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El mito de la transición española (I)

La recuperación de la identidad nacional perdida

Fuentes: Rebelión

«Si se aplica bien la ley de sucesión el pasado no volverá, y la futura monarquía contribuirá a la grandeza de España y será una garantía de que no se podrá retroceder a las situaciones que superamos y rechazamos en nuestra guerra. La nueva constitución monárquica, basada en la ley de sucesión y en los […]

«Si se aplica bien la ley de sucesión el pasado no volverá, y la futura monarquía contribuirá a la grandeza de España y será una garantía de que no se podrá retroceder a las situaciones que superamos y rechazamos en nuestra guerra. La nueva constitución monárquica, basada en la ley de sucesión y en los principios fundamentales del Movimiento, tendrá fuerza suficiente para que sea respetada, y la flexibilidad necesaria para irse amoldando a las necesidades futuras de la nación.»

Francisco Franco, 4 de febrero de 1965

Mis conversaciones privadas con Franco Francisco Franco Salgado-Araujo (1976)

 

La dictadura franquista destruyó la organización de la sociedad republicana y desarticuló su incipiente ser social. Esta descomposición total de lo colectivo, de lo común, trajo como consecuencia, entre otros factores, la ausencia de tensión política durante el régimen -salvo la actuación del PCE- y el control absoluto de la población por parte del aparato represor. La aniquilación del tejido socio-asociativo, que tanto favoreció la implantación transversal del franquismo como sistema autoritario, con el corporativismo nacional-católico como base ideológica, produjo, desde el Plan de estabilización de 1959, una anómala situación ya que el ambicioso proyecto interclasista de la tecnocracia emergente -Franco cedió pronto el poder económico quedándose con la representación política y el orden policial- carecía de referente social. El poder institucional, único, se apoyaba en el terror ejercido por una amplia red policial -desde los serenos con chuzo a la Brigada Político-Social- y en la omnipresencia de cancerberos militares y religiosos. Las funciones estratégicas de estas fuerzas de choque eran claras. Mientras los militares, vencedores en el campo de batalla, aseguraban la verdad histórica revelada y la cohesión nacional, la vanguardia religiosa garantizaba el orden moral y la educación. Con la cartografía en la mano, a la tecnocracia -necesitada de articular una estrategia económica capaz de vencer el aislacionismo- le faltaba una pieza: una sociedad protoconsumista que impulsase la demanda interna y que fuera capaz de adaptar la estructura productiva, casi autárquica, al novedoso sistema económico. Impulsada por el INI, un pluriempleo, en muchos casos, de la casta militar, y las grandes corporaciones bancarias; ayudada por las inversiones extranjeras, el crecimiento del turismo, el dinero procedente de la emigración europea y las congelaciones salariales, la tecnocracia dirigió la renovación con mano de hierro como única forma de asegurar la pervivencia económica de su clase. Si la izquierda antifranquista se refugiaba en la idea de pueblo derrotado -los vencidos de 1939- siguiendo la estela de una continuidad frentepopulista, los «aperturistas» de la dictadura, adalides de la renovada identidad, buscaban anclajes sólidos en las pujantes capas medias católicas. Sabido es que la importante migración campo-ciudad de esos años favoreció esta dinámica industrial. Para potenciar esta nueva estratificación social acorde con el modelo propuesto era imprescindible recuperar una parte de la leyenda: reinventar el cuerpo social y reinventar eso que, bajo palio y espada, llamaban España.

La construcción de un universo simbólico y referencial, entendido como el conjunto de elementos necesarios para imponer, de forma permanente, un punto de vista interesado sobre el mundo, requiere el concurso de múltiples elementos. En primer lugar se necesita un corpus teórico formado por conceptos intuitivos y trascendentes (sustrato material de la ideología dominante, un lenguaje) cuya comprensión no requiera información previa: patria, España, ejército, religión, bandera, educación, matrimonio, familia, etc. Una vez concebido el aparato conceptual con sus respectivas ramificaciones y procesos, es decir, definidos los fundamentos de verdad y verosimilitud del sistema general de valores, es preciso establecer un procedimiento eficaz de difusión: la propaganda. Al principio era el verbo, hecho logos o carne, y hablaba por la radio Queipo de Llano. Después, coincidiendo con el desarrollismo, vino la «excepción española», los paradores nacionales y las invocaciones a la «diferencia»: la constitución real de la idea de pueblo soberano que la tecnocracia requería. En la actualidad, superada esa etapa de barbarie inferior e inmersos ya en la civilización líquida y democrática emanada del acuerdo constitucional de 1978 -una etapa donde el discurso dominante fluctuó sin consolidación- habla el EPS con sus reportajes, entrevistas y opinión, más los centros comerciales -luminosos campos de concentración de masas- como lugares de esparcimiento, relación social y ocio. La sofisticación o la aparente sofisticación de les temps modernes -en puridad, una versión tecnológica de la cosmovisión liberal-conservadora del siglo XIX con las modificaciones impuestas por los acuerdos de Bretton Woods (1944)- es la clave argumental de nuestros días, el paradigma cerrado y bloqueado de la modernidad. Desde mediados de los años setenta, a medida que la sociedad adquiría niveles cada vez más elevados de interiorización mercantil y el consumo se erigía en árbitro y semáforo de las clases sociales marcando fronteras insalvables, el mensaje emitido por los propietarios de la razón, y de los medios de producción de objetos e ideas, se tornaba cálido, íntimo y próximo, adaptando su apariencia a la «sinuosa» sensibilidad, a la novedosa manera de mirar y sentir el mundo de la socialdemocracia capitalista: «ser» se hizo «sentir», un «sentir de formas evanescentes» (sic). Para reforzar este razonamiento y comprender la evolución social, bastaría repasar la historia de la publicidad y sus ideologemas fundamentales o el concepto mismo de «imagen». Una vez atado y bien atado, según la conocida fórmula, el mecanismo de reproducción -incluso las ideas, en sentido platónico, se han transformado en logotipos, marcas o señas de identidad grupal en este estadio avanzado del capitalismo tardío- y sembrada la duda sobre la pervivencia y validez de los principios de la izquierda, la sociedad fue cayendo en una apatía, una ausencia de sí, viviendo a merced de las necesidades (fisiológicas) de los mercados. A esta permanente provisionalidad -la irrupción de lo precario en las relaciones sociales, políticas, sentimentales, económicas y culturales; un ser/no ser, un estar/no estar, un sentir/no sentir- se añadió, desde la muerte de Franco, el «pacto del olvido». La explosiva mezcla de irresponsabilidad social, impulsada por las fuerzas políticas y sindicales, y diversión continua, fomentada por los poderes públicos y privados, es a lo que algunos han llamado, sin ironía, «el espíritu de la transición».

Entre nosotros y centrando los ejemplos en la proliferación y multiplicidad de mensajes partidistas, es fácil rastrear las huellas de esta gran transformación. De Una, Grande y Libre o los rojos no llevan sombrero -locuciones-fuerza que tuvieron su efecto en los años de la posguerra- se ha pasado a expresiones de honda -y falsa- significación colectiva, Juntos podemos o Para que España funcione, llegando a la tautología, Cambio del cambio, o al minimalista y exquisito Zapatero presidente (ZP). En estos casos, la identificación del mensaje propuesto -repetido hasta la saciedad por todos los canales de divulgación- con los pilares éticos del libremercado global, a diferencia del capitalismo de corte familiar, proteccionista, del sistema anterior, ha impedido a los individuos abandonar este imaginario círculo de tiza resultando muy difícil, en la práctica, concebir un modo teórico y práctico -radical- de acercarse a las contradicciones estructurales del Estado neoliberal. Sin necesidad de detenernos en la cronología conocida, al ser designado por el caudillo sucesor a título de rey, el aleccionado monarca selló con siete católicas y militares llaves -recuérdese su medida aparición la noche del 23 de febrero de 1981 con los galones de capitán general- la posibilidad de un cambio de la forma-estado anterior. «Un sistema político como el actual que silencia el pasado de donde procede, se afirma como realidad presente en la misma medida que se niega como virtualidad futura», escribía García Trevijano en junio de 1985. El tránsito, por tanto, del régimen nacional-católico al sistema actual de partidos diseñado por los estrategas del franquismo -Fernández-Miranda, Adolfo Suárez, Gutiérrez Mellado, Tarancón y otros- con la aportación imprescindible de las estrellas neodemocráticas -Carrillo, González, Guerra, etcétera- condujo a la calma político-social requerida por el sistema-mundo capitalista para prosperar en armonía. El asunto de la modernización estaba lanzado -no es fácil bajarse de un tren en marcha- y llevaba varios lustros fermentándose. En realidad, como se ha apuntado, desde que los jóvenes tecnócratas del Opus Dei pasaron a controlar la economía nacional. Pese a la apariencia, pese a la omnipresencia de Franco, el desembarco de los integristas -cuyas relaciones siempre fueron complejas con el intocable Carrero Blanco- fue la primera piedra de la Transición: una manera diferente, acorde con el mercado, de afrontar el futuro. Con la llegada del lobby, y salvo algunas apariciones «estelares», el caudillo se dedicó a la pesca y la caza dejando el Estado en manos del empresariado. Eran los nuevos mandarines y condujeron la nave del franquismo, con destreza de consejo de administración, hasta la primera victoria electoral de UCD.

Después de la experiencia revolucionaria portuguesa de abril de 1974, con la alarma que produjo en EE.UU. y en muchos sectores de la oligarquía española, y teniendo en cuenta la avanzada enfermedad del dictador, las cabezas rectoras del entramado católico-empresarial fijaron -oídas algunas sugerencias del Departamento de Estado de EE.UU.- el marco de la futura transición. Era preferible estar preparados, conocer los deseos de las formaciones opositoras y contener los posibles excesos reivindicativos. Como es sabido, el debate entre reforma y ruptura, que tantas discusiones y documentos produjo, no dejó de ser un juego semántico. La llamada Transición se desarrolló dentro del seno del franquismo con el acuerdo cupular entre los epígonos del régimen (hacedores de la reforma) y la oposición (diques de contención). Cada cual asumió su cuota de responsabilidad en la desactivación social cumpliendo conforme a lo esperado -luego recibieron medallas y reconocimientos- su «misión». Al tiempo que los dirigentes del franquismo apaciguaban la inquietud de las fuerzas reaccionarias de Estado -una parte de la iglesia, banca y ejército- sobre el giro democrático y la continuidad que se avecinaba, la oposición, concentrada en «plataformas» y «platajuntas» con la hegemonía del PCE y la irrupción del recapitalizado PSOE de Suresnes (financiado por el SPD alemán con el acuerdo de la CEE), más algunas personalidades independientes, rebajaba (desarticulaba) la intensidad de las exigencias del pueblo soberano, una población sometida a 25 años de paz: aletargada por la furia de la represión y el miedo. En este sentido, merece la pena recordar dos textos diversos pero complementarios: Soberanos e intervenidos de Joan Garcés y El miedo en la posguerra de Enrique González Duro. Pese a la apariencia, en ningún caso la ruptura (imaginaria) planteada por algunos partidos, en escritos internos y ponencias de escasa repercusión, fue otra cosa que un intento de conquistar una mayor representatividad (mercado electoral) o una posición preponderante en el espacio de lo público (visibilidad). Las fuerzas del futuro arco parlamentario ya habían optado, tiempo atrás, por un proceso constituyente sin participación -como si eso no fuera un quebranto del principio jurídico básico que conforma la idea de poder constituyente- que garantizara el desarrollo en libertad y sin ira. Convertir la aspiración de las élites políticas y económicas del Estado -el franquismo ya era una rémora en su estrategia- en el deseo común de la ciudadanía y convencer, de forma simultánea, a la izquierda antifranquista de la necesidad del consenso, haciendo pasar los intereses de la burguesía urbana y de las altas capas de la clase media por los anhelos de la colectividad, fue una sutil operación de mercadotecnia política. Un modelo que luego haría las delicias de dictadores y cúpulas neoliberales de Latinoamérica: la expiación de la culpa colectiva e individual sin culpables.

Explicar cómo las corrientes políticas dominantes (oposición y régimen) lograron caer de pie tras este salto desde el acantilado del odio (el franquismo asesinaba -garrote vil- en marzo de 1974 al militante anarquista Puig Antich y fusilaba en septiembre de 1975, aplicando la pena capital, y nadie -salvo los pequeños círculos «politizados»- pidió explicaciones a posteriori), es una cuestión que merecería una detenida mirada sobre el olvido y la pérdida de la condición humana de los españoles sometidos a la dictadura gris, y sobre la desvergüenza de algunos dirigentes políticos de la izquierda. Sería preciso un análisis cualitativo que incluyera desde la idea de orfandad colectiva -se descorchó bastante menos champán del comentado- hasta la indiferencia con la que la ciudadanía aceptó -trágala- el giro del aparato franquista -sin bajarse del coche oficial- y su cambió sustancial de discurso para analizar con detalle esta evolución. En esta línea argumental, sería injusto olvidar la labor moderadora ejercida, con sumo cuidado y equilibrio, por el diario El País, auténtico vertebrador –sine die– del pensamiento progresista nacional. «Durante años El País lo fue todo: unidad de medida, medio de cambio, medio de pago. Pero detrás de un periódico hay deseos e intereses. El País no lo reconoce: si los reconociera, la verdad que produce sería provisional y relativa. Para producir una verdad definitiva y absoluta hay que ser totalmente independiente (neutral, ni con el uno ni con el otro). El País ha sido el espejo de la transición hacia la democracia» escribió Jesús Ibáñez en Por una sociología de la vida cotidiana (1994).

Bajo estas maniobras cupulares latía el problema central de la legitimación popular de la democracia heredera del franquismo. El objetivo perseguido era, entre otros, que la izquierda antifranquista, es decir, los elementos situados a la izquierda del PSOE, no buscara -en el caso de que lo pretendiera- su fundamento histórico y testimonial en la II República, en la legalidad rota tras el golpe de estado de los africanistas. La ley electoral y la maquinaria del poder simplificaron después la confusión producida por la aparición de docenas de partidos, creando una especie de bipartidismo imperfecto alterado, tan sólo, por la significativa presencia de las burguesías nacionalistas y los restos del naufragio del PCE-IU. Se trataba, por tanto y de forma imperiosa, de crear una joven «sociedad civil» que actuara como motor e impulso -tutelada siempre por el rey vestido, al principio, de uniforme- del progreso institucional, una «sociedad civil» que careciera de historia política reconocible: una sociedad sin memoria. Para eso se aplicó la innovadora fórmula del consenso (ver J. M. Buchanan y G. Tullock,. El cálculo del consenso: fundamentos lógicos de la democracia constitucional) consiguiendo que la democracia representativa fuera una especie de creación ex-nihilo (no constituyente) e inmaculada, una «sensación de vivir» más que una forma concreta de gobierno cotidiano. Esta democracia de mercado debía tener suficientes elementos comunes, tanto en lo referido a la elección de las reglas óptimas de eficiencia económica como a los criterios en la toma de decisiones, para aglutinar, previo acuerdo y sin fricción, las diferentes clases sociales y sus intereses naturales, teniendo en cuenta que la España de 1975 estaba destrozada tras la violencia física y psíquica ejercida por el franquismo. Era fácil. Juan Carlos I, sabedor de la importancia de la imagen en el mundo espectacular, volvió a la carretera -años antes, por orden de Franco, siendo príncipe, ya había recorrido la geografía dándose a conocer- para hablar de consenso, concordia y reconciliación. Eran tres conceptos clave, intangibles fundamentos del poder público, que escondían, en realidad, los tres ejes del nuevo orden político: negociaciones con los grupos de poder hegemónicos (iglesia, banca, ejército) y con las burguesías nacionalistas; paz social (tarea encargada a los sindicatos) y olvido (empresa de la que se encargó la cultura subvencionada). Resulta curioso constatar como hoy -en el año 2006- frente al empuje de las burguesías nacionalistas, el rey sigue cabalgando a lomos de estos tres conceptos esenciales. Nada cambia.

Para inventar esta «sociedad civil» había que resolver el obstáculo que suponía la ausencia de identidad nacional. Tanto para los teóricos del derecho franquista como para los pensadores de la «condición democrática» se trataba de ajustar el principio de soberanía -de cara a lo que denominaban «proceso constituyente» y teniendo en cuenta la crisis económica: inflación más desempleo- a la realidad socio-política. Lejos de estos consultores orgánicos recuperar una de las tesis centrales de Carl Schmitt: «soberano es aquel que decide sobre el estado de emergencia». Para que las esencias del régimen no chocaran con las aspiraciones de cambio de una parte de la colectividad, era urgente recuperar una cierta idea de identidad nacional (unidad de destino transformada en acción común) hasta convertir al antiguo «cautivo y derrotado» pueblo en ejemplo de concordia, protagonista directo o trascendental, sujeto activo de la historia del renovador proceso. El reconocimiento de los derechos históricos, consagrado más adelante en el Título VIII de la Constitución, podría verse como una prueba fehaciente, jurídica, de la necesidad de crear pueblo soberano, sujeto de derecho -al tiempo que se reconocían aspiraciones históricas de autogobierno- allí donde existiera un vestigio, un caldo de cultivo social. La redacción final del texto constitucional, con la formulación conocida del Título VIII, no garantizó la igualdad -las consecuencias llegan hasta la actualidad- pero remendó, hasta que han terminado por explotar, dos desgarros. En primer lugar, la ausencia de identidad nacional -una o varias, el caso era recuperar este «sentimiento», inventando tradiciones o costumbres si era preciso, tras la destrucción sistemática de la posguerra- y, en segundo, la cuestión del autogobierno o la redefinición de España impulsada por las burguesías financieras nacionalistas.

La cuestión de la identificación de la sociedad, de los individuos organizados, con la democracia de partidos es un problema sin resolver en el sistema democrático nacional. Los cimientos parecen sólidos pero esconden fisuras importantes. La democracia de mercado capitalista sigue regulada por las grandes corporaciones. Hasta la sucesión de Juan Carlos I plantea infinidad de problemas. Se pretendió, tras la muerte de Franco, en noviembre de 1975, construir -sin recomponer las heridas de la guerra, sin el reconocimiento de los derechos de los vencidos, sin organizar el cuerpo social- la red que mantiene viva, por definición, a la democracia. Democracia es, al margen de otras consideraciones teóricas, el refrendo popular de las decisiones del gobierno o por decirlo de otra forma, un gobierno acorde con los intereses básicos de la mayoría. El sistema de partidos español, que instauró -no se podía dejar las grandes cuestiones del Estado en las manos del pueblo, contrario a la burguesía financiera- un organigrama de castas y fracciones políticas enfrentadas, ha conseguido alejar a la ciudadanía de la res publica. Ese fue uno de los principios fundadores del franquismo político resumido en la expresión, «haga usted como yo, no se meta en política», atribuida al propio caudillo. Partidos y sindicatos aplicaron la máxima. Por esta razón, la democracia española, al igual que otras muchas herederas directas de regímenes autoritarios, se alimenta de los intereses de las fuerzas económicas y políticas y no de las decisiones colectivas. Y sin el concurso activo de la sociedad, sin la plasmación de los deseos de la mayoría, este tipo de democracias resultan inestables. Sólo el consumo desenfrenado -potenciado por los agentes que operan en el mercado- está frenando esta descomposición política. La democracia española, o lo que se edificó con esa denominación desde 1959 hasta nuestros días y más concretamente desde 1975, es un sistema político de consumo. Resulta curioso comprobar cómo las clases medias consumistas, hijas del desarrollismo franquista, siguen alimentando el sistema de partidos (sin ideología) al igual que sostuvieron, desde el Plan de Estabilización de 1959, la dictadura militar.