«Uno se acostumbra a que las cosas sean cada vez más difíciles, ya no se sorprende de que lo que era todo lo difícil que podía ser pueda ser más difícil todavía», escribía J.M. Coetzee en su novela Desgracia. Tras más de cuatro décadas de ocupación de Gaza y Cisjordania y 61 años después del […]
«Uno se acostumbra a que las cosas sean cada vez más difíciles, ya no se sorprende de que lo que era todo lo difícil que podía ser pueda ser más difícil todavía», escribía J.M. Coetzee en su novela Desgracia.
Tras más de cuatro décadas de ocupación de Gaza y Cisjordania y 61 años después del comienzo de la Nakba (proceso de limpieza étnica que permite la creación del Estado de Israel sobre la expulsión de gran parte de sus habitantes palestinos originarios) nos encontramos ante una disyuntiva feroz.
Más dinero no significa mejor calidad de vida de la población ocupada. Más sensibilización sobre la situación no contribuye a modificar las posiciones oficiales de nuestro gobierno al respecto. Los esfuerzos actuales no mejoran la situación sobre el terreno. La mayoría de los instrumentos aplicados en los últimos años se han mostrado estériles e incluso desmovilizadores. Pese al aumento geométrico de la solidaridad y la cooperación, la situación puede calificarse como mero mantenimiento del status quo. Esto es, de la ocupación militar y la colonización del territorio.
El modo actual de relacionarse con Palestina, en el que las necesidades de la población ocupada son provistas por agencias extranjeras, con la mejor o la peor de las intenciones, eximiendo así a la fuerza ocupante de sus obligaciones ante el derecho internacional, debe ser revisado radicalmente.
Basta ya de colectas y caridad, de cajones de medicamentos, exposiciones de fotos y procesos de formación para la no-violencia bien lustrados por los euros de quienes no estrategizan para los palestinos, sino para sí mismos. Charlas, giras por Europa y flujos económicos que, llegando desde el extranjero, fosilizan unos líderes palestinos interesados en sí mismos y en la consolidación de sus organizaciones y estructuras, pertenecientes a la perversa «industria de la paz y la normalización con Israel».
Se acabó la época de la sensibilización: ya nadie puede decir «no sabía lo que estaba pasando». Se acabó la época de la solidaridad hacia el desarrollo económico y social. Palestina se cae en el «des-desarrollo» mientras los fondos destinados desde la comunidad internacional se convierten en la «externalización israelí de la gestión de la ocupación».
Es hora de pasar a la acción, movilizar un instrumento de respuesta y plantear una confrontación en Europa que revierta alguna utilidad para los palestinos independientes, interesados en un proceso rupturista y de resistencia, ya sea civil -como todo indica- o militar -pese a sus evidentes y conocidas deficiencias en la práctica y experiencia y cuestionamientos éticos. La ocupación israelí sobre Palestina solo terminará cuando su coste se eleve de manera insoportable, en un planteamiento de poca originalidad.
Pero esa elevación de costes debe cambiar de foco. Debe dirigirse, de manera colectiva, hacia el estamento «colaboracionista» que, con base en el extranjero, legitima y plasma la ocupación sobre el terreno. Israel, uno de los ejércitos más poderosos del mundo, solo puede debilitarse a través de su imbricación en el entramado capitalista internacional. Las inversiones extranjeras en Israel deben resultar costosas. Las exportaciones, vergonzosas y encubiertas. Su modelo de economía colonial debe modificarse a través del consumo selectivo y la presión, en forma de sanciones, hacia su militarismo en el eslabón más identificable: el de las empresas que lo sostienen y se lucran de él.
La campaña de boicot, desinversiones y sanciones (BDS) al Estado de Israel es el instrumento que permite identificar y responder colectivamente contra uno de los esfuerzos a través del cual se segrega Jerusalén. La empresa francesa Veolia-Alstom ni ocupa directamente ni es israelí, pero con sus obras de construcción del tranvía de Jerusalén segrega población por encargo, anexiona territorio «de facto» y comunica las colonias en territorio ocupado con el centro de Israel. Veolia-Alstom colabora y gestiona la ocupación. Y Veolia-Alstom trabaja también en Europa. Aquí se hace vulnerable.
La campaña de BDS permite revertir la presión en un objetivo cercano, identificable, vulnerable. Permite trabajar en solidaridad con Palestina reforzando estructuras de movilización política doméstica que continúan poniendo en tela de juicio la estructura de dominación transnacional y corporativa que, no olvidemos, ha estado en el centro de todo movimiento de dominación colonial.
No es una campaña cómoda. Nadie la subvencionará. Ninguna agencia de cooperación apoyará ahora, a las puertas de la Presidencia española de la UE, este proyecto. Se organizará de manera activista o no se organizará.
Es hora de traer la guerra a casa. De cohesionar el movimiento, de retomar una movilización de cercanía que despierte la necesidad de actuar de manera efectiva y constante. De abandonar la caritativa iglesia de la solidaridad y el penitente sermón de la culpa.
En el Estado español, significa identificar los proyectos en los que trabajan Alstom y Veolia -como Trambesos en Barcelona- como un objetivo que cada ciudadano y cada organización solidarios con Palestina pueden colocar en el centro de la diana con creatividad a través de una multiplicidad de instrumentos de acción directa noviolenta y resistencia civil.
Alberto Arce, periodista y activista del ISM (Movimiento Internacional de Solidaridad), vivió e informó del último ataque israelí sobre Gaza.