A veces se nos escapan las palabras. A veces se corren en un exabrupto, y a veces se nos atragantan, se esconden las urgentes, las más necesarias, buenas o malas palabras. A veces, sencillamente, no hay manera de soltarlas. Solo por un desliz así consigo explicarme la ausencia en el Proyecto de Constitución que ahora […]
A veces se nos escapan las palabras. A veces se corren en un exabrupto, y a veces se nos atragantan, se esconden las urgentes, las más necesarias, buenas o malas palabras. A veces, sencillamente, no hay manera de soltarlas.
Solo por un desliz así consigo explicarme la ausencia en el Proyecto de Constitución que ahora se discute en la republica cubana, que a nuestros parlamentarios se les haya saltado una palabra imprescindible.
En esa palabra pensaba mientras los parlamentarios, elegidos por el pueblo, debatían hace unas semanas, en un debate largo y a punto del encono, el Título II, sobre los Fundamentos Económicos, que en la redacción propuesta para su Artículo 22 plantea que: «El Estado regula que no exista concentración de la propiedad en personas naturales o jurídicas no estatales, a fin de preservar los límites compatibles con los valores socialistas de equidad y justicia social».
Varios diputados, en realidad varias diputadas, reclamaban que al artículo le faltaba algo, le faltaba una palabra. Consideraban ellas que, junto a la palabra «propiedad», debía aparecer, debía añadirse, la palabra «riqueza». O sea, querían proscribir que existiese concentración de la propiedad y a su vez proscribir también la concentración de la riqueza.
Quienes se les opusieron tenían un primer argumento: ¿qué cosa es «riqueza»?, ¿cómo la mediremos, y a partir de cuánta cantidad estaríamos hablando para considerarla «concentración de riqueza»?
Y tenían un argumento mejor: no es mala la riqueza. De hecho, aspiramos a la riqueza y a la redistribución al menos justa, si no equitativa, de la riqueza. Mala, seguían argumentando, es la riqueza mal habida. Pero no debe ser tachada, per se, de mala, la riqueza.
Cuando, en mi opinión, no estuvieron a la altura esperada, fue a la hora de citar buenos ejemplos de lo que considerarían «riqueza buena»: hablaron de los deportistas que por su esfuerzo y su altísimo rendimiento en competiciones más allá de la Isla obtuvieran «cierto» grado de riqueza, y mencionaron también a los artistas que gracias a su talento y maestría consiguieran reconocimiento internacional y «alguna» riqueza.
Es remarcable que, a ninguno de los parlamentarios, en ningún extremo de la sala, se le ocurriera citar como «riqueza buena» la que hipotéticamente pudiese generar un emprendedor, un trabajador privado, un cuentapropista, o los miembros de cualquier tipo de cooperativa. No, ellos se limitaron al nobilísimo e indiscutible ejemplo de los atletas y de los artistas.
No sé si es que temieran decirlo, por no azuzar al coco, o no se les pasó entonces por la cabeza, la posibilidad de que algunos de aquellos poseedores de «riqueza buena» por ellos mencionados, pongamos, un pintor o un pelotero, de pronto se retirase y montara un restaurant de lujo y generara aún más riqueza. En tal caso: ¿cambiaría de signo su riqueza?
Pero bueno, al menos consiguieron demostrar el punto de que no era mala la riqueza. Que contra el enriquecimiento ilícito, contra la «mala riqueza», tenemos leyes suficientes, que solo hay que hacerlas cumplir. Que del resto, de la redistribución de la riqueza -de la buena riqueza-, debían ocuparse los impuestos. Y cuánta más riqueza generada, mejor para todos. Algo así, pues cito de memoria.
Concluido el debate, y llevada a votación la propuesta, fue rechazada, de manera unánime -ese viejo mal hábito que lastra nuestro parlamento. No se incluyó, y no proscribe nuestra ley de leyes, por ahora, la acumulación de la riqueza.
Llegado a ese punto, comencé a sonreír, pues recordé de pronto el chiste del congreso de los vagos que debaten, encarnizadamente, cuántos meses, cuántas semanas, cuántos días, o cuántas horas, debería trabajarse al año. La discusión la cortó el único vago lúcido, planteando que hasta cuándo se iba a hablar allí de trabajo, que cuándo se hablaría del tema importante: el de las vacaciones.
Recordar el chiste me trajo a la memoria la palabra que al parecer faltaba, y que no era la palabra riqueza. Para confirmarlo me conseguí el texto, la propuesta aprobada, y me lo he leído, «del pe al pa», hasta el glosario, las treintiuna páginas. Hay una página treintidós, pero como decía Guillén, está vacía.
Ni a cuatro ojos, ni con el buscador automático, encontré en el PDF la maldita palabra. En la nueva propuesta constitucional cubana falta, no aparece ni una sola vez, no se menciona para nada, una palabra: la palabra pobreza. Y debería estar ahí. Nuestra Constitución debería incluir en blanco y negro, de ser posible con mayúsculas, la palabra pobreza. Además de regular que no exista concentración de la propiedad, debería la Constitución proscribir la acumulación y la concentración de la pobreza. Debería ser una obligación del Estado, una de sus funciones principales, reclamable por el pueblo, la lucha contra la pobreza.
Y luego, además, tener leyes que establezcan un límite, unos mínimos permisibles, sobrepasados los cuales tendría el Estado la obligación de intervenir y sacar, a quien sea, de lo que legalmente se considere pobreza, allí donde sea detectada, que no es difícil ahora mismo encontrarla.
Sería un sueño irracional, impensable, lograr que todos los cubanos sean ricos, al menos en tanto no hayamos llegado al comunismo… pero, en lo que se discute, no es una ilusión irrealizable identificar y resolver la concentración de pobreza, los bolsones de pobreza que afloran o puedan aflorar.
Eso me preocupa. No veo con buenos ojos la acumulación excesiva en pocas manos de la riqueza, pero más me asusta y me duele, y ese sí es un lujo que no podemos de ningún modo permitirnos, la acumulación de la pobreza.
Fuente: http://progresosemanal.us/20180830/la-nueva-constitucion-la-riqueza-buena-y-la-mala-palabra/