Cuando está a punto de cumplirse un año del comienzo de la llamada Primavera Árabe, es necesario afirmar dos hechos al mismo tiempo: que la revolución sigue sacudiendo la zona, con retrocesos y recidivas, y que la contrarrevolución está más activa que nunca. Como dice el escritor egipcio Ezzat Al-Qamhawi, la revolución surge de un […]
Cuando está a punto de cumplirse un año del comienzo de la llamada Primavera Árabe, es necesario afirmar dos hechos al mismo tiempo: que la revolución sigue sacudiendo la zona, con retrocesos y recidivas, y que la contrarrevolución está más activa que nunca. Como dice el escritor egipcio Ezzat Al-Qamhawi, la revolución surge de un fondo de cólera inagotable y homogéneo frente a regímenes igualmente tiránicos; todos los árabes sin excepción reclaman dignidad y democracia y sólo la «pereza intelectual» o la fidelidad a «viejos diccionarios» -por tomar la palabra ahora al libanés Elias Khoury- pueden llevar a ignorar, negar o despreciar una irrupción popular que pone en dificultad a todos los actores en la región. Los imperialistas han conspirado siempre; pero los pueblos también conspiran y sus conspiraciones se llaman «revolución». Si no queremos impedirnos cualquier posibilidad de intervención en la historia, debemos conceder que los pueblos árabes están también conspirando contra los conspiradores, en favor de su libertad, con los medios que les son propios y a partir de su propia historia de humillaciones y represión.
Las diferencias no están del lado de la conspiración popular: marroquíes, argelinos, libios, tunecinos, egipcios, sirios, bahreiníes, yemeníes, tienen motivos parecidos para rebelarse y buscan objetivos similares. La diferencia está del lado de la contrarrevolución. Los intereses de las muchas fuerzas implicadas en la conspiración imperialista, así como la diferencia geoestratégica de los países en los que intervienen, determinan diferentes procedimientos, tiempos e intensidades de intervención. Túnez puede recibir presiones sólo diplomáticas y permitirse un poco más de democracia -y hasta servir de laboratorio controlado para un nuevo orden regional- porque puede dañar escasamente los intereses de la UE y de EEUU y favorecer mucho, en cambio, los de Qatar y Turquía. Egipto ha visto cómo su revolución se transformaba en golpe de Estado -al que han respondido y responderán nuevas intifadas- porque la democracia en Egipto podría voltear todos los enfermizos equilibrios en la región. Bahrein, protectorado saudí de mayoría chií, tenía que ser aplastado antes de que la revuelta amenazase a la propia familia Saud y a la V Flota estadounidense, fondeada en el archipiélago para proteger los intereses energéticos de EEUU en el Golfo. Yemen, un hervidero de tribus y armas donde una revolución pacífica y heroica ha mantenido contra las cuerdas al dictador local durante ocho meses, ha visto la intervención del reaccionario Consejo de Cooperación del Golfo, obligado a hacer concesiones pragmáticas a la oposición -mientras mandaba tanques a Ali Saleh- para evitar la radicalización de las protestas. En Marruecos, Jordania o Argelia, la contrarrevolución apoya pequeñas reformas formales tratando de desactivar el malestar o de legitimar su represión. En Libia, al contrario, la OTAN apoyó militarmente la revolución como la forma más segura de destruirla, incluso con el riesgo, como se está viendo, de no controlar la situación tras el derrocamiento e infame asesinato del dictador Gadafi.
La plural y selectiva intervención imperialista -con una UE en bancarrota, unos EEUU debilitados y nuevas fuerzas rampantes abriéndose a codazos un hueco en la región- contempla planes ajustados a distintas eventualidades y muchas veces improvisados, cuando no adoptados a regañadientes. Los que llaman la atención sobre la previsible cooperación entre las potencias occidentales y los llamados islamismos «moderados» no deben olvidar que EEUU y la UE preferían apoyar, como así lo hicieron, a sus dictadores y que -como subraya Abdelbari Atwan, editorialista del diario Al-Quds Al-Arabi– el choque inevitable con esos partidos no se producirá a causa de diferencias económicas inexistentes sino por la cuestión palestina. La democracia en el mundo árabe -ya sea islámica o laica- amenaza radicalmente a Israel (quien, por ejemplo, acaba de pedir a los gobernantes europeos y a Obama que sostengan a la Junta Militar egipcia frente a los manifestantes de Tahrir). Palestina es de algún modo la garantía de que las revoluciones árabes mantendrán siempre su beligerancia antiimperialista.
El caso más complicado es sin duda el de Siria. Al contrario que la de Gadafi, la dictadura de Al-Assad, una república hereditaria, no sólo no está aislada sino que se inscribe, en el corazón mismo de Oriente Próximo, en una sensibilísima red de alianzas y tensiones cuya sacudida podría generar un conflicto a gran escala de consecuencias inimaginables. La intifada siria, con sus miles de muertos, detenidos y torturados, ha restablecido sin querer una típica política de bloques de la que la revolución misma, digna de toda nuestra solidaridad y admiración, será sin duda la primera víctima. Durante muchos meses, todas las fuerzas presentes en la zona estuvieron de acuerdo en no tocar el régimen de Damasco; el eje Irán-Iraq-Hizbolá por razones obvias; Israel, quien considera a Al-Assad «el mejor enemigo que podemos tener», por temor a una democracia realmente antisionista en Siria; los EEUU y la UE, en la estela de su aliado israelí, conscientes de que, en el contexto de la Primavera Árabe, cualquier alternativa podría desbaratar el trabajoso «equilibrio» en la zona. Pero el creciente aislamiento de Israel y la obcecación del régimen sirio, convencido de su impunidad, han obligado a revisar los planes: por una parte, detener la Primavera Árabe pasa ahora por quebrar la continuidad entre Irán y el Líbano (con un Iraq que fue invadido por EEUU pero que es gobernado por Ahmadineyad); por otra, la deriva armada de la intifada siria, con el riesgo real de una guerra civil, no permite ya a las potencias occidentales y a sus aliados del Golfo mantenerse al margen confiando en una solución negociada o en un aplastamiento de la rebelión. En este contexto, mientras la hipócrita Liga Árabe -muchos de cuyos miembros están reprimiendo brutalmente protestas y revueltas en sus propios países- toma medidas contra el régimen de Al-Assad, la decidida intervención de la Rusia de Putin, con bases militares y fuertes intereses económicos en Siria, «congela» de nuevo la situación, prolongando en cualquier caso la agonía.
Los peligros en Siria son enormes. Como dice Michel Kilo, viejo opositor cristiano encarcelado dos veces por la dinastía Al-Assad y dirigente del Comité para el Cambio Democrático, la «militarización» de la revolución sólo puede llevar a una «nueva tiranía» a través, entre otros factores, de una intervención exterior que, de manera indirecta, ya se está produciendo. Temores semejantes los expresa Ibrahim Al-Amin, redactor jefe del periódico libanés Al-Akhbar, para el cual la mayor responsabilidad del régimen sirio no debe llevarnos a ser comprensivos con un Consejo Nacional opositor complaciente o ambiguo con la posibilidad de una intervención, desastrosa para cualquier proyecto soberano en Oriente Próximo. En la misma dirección se expresan Elias Khoury, Abdelbari Atwan o Rashad Abu Shawer (con su elocuente metáfora de los cuervos y los alacranes): la intervención militar extranjera sería mortal para la revolución siria y absolutamente destructiva para la emancipación del mundo árabe, por no hablar del riesgo fundado de una guerra a gran escala de dimensiones apocalípticas.
Ezzat Al-Qamhawui, Elias Khoury, Abdelbari Atwan, Michel Kilo, Ibrahim Al-Amin, Rashad Abu Shawer, todos ellos árabes, todos ellos desde diferentes posiciones antiimperialistas, nos recuerdan dos cosas que hay que tener el valor de sostener al mismo tiempo sin ningún sonrojo o ambigüedad. La primera es que las revoluciones árabes, incluida la siria, han devuelto a la historia a unos pueblos humillados y despreciados cuya valiente reclamación de democracia y libertad merecen todo nuestro apoyo y solidaridad. La segunda es que la democracia y la libertad que esos pueblos reclaman está amenazada, sí, por los dictadores que desde hace décadas pisotean sus derechos, pero también por una contrarrevolución que, entre sus muy versátiles procedimientos conspirativos, no descarta la intervención militar. Por muy incierta que sea la salida, por poco que podamos hacer en una situación cada vez menos abierta a la acción política, sí podemos al menos declarar en voz muy alta dónde ciframos nuestras esperanzas: en el derrocamiento popular de Al-Assad sin ninguna intervención exterior.
Todo nuestro apoyo y solidaridad, por tanto, a los pueblos árabes en lucha; toda nuestra condena a la contrarrevolución puesta en marcha por la OTAN, los países del Golfo y Turquía. Sí a la intifada siria y a sus legítimas ambiciones de libertad y democracia; no a la intervención exterior y a sus bastardos intereses de dominio neocolonial.
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