El hecho de describir los «sucesos» actuales en Siria como una «guerra civil» ha provocado la ira de la mayoría de partes que participan en ella, debido a que tal descripción no se ajusta a su definición de la actual situación ni a su papel en ella. Los revolucionarios se han opuesto a ello porque […]
El hecho de describir los «sucesos» actuales en Siria como una «guerra civil» ha provocado la ira de la mayoría de partes que participan en ella, debido a que tal descripción no se ajusta a su definición de la actual situación ni a su papel en ella. Los revolucionarios se han opuesto a ello porque arrebata a su movimiento su dimensión ética y los convierte en una mera parte sectaria en una lucha civil. El régimen se ha puesto de acuerdo con sus opositores en rechazar dicha denominación, aferrándose a su versión de la «guerra contra el terrorismo» y sus resultados purificadores, aunque su postura sea algo confusa: confirma la guerra civil, cuando habla de la amenaza a la existencia de las minorías y la llegada de los islamistas, haciendo que Israel se preocupe por su seguridad, y después la niega cuando amenaza la influencia del régimen, la familia y el partido (tal y como escribió Hazem al-Amin en Al-Hayat el 17 de junio de 2012).
La cuestión de poner nombres es por tanto una parte inseparable de la lucha que está teniendo lugar en Siria, ya que es una cuestión política por excelencia, que erige sobre la base de la definición de la identidad de los jugadores, las víctimas y la sociedad, una definición moral más que práctica. Toda denominación tiene sus deducciones, como pudieron observar los libaneses tras el estallido de la guerra libanesa y su paso de ser una guerra «de derecha e izquierda» como algunos pensaron, a ser un conjunto de guerras civiles sectarias. Toda versión tiene una lógica, unas soluciones y unas dimensiones éticas que cambian el «significado» de los hechos. Ello no significa que la denominación pueda obviar la realidad, sino todo lo contrario: Toda realidad es un abanico de denominaciones que entran en una lucha simbólica.
Parece que la comunidad internacional va hacia el ensalzamiento de la versión de la «guerra civil» como versión consensuada, que ofrece el mínimo entendimiento entre los actores internacionales y una hoja de ruta aceptable políticamente para la crisis siria. A la luz de los equilibrios regionales y la necesidad de un acuerdo sobre el tipo de intervención en la crisis, ambas versiones contrapuestas -es decir, la versión del terrorismo y la de la revolución-, han caído para anclar la versión de la guerra civil, que permite la entrada en juego de todas las partes concernidas en la potencial solución, del mismo modo que garantiza una salida al régimen al convertirlo en una parte necesaria de la lucha civil, y que deja de ser el dictador, como en la versión de la revolución, cuyo destino es la desaparición.
Muchos grupos coinciden en esta denominación, desde las minorías asustadas por el islam político hasta la ONU, que ha materializado su papel en las últimas décadas en torno a las frases sobre luchas civiles y el papel humanitario, lejos de la «política» que le exige apoyar las revoluciones. Partiendo de esto, la guerra civil se ha convertido, como denominación, en una necesidad de muchas de las partes en esta lucha, además de en la versión dominante sobre lo que sucede hoy en Siria.
Pero el sacrificio de la «revolución» en pro de una «guerra civil» tiene un precio político, que ha de tenerse en cuenta. Lo que se exige no es la insistencia en una descripción a pesar de la realidad ni el aferrarse a una pureza ideológica que niegue lo que no se quiere ver en esta realidad, sino que lo que se exige es la búsqueda de un lugar en nuestra versión que salvaguarde la revolución y sus contenidos morales, aunque sea eliminada por medio de la guerra civil.
Entre estas necesidades está la cuestión de la identidad de las víctimas que han caído durante año y medio en la más atroz serie de asesinatos y torturas que ha presenciado la zona en mucho tiempo. Según la versión de la guerra civil, los asesinados son meras víctimas cuya muerte carece de todo significado político, más allá de constituir un ambiguo indicador de lo malo de las guerras. Esta descripción se une a la avaricia de la imaginación política en el mundo árabe, que no tiene sitio más que para los mártires de la epopeya de la lucha con Israel o víctimas de «la intervención exterior». En cuanto a los muertos en Siria, en la versión de la guerra civil, son como los de Iraq o como todas las víctimas de los regímenes, que fueron purificados políticamente, rodeados del olvido y la vergüenza. La revolución siria ha venido a liberar a aquellos del olvido, ofreciendo una versión que re-politiza a las víctimas y da un significado a su muerte. Por esto, el peligro de la «guerra civil» no es otro que el peligro de que aquellos mártires vuelvan a su lugar principal como meros muertos, que es mejor olvidar.
El aferrarse a la versión de la revolución es un intento de poseer la memoria de nuestro presente. El destino sangriento de la revolución siria no es el primer modelo de una cuestión legítima que cae bajo el fuego de la represión. Pero reprimir las cuestiones e incluso asesinar a quienes las portan a sus espaldas no supone necesariamente su final. El destino de una cuestión política entra a fin de cuentas en un mundo simbólico, que limita la memoria del hecho y la forma en la que documentarlo en la historia. Por ejemplo, la importancia de la versión dominante en la guerra española de finales de los años treinta del siglo pasado muestra que lo que sucedió fue una derrota política y militar de la izquierda, pero la historia republicana y de la izquierda se ha convertido en un almacén de leyendas y símbolos de un internacionalismo con el que terminó la alianza comunista y fascista en el marco de un fracaso global. El aferrarse a la revolución, aunque sea traicionada, es un intento de aferrarse a la memoria futura de los eventos actuales y la insistencia en que lo que sucedió en Siria, sea cual sea la forma del pacto futuro, fue una acción política ética de la que no se puede retroceder.
La defensa de la denominación no compensará las víctimas que cayeron, el buscar una versión es reconocer que la realidad, en cierto modo, ha comenzado a ir en otra dirección. También se trata de un reconocimiento de que la revolución ya no se impone a sí misma como la única versión de los hechos, y que esta va cayendo a diario debido a la sectarización de la lucha y los crímenes cómetidos. Sin embargo, esta situación en concreto exige un intento de reimponer dicho título, para prohibir al régimen de los Asad que lleve a cabo una destrucción que no se limita solo al pasado de Siria y su presente, sino también a su futuro.
Finalmente, la versión de la revolución no es solamente una exigencia ética, sino que hasta hoy sigue siendo el marco más realista para dar una forma concreta a los hechos en Siria. El régimen baasista, que es uno de los regímenes más destructores de la zona, no merecerá siquiera el que se trate con él como una parte en una lucha civil. La revolución impone la dirección de la solución, y el aferrarse al menos a esta dirección es un deber que ha de defenderse para salvar lo que queda de la revolución.