Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández.
El presidente iraní, Hassan Rouhani, el presidente ruso, Vladimir Putin, y el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, se dirigen a los medios tras el encuentro trilateral sobre Siria celebrado en Sochi el 22 de noviembre de 2017 (AFP)
Tres sucesos definieron Oriente Medio en 2017. En cada uno de ellos se declaró una victoria militar o un audaz acto de reforma. El éxito actuó como alcohol puro en la cabeza del vencedor, pero la sensación de euforia fue breve. Cada uno de ellos desencadenó a su vez un cambio en las alianzas regionales.
Un año después, la resaca de por la mañana hace que el panorama resulte menos atractivo que la noche anterior para los poderosos en ese nuevo mundo árabe.
Una guerra optativa
La primera victoria del año fue a parar a los rusos, que retomaron Alepo en los días finales de 2016. El presidente ruso Vladimir Putin marcó su inauguración como nuevo gobernante imperial de Siria marchando frente a Bashar al-Asad, el presidente sirio cuya piel había salvado, en un desfile de la victoria en la base Khmeimim en Latakia. Es una escena que Putin podía haber copiado inconscientemente de un procónsul romano.
Para Putin, Siria era una guerra optativa. Rusia no compartía fronteras con el Estado árabe y podía haber permitido que cayera Damasco sin que Rusia se viera afectada. Putin entra en Siria con una fuerza militar desestimada por la OTAN como inapropiada para tal propósito.
Putin quería demostrar algo no sólo respecto a su fuerza aérea sino también sobre el nuevo orden mundial: que EE. UU ya no poseía el monopolio de las acciones militares, ni un veto sobre todos los demás. Y lo demostró.
Las consecuencias estratégicas de esa intervención no fueron tan directas como una Rusia empequeñecida, una sombra de la fuerza militar global que fue una vez la Unión Soviética, podía prever.
Asad tiene ahora dos amos: Rusia e Irán, cuyos intereses divergen, especialmente en la cuestión del destino del líder sirio. En esto, Asad está siguiendo apenas los pasos de su padre.
Hafez al-Asad mantenía fuertes relaciones con Irán y EE. UU. al mismo tiempo, ayudando a George H Busch contra su rival baazista Sadam Husein en la I Guerra del Golfo. El padre preservó la independencia de su país. El hijo la entregó. Hafez al-Asad emergió como un gobernante fuerte. Su hijo como un gobernante lisiado.
Putin tiene dos bases permanentes en las costas del Mediterráneo, pero está también maniatado a una ruina llamada Siria. Si la Unión Soviética gastaba dinero en Oriente Medio, la Federación Rusa está allí para ganarlo.
Para este objetivo, los bombarderos de Putin no son de utilidad. Necesita estabilidad, una mercancía que ni él ni Irán pueden proporcionar fácilmente a millones de sirios que buscan el fin del dominio de la dinastía Asad y que lo han perdido todo en esta guerra.
Platos con los retratos de los presidentes Putin y Asad expuestos en una tienda de artesanía en Damasco (AFP)
Para eso, Moscú y Teherán necesitan a Turquía. Irán necesita a Turquía para mantener el equilibrio con Rusia y llegar al mundo sunní. Al mismo tiempo, Irán está tratando de limar asperezas con Hamas y la Hermandad Musulmana turca, tras el daño hecho por su presencia en Siria.
Si lo que trata es de conseguir que le devuelvan sus inversiones en Siria, en forma de ventas de armas y reactores nucleares, Rusia tiene también que trascender la división sectaria.
El campo rival
Por otra parte, Turquía necesita tanto a Rusia como a Irán, ahora que ha cortado sus lazos, al menos psicológicamente, con EE. UU. La competitividad entre todos ellos continuará. Cada uno persigue agendas diferentes en Siria, pero de momento su destino está amarrado por enemigos comunes.
Putin está aprendiendo que una cosa es ahuyentar a EE. UU. y a los saudíes fuera de Siria, y otra muy diferente convertirse en el propietario de una guerra civil de segunda mano. Los rebeldes han sido sometidos por el poder aéreo ruso, pero los rescoldos del conflicto siguen ardiendo bajo las cenizas.
La segunda victoria se la apuntó el campo rival: Arabia Saudí, los emiratíes, Israel y EE. UU. Y se reflejó en la ovación que Donald Trump recibió en Riad. Se supuso que proclamaba una nueva alianza de los Estados árabes sunníes «moderados» contra Irán, el islam político y cualquier príncipe rival o disidente saudí que desafíe su tiranía.
Sobre el papel, esta alianza contiene todas las cartas: los mayores fondos soberanos, los ejércitos más grandes, los guardaespaldas y piratas informáticos occidentales y el apoyo de Israel. En realidad, la alianza de los tiranos de la nueva era está cegada por las nubes del autoengaño.
¿Qué podría salir mal?
El plan, al igual que sus riquezas, era a gran escala. No tanto para sustituir a unos EE. UU. en retirada como hegemonía regional para el siglo XXI, sino para dominar las comunicaciones y el comercio alrededor del mundo árabe sunní a través de los puertos, islas y rutas comerciales que van desde el golfo de Omán hacia el oeste hasta el Canal de Suez y hacia el sur hasta África; una verdadera recreación de un imperio de transporte marítimo estilo siglo XVI.
Mohammed bin Salman ha podido camelarse a la administración estadounidense en su lucha por el poder con su primo Mohammed bin Nayef (AFP)
La visita de Trump hizo que se le subiera la sangre a la cabeza: en primer lugar, el derrocamiento de Mohammed bin Nayef, el primo mayor de Mohammed bin Salman; después, el asedio contra Qatar; después, la purga de príncipes; después, una orden al primer ministro libanés, Saad Hariri, para que dimitiera; después, instrucciones al presidente palestino Mahmud Abbas para que entregara Jerusalén Este y el derecho al retorno, o se apartara para que otro lo hiciera.
Cada tirada de los dados revelaba la mentalidad totalitaria de los hombres que querían dominar la región. La opinión pública, la responsabilidad, la historia, la religión, la cultura y la identidad les tienen sin cuidado. Esos hombres estaban allí para gobernar, para poseer y ordenar. Todos los demás existen para obedecerles.
La declaración de Trump
Y así hasta el tercer y último acontecimiento. Cien años después de la Declaración Balfour, Trump va y mete la cuchara con una declaración propia: reconocer a Jerusalén como capital de Israel. Si los primeros dos eventos produjeron temblores, el tercero aportó energía para un terremoto.
Jordania y Abbas, dos de los aliados más antiguos de Washington, abandonaron el barco públicamente. Jordania se acercó a Turquía, Siria e Irán, mientras Abbas declaraba que los EE. UU. no eran aptos para ejercer de mediador. La guerra silenciosa entre Turquía y los Emiratos se llenó de ruidos, estallando la pelea en una respuesta de tuit. El ministro de asuntos exteriores emiratí Abdulá bin Zayed al-Nahyan, retuiteó un mensaje acusando a Fahreddin Pasha, el gobernador otomano que defendió La Medina contra las fuerzas británicas, de robar las propiedades de sus habitantes y las reliquias sagradas de la tumba del profeta Muhammad.
A lo cual replicó Erdogan: «Cuando mis ancestros estaban defendiendo La Medina, ¿dónde estaban los tuyos, insolente?».
Erdogan mantuvo la misma retórica en Sudán, que visitó el lunes [25 diciembre]. Allí Turquía anunció una serie de acuerdos estratégicos, militares y económicos de amplio alcance.
Sudán es crucial para Egipto. Es un gran país, una puerta de entrada a África y lleva dos años intentando restablecer sus relaciones con Arabia Saudí. Durante ese período, dejó de cooperar con Turquía y Qatar, y las milicias islamistas presentes en Libia han sentido las consecuencias. Hoy en día, Sudán está cambiando de bando una vez más.
Un mensaje sudanés
Como he informado anteriormente, Sudán está cansado de estar proporcionando la mayor cantidad de tropas terrestres a la coalición que Arabia Saudí lidera en la guerra contra el Yemen. Hay informes extraoficiales de que ya se ha iniciado la retirada de tropas sudanesas de ese país.
Pocos días antes de la visita de Erdogan, Sudán informó a la ONU de sus objeciones al acuerdo naval fronterizo entre Egipto y Arabia Saudí, por el cual El Cairo ha aceptado ceder las dos islas deshabitadas de Tiran y Sanafir en el Mar Rojo. Ese acuerdo le pisa también los callos a Sudán. En él, los saudíes reconocieron la zona fronteriza en disputa entre Sudán y Egipto, llamada el triángulo de Halayeb, como parte de Egipto.
La visita de Erdogan ofreció a Sudán una oportunidad para enviar un mensaje a Riad y El Cairo. El presidente turco anunció que estaba dispuesto a desarrollar la isla de Sawakin en la zona oriental del mar Rojo. Se trata de un puerto naval otomano en ruinas sin uso estratégico alguno hoy en día para una marina moderna.
Pero el acuerdo militar alcanzado en la misma visita entre los jefes de Estado Mayor de Turquía, Qatar y Sudán es importante.
Los saudíes no echaron en saco roto el mensaje de Sudán. El periódico Okaz denominó la decisión de permitir que Turquía reconstruya la isla de «clara amenaza a la seguridad nacional árabe».
El periódico alegaba: «Turquía está intentando imponer su hegemonía sobre la región del Cuerno de África ofreciendo ayuda militar y estableciendo bases en los países africanos».
«El establecimiento de bases militares en Sudán representa una amenaza explícita para el Estado egipcio en el telón de fondo de las tensas relaciones entre El Cairo y Ankara y la creciente disputa egipcia-sudanesa alrededor de Halayeb y Shalatin.»
La resaca de la mañana siguiente
Así pues, ¿cómo es la nueva forma del mundo árabe tras un año de tragedias sin respiro? La esfera de influencia de Arabia Saudí se ha reducido. Empezó el año a la cabeza de los seis Estados del Golfo convocando a 55 dirigentes de los países de mayoría musulmana para que Trump les diera una lección acerca del islam radical. Pero ha terminado el año con una hemorragia de dichos apoyos. Arabia Saudí ha perdido también el Líbano.
El presidente turco Recep Tayyip Erdogan estrecha la mano al emir de Qatar, el jeque Tamim bin Hamad Al-Thani, en Doha el 15 de noviembre (AFP)
Como dijo un político sunní, si Irán se hubiera gastado miles de millones tratando de poner a la opinión pública libanesa en contra de Arabia Saudí, no podría haber hecho un trabajo mejor que los mismos saudíes intentando obligar a Hariri a dimitir.
Mohammed bin Salman piensa que mientras tenga a Trump e Israel de su lado, no importa. Pero hay tres fallos en tal cálculo.
El primero es la suposición de que Trump va a continuar como presidente de Estados Unidos. Esto es algo con lo que no está de acuerdo Steve Bannon. Dijo en Vanity Fair que sólo le da a Trump un 30% de posibilidades de evitar un final prematuro en su primer mandato, ya sea mediante destitución o expulsión por parte del gabinete invocando la 25ª Enmienda. Sin Trump, el gran plan de bin Salman se queda en mantillas.
El presidente siguiente, sea quien sea, no seguirá la misma trayectoria desastrosa.
El segundo es respecto a Israel, un lector más inteligente de la política de Washington que los neófitos saudíes. Por eso es que se apresura en crear más hechos sobre el terreno y en colocar los últimos ladrillos en el muro de asentamientos que está levantando alrededor de Jerusalén.
El primer ministro israelí Benjamin Netanyahu es un hombre con prisas. No sólo quiere anexionarse el gran Jerusalén, sino conseguir que Trump lo refrende mientras esté aún en el poder.
El tercero en el plan de bin Salman es Jerusalén. De la noche a la mañana, la declaración de Trump colocó una vez más el conflicto palestino, que había sido desplazado por los levantamientos árabes de 2011 y la contrarrevolución que les siguió, como tema central del Oriente Medio. Siria ya no es el principal problema.
La consecuencia es que los palestinos no tendrán otra opción que empezar una tercera intifada. Los jefes de la seguridad israelí están ya advirtiendo a sus amos políticos del ambiente sobre el terreno. Las tensiones en Gaza, dijeron, recordaban las de la víspera del conflicto con la Franja de 2014.
Esto es lo se espera en 2018. El ascenso de un nuevo tirano saudí con bin Salman, con ambiciones para convertirse en la hegemonía regional, ha revitalizado el campo qatarí, que cuenta ahora con el apoyo militar de Turquía y Sudán y el apoyo logístico de Irán.
La causa palestina ha vuelto al centro del escenario y es el eje de las diferencias entre los dos campos. El islam político está regresando como actor fuerte. Al haberse quedado sin cartas en Yemen, tanto Mohammed bin Salman como Mohammed bin Zayed están cortejando a los líderes del partido islamista yemení Islah. Los islamistas políticos han mostrado también su fuerza en las manifestaciones celebradas en Jordania y en todo el mundo árabe en torno a la cuestión de Jerusalén.
Quienes pensaban que podrían reorganizar Oriente Medio en su beneficio empezaron el año haciendo un mate. Pero sólo están despertando al dolor de cabeza que ellos mismos se han provocado.
David Hearst es redactor-jefe de Middle East Eye. Con anterioridad escribió para The Guardian y The Scotsman.
Fuente: http://www.middleeasteye.net/columns/2018-morning-after-night-485358882
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