Traducido del italiano para Rebelión por Susana Merino
Hoy es un día espléndido en Alepo. Son las ocho de la mañana y el débil sol del invierno no ha logrado disipar aún la capa de niebla que la noche ha dejado sobre la ciudad. El cielo está lejano. Invisible. Como también lo está para sus aviones, los que desde hace seis meses incursionan diariamente en esta martirizada ciudad bombardeando los barrios ocupados por el ejército libre. «Aunque nosotros veamos los aviones, ellos no nos ven. Y por lo tanto podemos sentirnos tranquilos por lo menos hasta que salga el sol. Abu Mohammad me invita a sentarme en un bar popular de Masakin Hananu.
Chicos de una escuela de Alepo
Detrás de una gran olla negra, un chiquillo trepado en un banquito mezcla nuestra fritanga. Acercamos las manos al fuego para calentarnos un poco. Acabábamos de pasar la noche a la intemperie, en lo de una familia kurda del barrio, sin electricidad, sin calefacción, sin teléfono y sin comida. Del aceite hirviendo sale el olor del falafel. En la mesa ya están el humus y el ful, un platito con cebolla fresca y pepinillos verdes y un Kalashnikov. El la televisión está sintonizado el canal del Estado y los clientes se ríen escuchando la versión de los hechos según la propaganda del régimen.
Afuera, en la calle, reina una aparente y extraña calma. Los mercados en las callejuelas están llenos de gente y de mercadería. Frutas, verduras, carne, artículos para el hogar. Y en las calles principales el tránsito discurre lentamente. Alrededor de una rotonda se hallan estacionadas las camionetas de los taxis colectivos. Y sus conductores se desgañitan buscando clientes para los barrios del norte de Alepo, las zonas liberadas.
Por un instante todo parece normal, pero solo es una impresión. Te das cuenta por los detalles. Por las paredes de los edificios hechas papilla por los misiles. Hay uno en cada cuadra. También en la obsesión con la que la gente pregunta a los muchachos del barrio, en cada esquina, si la calle está al alcance de los francotiradores. Y finalmente por los parques, que ya no tienen árboles. No queda nada de los jardines de Alepo. Solo troncos de madera de diez centímetros de altura como máximo. Y aún hay quién se obstina en cortarlos a golpes de hacha hasta lasa raíces, Porque cualquier pedazo de madera es bueno para soportar este frío y largo invierno de la guerra. Después de seis meses de combates, sin electricidad y con el precio del gas y el gasoil por las nubes, la madera es el único combustible con el que se puede calentar las casas y cocinar.
Observando aún un poco mejor en los parques se descubren las lápidas. Sí, porque llegar a los cementerios desde algunos barrios es muy peligroso. Y entonces sepultan a los mártires directamente en los parques. La última vez sucedió en Bustan al Qasr, el 29 de enero de 2013, cuando las aguas del canal Qwayq llevaron a la superficie 80 cuerpos de civiles ajusticiados por el régimen con un golpe en la cabeza y arrojados al río. Los sepultaron en una gran fosa común cavada en el parque. Luego clavaron tres tablones de madera en los que inscribieron a mano «El río de los mártires» y erigieron el letrero al borde del canal. Para que no se olvide.
El río de los mártires en la actualidad es además uno de los límites más peligrosos de Siria. En un tramo separa los barrios de Alepo controlados por el régimen de la zona bajo el mando del ejército libre. Es el único lugar por ndonde se puede pasar, clandestinamente y corriendo serios peligros. El paso se realiza a través de un madero trastabillante, arrojado entre dos muretes del canal. Luego con los zapatos enfangados centenares de personas atraviesan la línea del frente. Hay quienes van a juntarse con la familia, quienes van a hacer negocios con el contrabando, quienes buscan refugio del lado del régimen huyendo de los bombardeos rasantes sobre las zonas insurrectas. Y también están los que como Abu Nur desafían todas las mañanas a los francotiradores para ir a enseñar.
Nunca fue maestro. Antes de la guerra trabajaba como ingeniero. Vivía cómodamente. Clase media, treinta años, un feliz matrimonio, dos hijas hermosas de ocho y diez años. Abu Nur es de los que decía: «el régimen no, pero tampoco la guerra» Además porque su casa está en la zona de Alepo protegida por el ejército de Assad. Un día sin embargo la guerra golpeo su puerta.
«¿Recuerda hace un mes cuando un Mig del régimen lanzó dos misiles sobre la universidad? Ese mismo día un tercer misil impactó en el edificio de enfrente de mi casa. Las esquirlas y la onda expansiva hicieron añicos los vidrios de las ventanas. Yo estaba en otra habitación. Cuando entré encontré a mi mujer y a mis dos hijas sepultadas bajo una montaña de vidrios y mampostería. Las levanté, no estaban heridas gracias a dios, ni un rasguño. Pero ese día me prometí hacer algo».
Y así Abu Nur entró a formar parte del movimiento civil que de forma semiclandestina está reabriendo las escuelas en los barrios liberados de Alepo. Fue él quien me llevó a la escuela del barrio de Mashad. Desde fuera no parece una escuela. Es un edificio cualquiera, dañado en parte por un mortero, ubicado en un callejón anónimo. A medida que subimos las escaleras se oyen más nítidamente las voces de los chicos. El apartamento está en el primer piso. Cada habitación contiene una treintena de chicos. Los bancos y las sillas los llevaron de la escuela. Pero les faltan cuadernos, libros y material didáctico y como en el resto de la ciudad la electricidad va y viene, como máximo un par de horas al día.
«El ejército libre ha sentado sus bases en algunas escuelas de la ciudad lo que las vuelve vulnerables a potenciales ataques de la aviación del régimen. Ya han bombardeado muchas. Por eso no podemos volver a las viejas escuelas. Si golpearan a los chicos sería una masacre. Por eso buscamos casas vacías. Privadas. En cada una acogemos a un centenar de chicos en tres o cuatro habitaciones. Los maestros son todos voluntarios. Nadie nos paga. Muchos de ellos también antes eran maestros. Otros, como yo, damos una mano. El objetivo es que los chicos no pierdan el año escolar».
A través de las ventanas entornadas se oye el eco de los disparos y los morteros. El frente se halla solo a 300 metros. Pero los chicos ni parpadean. Se han acostumbrado. Al contrario, se divierten reconociendo e imitando el sonido de las armas. El Kalashnikov, el mortero, el dushka, los rpg, la (alarma) antiaérea, los Mig, los Grad. Como si todo fuera un juego, una especie de Vieja Granja en tiempos de guerra.
Mariam está sentada en la primera fila. Observa las frases escritas en el pizarrón con toda la curiosidad de sus diez años. Luego con las demás alumnas de la clase repite a coro las palabras de la maestra: «The man who is theres is father. People that eat a lot get fat». En su banco hay tres dibujos. Uno es el de una princesa con un largo vestido azul bordado en oro, sonriendo y con los cabellos al viento. En el otro una torta amarilla y una ronda de chicos. El tercero es una chica que escribe en un cuaderno ante una vela encendida. Una vela como la que ilumina la clase cuando se va la corriente.
«Les hacemos dibujar cosas bellas para alejarlos del contexto de la guerra», me explica su maestra de inglés. Son las diez de la mañana. En la hora siguiente tienen religión. Luego matemáticas y árabe. Y así volará la mañana y Mariam podrá hacese cuenta de que afuera todo es normal. Como en sus dibujos. Y que en la calles de Alepo no merodea el ángel de la muerte. Sólo princesas.
Pero la guerra no es un juego. Bastan unas horas para recordárselo. Ni siquiera hace falta cambiar de barrio. Esa misma tarde, después del almuerzo, a 200 metros de la escuela un avión del régimen, un Mig, lanza dos misiles destruyendo totalmente un edificio. Los muertos son alrededor de treinta y todos civiles. Por la noche veo la imagen en youtube mientras tomo una taza de té en la vieja confitería en que paso la noche junto a una militar kurda del ejército libre sirio.
Es el mismo video de baja definición, que circula por los medios sirios. Una multitud de ciudadanos corre hacia el lugar del bombardeo para remover con las propias manos los escombros aún humeantes para encontrar supervivientes. Sacan el cadáver de un hombre, luego el de otro. Después el de un niño, El de una niña. Sucios de revoques y de sangre. Están muertos. Es estresante. No sé si en aquel edificio estaría Mariam en el momento de la explosión. Solo espero que no. Pero estoy segura de que era su princesa. Y las princesas de todos los chicos de Alepo a los que guerra ha robado la inocencia.
Fuente: http://fortresseurope.blogspot.it/2013/02/la-principessa-di-mariam-e-la-guerra-di.html
rCR