La hegemonía mundial en el siglo XXI depende de cómo se vaya a superar la crisis económica en curso; pero también de la guerra de baja intensidad que la OTAN está desarrollando contra los pueblos de Oriente Medio y norte de África desde hace décadas. La revolución en Egipto no ha hecho más que comenzar. […]
La hegemonía mundial en el siglo XXI depende de cómo se vaya a superar la crisis económica en curso; pero también de la guerra de baja intensidad que la OTAN está desarrollando contra los pueblos de Oriente Medio y norte de África desde hace décadas.
La revolución en Egipto no ha hecho más que comenzar. Y si algo demuestra que la cosa va en serio es la violencia del golpe militar contra la democracia recién estrenada. Después de derrocar a Mubarak, el gobierno timorato y conservador de Mursi, sostenido por los Hermanos Musulmanes, estaba perdiendo rápidamente el apoyo de la población egipcia que aspira a un orden social más justo. Los más de 20 millones de firmas recogidas por el movimiento Tamarrod pidiendo la dimisión de Mursi, eran una amenaza real para la dominación imperialista en Egipto. La posibilidad de que esa nueva movilización popular derribara el gobierno islamista, abriendo las puertas a una radicalización democrática del Estado egipcio, ha sido el auténtico motivo del golpe de Estado. Detrás de la violencia estatal se esconde siempre el miedo de las clases dominantes a perder los instrumentos de control social, basados en el consenso social sobre su capacidad de dirigir los destinos de la nación.
Los militares egipcios no solo defienden sus privilegios, también los intereses del imperialismo y de las élites regionales del Golfo Pérsico. Por eso, la intervención militar contra la democracia ha venido a ser apoyada por las monarquías del Golfo y tolerada por la OTAN. Lo que muestra el golpe de Estado egipcio es que el equilibrio regional pende de un hilo. Tras un siglo de intervención colonialista, 65 años de ocupación de Palestina por Israel y más de 30 años de intervención militar en la región desde la primera guerra del Golfo, Oriente Medio y el norte de África se han convertido en un polvorín, cuyo estallido puede dar un vuelco completo a la correlación internacional de fuerzas políticas.
Lo que está en juego es la lucha por la hegemonía mundial entre el imperialismo de la OTAN y las potencias emergentes, agrupadas en el BRICS (Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica). La guerra de civilizaciones, que programó el estratega del pentágono Huntington, está dirigida fundamentalmente contra la República Popular China, como centro principal de esa agrupación alternativa. La guerra programada y dirigida desde 1980 contra los países laicos del mundo musulmán -Afganistán, Irak, Libia, Siria-, encubre la real lucha de clases bajo el disfraz de una lucha entre culturas y civilizaciones. Y forma parte de la ofensiva militar contra China que ha sido planificada por el Pentágono desde hace décadas. Pero la OTAN se ha empantanado en un frente donde los amigos de ayer se vuelven fácilmente los enemigos de hoy. La alianza entre integristas y liberales, que ha sido la base de esa ofensiva militar, es muy similar al apoyo a los regímenes fascistas que la OTAN desarrolló durante la guerra fría; pero podría estar deshaciéndose por los ataques terroristas contra los países imperialistas.
Y también porque es posible que el Estado sirio esté ganando la guerra contra las guerrillas, integristas y liberales aliadas, apoyadas por la OTAN y las monarquías reaccionarias del Golfo Pérsico; lo que podría ser el principio de un proceso revolucionario en toda la región. De ahí que recientemente los EE.UU. hayan instalado drones en la frontera jordana con Siria; aunque no parezca posible que se atrevan a utilizarlos para apoyar a las guerrillas que luchan por cambiar el régimen sirio, constituyen una amenaza que debe paralizar el progreso de las opciones revolucionarias.
Como en todas las guerras, la batalla de la propaganda es esencial para definir las opciones aceptables en el uso del armamento disponible. Por esto, no hay que dejarse confundir por los medios de comunicación al servicio de la OTAN. Se debe exigir, primero, una condena firme y unánime de las masacres cometidas por el ejército egipcio; segundo, una investigación imparcial y objetiva sobre la represión del Estado sirio y sobre la actuación de las guerrillas y bandas armadas opositoras al régimen; tercero, una evaluación de la actuación de la OTAN en Libia y la condena firme de los crímenes de guerra allí cometidos por la aviación y la armada naval de la OTAN y por las guerrillas que derrocaron al régimen anterior; cuarto, una condena firme de la intervención de la OTAN y sus aliados en Irak y Afganistán, y lo crímenes de guerra allí cometidos; quinto, una condena firme de la actuación del Estado de Israel y las violaciones de los derechos de los palestinos; sexto, que todas esas condenas tengan consecuencias penales contra los responsables de haber violado los derechos humanos personales y colectivos.
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