilidad alcanza el paroxismo en el desprecio de cualquier valor humanitario: para ese poder criminal, los palestinos […]
La tragedia de Gaza continúa. Impertérrita, la barbarie nazi de ahora sigue machacando la ciudad y los ciudadanos palestinos. Inconmovible, la soberbia sectaria del Estado sionista de Israel prosigue su sórdida tarea de «limpieza étnica» y exterminio. Su insensibilidad alcanza el paroxismo en el desprecio de cualquier valor humanitario: para ese poder criminal, los palestinos no son seres humanos, sino simple carne de cañón. En paralelo con la hipocresía de las cristianísimas potencias «occidentales», que reeditan el rigodón que bailaron en otro tiempo ante el hitlerismo asesino de la II República española, de la democracia austriaca, del pueblo checo con el pretexto de la famosa «cuestión de los sudetes». Releo «Le sursis»- ´La prórroga´- el segundo volumen de «Les chemins de la liberté», la lúcida trilogía narrativa de Sartre. Siento impotencia y desesperación. Trato de recobrar la confianza en la fuerza de la razón, pero sin esperanza. Retomo mis dos reflexiones morales de marzo de 2007. Me acuerdo de aquella aseveración, creo de que Gide: todo está ya escrito, pero como nadie lee, hay que escribirlo de nuevo. Y me decido a reproducirlas de nuevo en dos entregas consecutivas. A gritarlas contra la muerte en Gaza. Aunque resulte inútil.
Es la mía una generación marcada desde la infancia por la «solución final», más comúnmente mentada mediante el vocablo «holocausto». Hace tiempo que considero más congruente e inequívoco emplear la primera fórmula «solución final» -«Endlösung», en alemán-, es una expresión inventada por los jerifaltes nazis, principalmente Himmler y Goering, para referirse eufemísticamente a los planes del III Reich para el exterminio de los judíos de toda Europa. En rigor, mejor dicho, para el exterminio de todos los seres que ellos consideraban «Untermenschen», infrahombres o subhumanos, y que abarcaban, además del pueblo judío, también a los pueblos eslavos y gitanos. Desde luego, a los verdugos nazis sólo les dio tiempo para aplicar masivamente ese plan de exterminio a la primera de las víctimas previstas: el terrorífico genocidio se consumó primordialmente sobre millones de judíos en toda la Europa ocupada por el III Reich. Pero, si hubiera triunfado el imperio concebido para mil años por la paranoia hitleriana, los eslavos hubiesen sufrido el mismo destino brutal; de hecho, lo sufrieron buena parte de sus elites allá donde pasó el Atila nazi.
En todo caso, me parece que, para mejor justicia histórica, hay que identificar ese genocidio con la denominación acuñada precisamente por los genocidas y no por sus víctimas. Y digo esto porque, en su lugar, «holocausto» es una palabra que en su origen, denomina un tipo de sacrificio religioso que, en la cultura hebrea más antigua, practicaban los israelitas, en el que la víctima era completamente consumida por el fuego. Entenderéis ahora que sería un descarnado sarcasmo aplicar a ese genocidio un término procedente de un bárbaro uso litúrgico de los más antiguos antepasados de las víctimas de la barbarie nazi. Al contrario, no resultaría incongruente denominar holocausto, claro que en proporciones de reproducción a escala reducida, a lo que en el momento presente el Estado de Israel hace padecer al martirizado pueblo palestino en su propio hogar. Que es suyo desde hace más de un milenio, sin que además sea responsable de que, con mucha anterioridad, el pueblo judío fuese dispersado y condenado a la diáspora.
Pero os decía al comienzo que mi generación fue marcada desde la infancia por el genocidio, sea «holocausto» o «Endlösung», perpetrado sobre los judíos europeos por los nazis del funesto III Reich. En mi impresionable mente infantil quedaron grabadas imágenes terribles, vistas en los noticiarios de la época las escasas ocasiones en que me llevaban al cine, del espanto descubierto por las tropas aliadas al llegar a los campos nazis de concentración y exterminio. Y todo lo que vino desde entonces: crecí y llegué a la adolescencia en el período de una intensa, constante y alargada campaña de información, ilustración y denuncia, eso si, retrospectivas, sobre la masacre padecida por el pueblo judío en la Europa del apogeo fascista y nazi. Era como un ritual de exorcismo reiterado hasta la obsesión; una práctica maniática de conjuros para borrar los fantasmas demoníacos de una inconfesa conciencia colectiva de culpa de las democracias occidentales, las del bautizado entonces como «mundo libre», que permitieron pasivas e incluso cómplices, la «irresistible ascensión» de los totalitarismos fascistas italiano, portugués, alemán y español, causantes de la hecatombe genocida.
Como resultado de ese proceso colectivo, con la metodología similar a la de profanos «ejercicios espirituales» masificados, el pueblo judío, o genéricamente, los judíos a secas, se convirtieron en la encarnación totémica del mito de la víctima expiatoria de la maldad congénita del género humano, concebida en clave de la tradición ideológica, precisamente judeocristiana, en el pueblo mártir de nuestro tiempo; en realidad, de lo que Paco Sanpedro definiría hoy como una modalidad de «violencia excedente», aunque entonces andaba muy lejos de aprender todo eso. El caso es que pronuncia u oír la palabra «judío», suscitaba en nosotros, los muchachos de mi tiempo y medio sociocultural, una reacción inmediata de empatía, respeto, terror y pulsiones solidarias entremezcladas. Socialmente se pasó del antisemitismo explícito o larvado al filo semitismo acrítico, fuera sincero o hipócrita, que eso, socialmente poco importaba. Fuese el que fuera el asunto, problema o conflicto, los judíos tenían, por principio, razón: la razón de las víctimas inmoladas y los mártires forzosos.
Hasta que, por un lado, uno fue adquiriendo información y formación más solventes y diversificadas en sus fuentes, y además, por otro, llegaron las confrontaciones arabo-israelíes de los años sesenta, con el clímax de la «Blitzkrieg», la guerra relámpago de Golda Meir y del general israelí del parche en el ojo, como el pirata pata-de-palo de Stevenson, estereotipo del malvado de nuestra adolescencia. En mi caso, ese fue el momento en que se clarificaron los términos y personajes de la tragedia, y surgió en escena la figura humana del pueblo palestino, nazareno excluido hasta ese momento de presencia reconocible a mis ojos. La propia dinámica del drama nos había llevado a elucidar el embrollo: una cosa era el pueblo judío, otra distinta el sionismo, otra los ciudadanos israelíes y otra, en fin, el Estado de Israel. Y luego, con rancho aparte, estaba la víctima contemporánea de todo ese embrollo; la estrictamente contemporánea que no era judía, el pueblo palestino, condenado él en esta ocasión a la diáspora y al holocausto.
El pueblo judío es una nación sin territorio ni fronteras: su «espacio vital» de asentamiento es todo el planeta. No es necesario un territorio para constituir una nación, y está demostrado desde Bauer a Löwy. El pueblo judío es un caso paradigmático: el gitano es otro más. El sionismo es una forma aberrante de nacionalismo expansionista y, tanto en su trasunto profundo como en su contexto socio histórico, imperialista. De hecho, su origen temporal a finales del siglo XIX, estás imbricado en el punto de inflexión transicional entre las dos hegemonías planetarias: la del imperialismo británico en declive y la del imperialismo norteamericano emergente. Un nacionalismo chovinista reaccionario y quimérico, y soy consciente de que la quimeras un monstruo mitológico que suscita pavor. El primero, porque pretende retroceder la historia de un pueblo y de la humanidad entera, volviendo al siglo primero de la era cristiana, no hebrea; el segundo, porque la constitución de un Estado israelí en Palestina, no resuelve la diáspora: ni a metro cuadrado por habitante daría cabida a la nación judía actualmente esparcida por el mundo adelante. De manera que la invención del Estado de Israel no resuelve ni el problema nacional ni ninguno de los problemas existenciales del pueblo judío. Ahora bien, le resulta muy útil al imperialismo contemporáneo, no para resolverle los insolubles problemas que mantiene, pero si para crearles un problema trágico a los pueblos de Oriente medio sometidos al imperio yanqui. El Estado de Israel es la clave de bóveda de la arquitectura política y militar del actual Imperio en esa región estratégicamente crucial para sus recursos e intereses vitales. Por eso existe y sobrevive ese estado, que económica, social y políticamente es un engendro inviable en condiciones normales. Aún más, para eso fue creado; el sionismo por sí solo no lo lograría. Lo veremos, si queréis, a renglón seguido.
Atenazado, como en un término sin límites, por su propia función y razón de ser en la estrategia del actual imperialismo yanqui, el Estado de Israel, se comporta con pautas de un tipo de síndrome freudiano: a través de él, y pese a sí mismas, las en otro tiempo víctimas, se vuelvan ahora verdugos. Ese estado viene a ser una metástasis, y como tal metástasis, una metamorfosis desplazada en su ubicación, del racismo nazi que trato de lograr el exterminio del pueblo judío mediante la «solución final» de un problema que únicamente engendró el propio nazismo: la más bárbara y satánica forma de «limpieza étnica» nunca practicada en la moderna historia de la humanidad. Guardadas, repito, todas las proporciones pertinentes entre las magnitudes respectivas del cáncer nazi y la metástasis israelí. Pero, con todo, de limpieza étnica se trata. Intentaré aclararos el aparente enigma.
Benny Morris es un nombre clave en la historiografía del proceso de fundación y consolidación del actual Estado de Israel. Hace cosa de dos decenios que su obra respecto a la génesis de la diáspora, no judía, sino de los refugiados palestinos por el mundo adelante -«The birth of the Palestinian Refugee Problem»- suscitó un considerable escándalo. Uno de los motivos del escándalo, no el principal naturalmente, estribaba en que el propio Morris, lejos de ser un apologista pro-palestino, era un sionista confeso y militante. Poco después, reincidió con estudios sobre las guerras fronterizas de Israel a partir de 1949. Pero, aparte de eso, Morris es autor de una extensa y documentada obra sobre el conflicto árabe-israelí desde los comienzos del movimientos sionista has finales del siglo XX -«Righteous Victims: A History of the Zionist-arab Conflict, 1881-2001» Se trata por lo tanto, de una autoridad destacada en esa materia.
Pues bien, la New Left Review, en una de sus entregas del año 2004, publicó una amplia entrevista hecha a Benny Morris por Ari Shavit. Ya el título de esa entrevista resulta inequívoco en su expresión: «Respecto de la limpieza étnica en Palestina». Pero, a mayor abundamiento, los editores de la NLR, en la presentación que hacen del documento, informan a sus lectores de que tal entrevista se publicó meses antes en el diario Haaretz bajo este otro rótulo: «Supervivencia de los más aptos», enunciado que inevitablemente nos hace evocar el darwinismo social racista y, por pasiva, el designio nazi de la extinción de los «Untermenschen», los infrahombres o subhumanos. Como señala la NLR, «Morris enuncia a su impresionado interlocutor, Ari Shavit, dos verdades desagradables: que el proyecto sionista sólo pudo llevarse a cabo mediante una limpieza étnica deliberada, e incluso que, una vez iniciada, las únicas razones para interrumpirla antes de una total eliminación de la población árabe de Palestina fueron puramente circunstanciales y tácticas».
En efecto, Shavit no oculta su pasmo en la introducción de la entrevista hecha a Morris. «De manera, dice, que durante los últimos dos años, el ciudadano Morris (sionista combativo) y el historiador Morris (historiador veraz) trabajaron como si no hubiera ningún vínculo entre sí; como si uno tratase de salvar lo que el otro trataba de erradicar». Y no es para menos. Resulta sorprendente, y terrorífico, que alguien que corrobora, como hace Morris en la entrevista, que ya en 1948, «Ben Gurion fue personalmente responsable de una política deliberada y sistemática de expulsión en masa» de los palestinos, afirme a renglón seguido que «Ben Gurion tenía razón» y, aún encima, no se inmute.
Destaco algunas preguntas y respuesta ilustrativa. «Shavit: Estamos hablando de asesinatos de miles de personas, de la destrucción de toda una sociedad. Morris: Una sociedad que pretende matar a uno, obliga a destruirla. Shavit: Produce escalofríos la expresión tranquila que emplea. Morris: Si espera que me deshaga en lágrimas, lamento desilusionarlo. Shavit: Por lo tanto, cuando los mandos israelíes no se inmutaron a la vista de la larga y terrible columna de 50.000 personas expulsadas de Lod, ¿LOS JUSTIFICA Vd.? Morís: Los entiendo muy bien- No creo que tuvieran problemas de conciencia, y yo tampoco los habría tenido. Sin aquella acción no hubieran ganado la guerra y el Estado judío (sic) no hubiera nacido. Shavit: ¿No los condena moralmente? Morris: No. Shavit: Perpetraron una limpieza étnica…Morris: Hay circunstancia en la historia que justifican la limpieza étnica. Shavit: ¿Y era esa la situación en 1948? Morris: Así es. Era esa la que el sionismo tenía ante sí. El Estado judío (sic) no hubiese nacido sin la expulsión de 700.000 palestinos. Por lo tanto, era preciso expulsarlos. No había otra opción».
Milosevic fue condenado, y está muerto, por algo así, sólo que era jefe del Estado serbio y no del israelí como Ben Gurion. Y 1948 era sólo el comienzo. El Estado de Israel lleve medio siglo violando los derechos del hombre (y del ciudadano) proclamados en la carta de las Naciones Unidas, a las que pertenece sin haber sido expulsado, además de hacer caso omiso de un conjunto de resoluciones del Consejo de seguridad de la misma ONU. Como si tal cosa. Perdón, me confundí. Como si tal cosa, no: culminó su escalada por ahora, con la agresión bélica permanente «caliente», sin declarar la guerra, pero parece que eso está de moda, y el cercamiento de las comunidades palestinas reproduciendo a escala multiplicada en dimensión, el muro que cayó en Berlín al final de la guerra»fría». Por cierto, que hace pocos meses, un ensayo del historiador Gadi Algaza revela que «una alianza militarizada de empresas de software subvencionadas por el Estado israelí, de promotores inmobiliarios y de bolsas cautivas de trabajo femenino judío-ortodoxo, está forjándose en el perímetro del Muro de separación levantado en los territorios ocupados» en Cisjordania. ¡No todo había de ser motivación ideológica y religiosa de seguridad «nacional»!
Lo más grave del embrollo es que, hablan otra vez los editores de NLR, «la lógica de la postura de Morris es irrebatible. Si los palestinos pueden ser maltratados hasta que se resignen a darse por satisfechos con menos de una quinta parte del país, entonces ¿por qué no acabar con ellos y expulsar a todos los que aún quedan? El mérito de la sinceridad de Morris radica en dejar claro que ‘el proceso de paz’ en todas sus formas, tan múltiple como monótono, desde Oslo a Ginebra, no es otra cosa que la guerra contra los palestinos librada por otros medios». Esta paráfrasis tácita del famoso aforismo de von Clausewitz en formulación invertida además, resulta de una atroz elocuencia como conclusión: la política yanqui-israelí como continuación de la guerra anti-árabe por otros medios.
Hace dos años, Virginia Tilley, investigadora en ciencias humanas en Pretoria, publicó un libro, «The One-State Solution», basándose en los resultados de sus exhaustivos estudios sobre los conflictos raciales en el caso sudafricano, para propugnar la fórmula de un solo estado como única solución posible para el conflicto israelo-palestino. El año pasado, un profesor de ciencias políticas israelí arremetió contra la tesis de Tilley por considerarla ilusoria, divorciada de la realidad social y desconocedora de la «verdadera naturaleza del sionismo». En su réplica, Tilley reitera como una salida política factible una democracia no confesional en un único estado laico judeo-palestino. No puedo siquiera presentir si esa solución es ilusoria o podría ser viable. Pero considero lúcidas, y comparto, las aseveraciones de Tilley que transcribo aquí: «los argumentos sionistas a favor de una Estado judío hacen equiparaciones confusas entre nacionalidad y estatalidad (mucha gente acostumbra confundir «Estado» y «nación»). Tampoco están familiarizados con la profunda transformación experimentada por el concepto de «estado-nación» en el último medio siglo desplazándose de premisas étnicas a otras cívico-territoriales. En consecuencia, los sionistas no entienden que Israel se ha convertido, en ese aspecto, en un residuo atávico: en un anacronismo».
Mientras tanto, el pueblo palestino padece un brutal exilio interior: fragmentación, expoliación, mutilación, asedio, éxodo, humillación sistemática. Y violencia. Que es recíproca, sí, sólo que desproporcionada en magnitud y desigual en catalogación por el cedazo mediático. Cuando la violencia la ejerce Israel, las víctimas palestinas lo son de ataques del ejército israelita. Cuando la ejercen los palestinos, las víctimas israelitas los son de acciones terroristas. ¿Alguien aceptaría hoy que se tildase de terrorismo las acciones de la resistencia francesa o de los partisanos italianos en la Francia e Italia ocupadas por el ejército del III Reich durante la II Guerra Mundial?
Pero no sólo los palestinos son víctimas. También los ciudadanos del Estado israelí, sean simples demócratas pacifistas, críticos discrepantes o activos disidentes de la deriva genocida sionista. En un libro conmovedor y estremecedor, editado en Francia hace ya tres años, medio centenar de ellos elevan sus voces frente a los verdugos de esta tragedia. Sirvan de homenaje a todos y todas ellas, esta palabras de Michael Warschawski en el prólogo de esa ágora de «voces disidentes en Israel».
Al dejar de pensar, la mayoría de los intelectuales israelíes perdieron la capacidad de distinguir el bien del mal. Cuando le pedía que utilizase su autoridad moral para hacer cesar los tiroteos sobre las ambulancias palestinas, un gran escritor de izquierdas israelí me contestó: ‘Deje de hacer moralismo; la situación exige posturas políticas, no lecciones de moral’ (…) (Pero) aún existen en Israel hombre y mujeres que rechazan ulular con los lobos. Israelíes que no aceptan hacer callar su conciencia, ni amordazar su capacidad crítica. Israelíes que resisten y luchan contra el racismo y el odio, contra la resignación y la desesperación. Israelíes que no dejaron de creer en la paz y que siguen luchando a favor de la coexistencia de los pueblos».
Xosé-Manuel Beiras , miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO, es el más destacado dirigente de la izquierda nacionalista gallega. Profesor de economía en la Universidad de Santiago de Compostela, ha sido uno de los políticos más sólidos, imaginativos e independientes de la izquierda durante la transición política en el Reino de España.
Traducción para www.sinpermiso.info : Ramón Sánchez Tabares