Una ola de protestas se levantó en 2010 en pleno Medio Oriente y el norte de África. Las imágenes que llegaban se repetían de forma continua: movilizaciones masivas, autos incendiados y barricadas en las calles, policías y militares reprimiendo salvajemente. Las grandes cadenas de comunicación no dudaron en denominar ese movimiento como «Primavera Árabe». Al […]
Una ola de protestas se levantó en 2010 en pleno Medio Oriente y el norte de África. Las imágenes que llegaban se repetían de forma continua: movilizaciones masivas, autos incendiados y barricadas en las calles, policías y militares reprimiendo salvajemente. Las grandes cadenas de comunicación no dudaron en denominar ese movimiento como «Primavera Árabe».
Al mismo tiempo, ese movimiento era rápidamente encausado por Estados Unidos. Aunque Washington tuvo que desprenderse de peones importantes en la región (Hosni Mubarak en Egipto y Ben Ali en Túnez son el ejemplo), sus servicios de inteligencia y sus aliados en la región (Israel y las monarquías del Golfo Pérsico), apagaron el fuego de la protesta. A su vez, impulsaron movimientos desestabilizadores en otros países. Libia y Siria son los casos más recientes y concretos.
Sergio Rodríguez Gelfenstein, ex director de Relaciones Internacionales del gobierno venezolano, en esta entrevista con Resumen Latinoamericano, afirmará que ese movimiento de protesta surgió como una necesidad espontánea de los pueblos, pero que comenzó su debacle no sólo por la injerencia de Estados Unidos, sino por la falta de «altos niveles de organización y conducción» que permitieran una liberación real. También abordará la estrecha relación entre los planes de desestabilización en Siria y los que en la actualidad se intentan en Venezuela.
-Luego del inicio de la llamada Primavera Árabe en 2010, ¿qué quedó de ese movimiento de protestas en Medio Oriente?
-Hay que recordar que todo surgió como un movimiento espontáneo de los pueblos ante el hartazgo por la aplicación de medidas neoliberales, particularmente en Túnez y Egipto, pero se extendió a otros países de la región. Lamentablemente, ese extraordinario espíritu de lucha y de sacrificio no estuvo acompañado de altos niveles de organización y conducción que permitiera avanzar hacia objetivos superiores de liberación. Estados Unidos, Europa y las monarquías medievales de Medio Oriente tuvieron capacidad de respuesta acorde a sus propios intereses en cada país. Mientras en Túnez y Egipto lograron cambios «gatopardianos», en Libia consiguieron recibir apoyo de Naciones Unidas para destituir y asesinar al líder Muamar Gaddafi, desintegrando al país y transformándolo en ingobernable hasta hoy, dada su estructura tribal. Otro tanto ocurrió en Bahréin, donde los blindados sauditas irrumpieron para ahogar con fuego y sangre a la mayoría chiita que buscaba derrocar a la monarquía sunita de ese país. El movimiento de protestas de los pueblos árabes llamado «primavera» fue capitalizado por las fuerzas reaccionarias de esos países, que acomodaron los intereses populares a los propios, utilizando en su favor la gran avalancha de cambios que se llegó a visualizar en algún momento.
-Iniciados los planes de injerencia y desestabilización en Medio Oriente, en un principio Israel se mantuvo en un segundo plano. ¿Esta postura de Tel Aviv se modificó?
-A diferencia del pasado, cuando se vivía el mundo bipolar, ahora Israel no es el único aliado importante de Estados Unidos en la región. Hoy las monarquías árabes y los gobiernos reaccionarios de Medio Oriente y el norte de África tienen tanto o más protagonismo que el propio Israel. Por eso suelo decir que es ya una falacia hablar de «conflicto árabe-israelí». El conflicto es entre Israel y aquellos países árabes y musulmanes que se han planteado una férrea confrontación con el sionismo como ideología fascista, represiva y retrógrada. Eso le ha permitido a Israel actuar en un segundo plano: sin dejar de tener un vínculo carnal con Estados Unidos, ambos articulan labores de inteligencia, operativas y logísticas con Arabia Saudita, Qatar, Marruecos y Turquía. Por otro lado, entre el presidente estadounidense, Barack Obama, y el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, nunca ha habido una floreciente relación personal, por la descarada apuesta de este último por los republicanos y su afiebrada oposición a Obama en temas de política nacional. El tema de Israel es de ámbito interno en Estados Unidos, donde el lobby sionista juega un papel determinante en la toma de decisiones.
-¿Cuáles son las razones para que Siria todavía no haya caído teniendo en cuenta el nivel de financiamiento y el envío de armamentos a los grupos terroristas que operan en el país?
-A diferencia de Libia, Siria es un país cohesionado nacionalmente: hay un sentido de nación, una historia milenaria que liga al pueblo con su territorio y la mayoría se sigue sintiendo interpretado por el liderazgo de Bashar Al Assad. Las Fuerzas Armadas se han mantenido leales y sin grandes quiebres que pudieran suponer una fractura radical que disminuya las capacidades defensivas del país. La diplomacia internacional también ha variado su posición. China y, sobre todo, Rusia han asumido un apoyo irrestricto a la libre determinación de Siria y han abogado por una salida pacífica y negociada al conflicto. En ese sentido, los subsistemas que operan al interior de Estados Unidos no tienen una visión homogénea respecto de cómo manejar la situación. Me da la impresión de que sectores de ultra derecha vinculados al Pentágono, al igual que la CIA, han tomado decisiones por cuenta propia, sin que necesariamente hayan pasado por el presidente Obama. Esto es expresión de la crisis de liderazgo que vive Estados Unidos, donde algunas agencias han comenzado a actuar por sí solas, reflejando la pérdida de autoridad el Ejecutivo, muy propio de momentos de crisis.
-¿Existen similitudes entre los planes de injerencia de Estados Unidos en Siria y lo que sucede en Venezuela?
-La política intervencionista de Estados Unidos es parte de su ADN desde su nacimiento como nación. Su actual territorio se forjó a partir de la expansión, la expoliación, la conquista, la guerra y una diplomacia basada en la amenaza y el chantaje. Aún mucho antes de finales del siglo XIX, cuando entró en su etapa imperialista, la política exterior de Estados Unidos había hecho de la injerencia una parte trascendente de su identidad. Eso está presente en Siria, en Venezuela y en muchos lugares en el mundo. Lo que cambian son los instrumentos y las prioridades que prevalecen en cada momento. En algunas ocasiones han sido los instrumentos políticos y diplomáticos, en otros los militares o los económicos, la subversión interna, el sabotaje, los asesinatos de líderes y muchas otras opciones que utilizan con «creatividad maligna» para sacar del camino a todo aquel que se oponga a sus designios imperiales.
-¿La actual desestabilización en Medio Oriente tiene como objetivo a Rusia?
-En primera instancia el objetivo es Irán, porque es la oposición a sus objetivos en una región que es la principal productora y exportadora de energía del mundo. Pero el objetivo ulterior es China, único país que puede amenazar su hegemonía y desplazar a Estados Unidos como primera potencia mundial. La gran debilidad de China es su déficit energético, a pesar de los acuerdos con Rusia y con los países ribereños del Mar Caspio que lo surten y lo surtirán en el futuro, sobre todo de gas. La vía marítima de energía procedente del Oriente Medio es vital para China. De ahí su interés por intentar bloquear el abastecimiento energético a la potencia asiática derribando a aquellos gobiernos que puedan hacer acuerdos mutuamente favorables con China como los que ya existen. La principal área de conflicto estratégico en el futuro del siglo XXI será el Asia-Pacífico. Pero, en la lógica del mundo de balanza de poder mundial entre las potencias que comenzamos a vivir, Rusia se ha propuesto proteger y defender sus áreas de influencia, y eso es lo que lo hace tener una política tan incisiva en el Medio Oriente y en Ucrania.