El pasado año fue expresivo de la masividad, el avance y el impacto público del movimiento feminista, tal como escribí en su día: Nueva marea por la igualdad (Rebelión, 16/03/2018). Este 8 de marzo de 2019 constituye un reto para su continuidad y consolidación. Analizo un hecho significativo para resaltar la combinación de factores que […]
El pasado año fue expresivo de la masividad, el avance y el impacto público del movimiento feminista, tal como escribí en su día: Nueva marea por la igualdad (Rebelión, 16/03/2018). Este 8 de marzo de 2019 constituye un reto para su continuidad y consolidación. Analizo un hecho significativo para resaltar la combinación de factores que explican la implicación de millones de mujeres jóvenes en esta reafirmación feminista democrático-igualitaria frente a discriminaciones y desventajas impuestas y percibidas como injustas.
Las adolescentes y las jóvenes han experimentado, en las últimas décadas, un gigantesco avance en la libertad y la igualdad de sus relaciones interpersonales (respecto de los varones), sus trayectorias vitales y familiares y su cultura democrática y de derechos civiles y políticos. En particular, en el ámbito educativo, quizá la institución más libre e igualitaria en materia de género, han demostrado incluso cierta superioridad en sus resultados académicos medios. Es decir, nunca más se va a poder decir que las chicas tienen menores capacidades intelectuales, racionales o cognitivas que los chicos, ni tampoco menores capacidades y habilidades para su formación respecto del empleo o sus responsabilidades cívicas. La expectativa de reconocimiento laboral y público y la movilidad ascendente es innegable, para ellas y sus familias.
No obstante, como dice Carmen Heredero (Género y coeducación, ed. Morata), el éxito escolar femenino es relativo, aunque no achacable a su falta de méritos. Existe una presión distributiva en los itinerarios académicos, condicionada por estereotipos de género, que empuja a las chicas hacia especialidades escolares (bachillerato de humanidades y ciencias sociales, o formación profesional de ‘cuidados’) con una salida más precaria en el mercado de trabajo que las especialidades de ‘varones’ (científicas, ingenierías… o de formación profesional industrial y tecnológica), con un empleo futuro de mayor calidad, remuneración y estabilidad.
Persiste cierta brecha de género en la escuela. Pero, sobre esa base, ya en desventaja de las trayectorias de las jóvenes respecto de las de sus colegas varones, se acumulan dos dinámicas discriminatorias que acentúan la desigualdad.
Una, especialmente para las jóvenes de origen y condición popular, por su inserción en el mercado de trabajo de forma más precaria, insegura y subordinada; está derivada de las estrategias empresariales de segmentación laboral, no solo por la condición social. También hay un sesgo de género: bajo el pretexto de su menor productividad y dedicación laboral por su supuesta mayor implicación en la tarea social ‘asignada’ de la maternidad, la reproducción vital y social y el cuidado de personas dependientes, adoptan dinámicas preferenciales para varones en detrimento de mujeres.
Dos, todos los elementos discriminatorios, desde los estereotipos socioculturales y la división sexual del trabajo hasta la violencia machista directa, que son agravios comparativos respeto de los jóvenes, perjudican la igualdad en perjuicio de las mujeres y atentan a la cohesión social y la convivencia cívica. Es decir, debilitan también la calidad ética y relacional de los jóvenes varones y la ciudadanía en general, si se dejan llevar por la inercia ventajista y no ejercen una actitud solidaria. La emancipación femenina conlleva la construcción democrática e igualitaria de la sociedad.
Desde una óptica más general esas tendencias discriminatorias se han agravado con la crisis económica, las medidas de ajuste neoliberal, las políticas públicas regresivas sobre el Estado de bienestar y contra el empleo decente, la extensión del paro y la precariedad laboral. Así, el poder económico y empresarial, con su ejército de supervisores, expertos y gestores, ha ido imponiendo una socialización laboral, una nueva cultura empresarial de control y sometimiento, entre la gente joven con unos objetivos básicos: asegurar su máximo rendimiento y productividad con abaratamiento de costes, en búsqueda de ganancias suplementarias -a corto plazo-; e imponer una posición de subordinación y una actitud de resignación adaptativa y de supervivencia individual, unas costumbres insolidarias y conservadoras frente a su cultura relativamente igualitaria, libre y democrática de la escuela, sus relaciones interpersonales y la vida pública.
Es decir, la imposición del poder empresarial en las relaciones laborales y la mayor subordinación de las capas precarizadas, mayoría de jóvenes populares (incluido de origen inmigrante), tiene también una función ideológico-política: frenar la cultura democrático-igualitaria mayoritaria en la juventud, revertir las conquistas en materia de derechos civiles, sociales y laborales, afianzar los valores conservadores y asentar la hegemonía política liberal conservadora.
Pero el choque entre las chicas de esas dos dinámicas contrarias, progresivas y regresivas, es todavía más brutal. Si en términos comparativos respecto de los chicos, los avances y las expectativas de movilidad ascendente -meritocrática- eran superiores, ahora se encuentran con que las evidencias de su socialización laboral precaria les imponen mayores desventajas, persiste el machismo estructural y todo ello lo sufren de forma inmerecida. Por tanto, a partir de su experiencia relacional y sus recursos éticos, crece su percepción de padecer una grave injusticia. También se produce incertidumbre, desconcierto o reacciones simplistas. Pero no hay, mayoritariamente, resignación o adaptación individualizadora, sino indignación colectiva, exigencia de soluciones públicas y reafirmación identitaria emancipadora. Y aunque, incluso en corrientes feministas y dada la diversidad existente, existan salidas falsas o unilaterales. Se trata del nuevo puritanismo, una reacción moralista que supone un retroceso respecto de las dinámicas de liberación sexual conseguidas hace décadas; o de la prioridad al incremento punitivo ante las agresiones, a la utilización exclusiva del código penal, más barato y mediático, en vez de aplicar una política integral y desarrollar medidas preventivas y educativas, así como de control y reinserción.
Igualmente, en el campo institucional más amplio de las políticas de igualdad y contra la violencia de género, la valoración positiva de algunos cambios normativos, en más de una década de implementación, no ha implicado una modificación sustancial de los elementos básicos de discriminación, inseguridad o acoso machista. La desconfianza llega a la clase gobernante y distintos poderes (incluido el económico y el judicial), por su incapacidad para atajar esa desigualdad, así como por su responsabilidad en el mantenimiento de esas dinámicas discriminatorias, normativas retóricas, contraproducentes e incompletas o actuaciones injustas e insuficientes.
Ahora, con la disolución de las Cortes, el Gobierno socialista, a pesar del amplio respaldo parlamentario y de la comunidad educativa, ha sido incapaz de conseguir la derogación de la LOMCE, símbolo conservador de la segmentación escolar, el desprecio elitista hacia la escuela pública y los privilegios materiales e ideológicos para la jerarquía católica. Y también se mantienen las contrarreformas laborales con grave impacto para la gente joven. O sea, hay más motivos para porfiar en un cambio de progreso, democrático y feminista.
La gestión política de las fuerzas progresistas ha sido la de intentar representar esa nueva ola reivindicativa y cultural, aun sin impacto relevante de cambio estructural y normativo. Pero de su profundidad y amplitud han tomado nota los sectores conservadores. Al relativo estancamiento en la eficacia de las reformas institucionales ahora se añade la nueva contraofensiva política y mediática de las derechas con un proyecto regresivo de involución social, normativa y cultural en relación con las conquistas feministas. Es un bloque reaccionario y conservador potente, pero de escasa legitimidad social que se enfrenta a una mayoría social, especialmente de mujeres, con fuerte conciencia cívica y feminista.
Pero, como decía, esta generación joven ha experimentado una amplia cultura democrática y de justicia social bastante común en la mayoría de los chicos y las chicas populares. El hecho diferencial es que, ante esa doble desigualdad discriminatoria de las jóvenes y su débil defensa institucional, las propias mujeres han tenido que reafirmarse en sus valores democráticos y de justicia social y su actitud progresiva, así como consolidar su experiencia de libertad e igualdad para asegurar su ciudadanía plena y un futuro de bienestar.
Por tanto, tienen que hacer un sobreesfuerzo ético y práctico-relacional para dar respuesta a esa subordinación adicional y dar soporte motivacional y de legitimación a la correspondiente actitud participativa. Lo están haciendo frente al marco político e institucional dominante, en el menos malo de los casos, impotente ante esa regresión que condiciona toda su trayectoria vital. No es fácil y se enfrentan a numerosos obstáculos. Pero se abre otra tendencia de activación cívica: una profundización de sus capacidades humanas, solidarias y transformadoras, una actitud más igualitaria y una convivencia más democrática. Todo ello con una articulación asociativa muy diversa y horizontal, unos liderazgos colectivos próximos, abiertos y transitorios, una labor concienciadora de una gran parte del profesorado femenino, junto con unos discursos expresivos contra la discriminación y por la igualdad y la libertad.
En definitiva, superando esquemas interpretativos estructuralistas o enfoques culturalistas, ambos unilaterales, así como visiones rígidas y esquemáticas, hay que realizar un análisis realista que facilite una firme acción transformadora feminista y solidaria. Por tanto, son necesarios un enfoque relacional y un discurso multidimensional, considerando la interacción y la combinación de distintos elementos y planos que afecta, particularmente, a la mayoría de las jóvenes: una situación precaria e incierta, una experiencia social y una cultura democrática e igualitaria, nuevas dificultades para sus trayectorias y expectativas personales y profesionales, una responsabilidad institucional (pública y económica) en sus bloqueos vitales, percibida como injusta o insuficiente, unas redes de apoyo y pertenencia con identificaciones comunes sobre bases solidarias y una reafirmación colectiva en la justicia social y la emancipación. Por todo ello, el movimiento feminista y, en particular, la mayoría de las jóvenes, con talante progresivo, son un motor de cambio democrático-igualitario y emancipador.
Antonio Antón. Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid
@antonioantonUAM
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