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La situación de la oposición siria desde el inicio de la revolución

Fuentes: Al-Jazeera

Algo que puede decirse es que la revolución siria sufre de la ausencia de una acción política como resultado de la ausencia de partidos que tengan conciencia del significado de la política y la lucha política, que es una necesidad en toda revolución. La oposición siria estaba al margen de los hechos desde el inicio […]

Algo que puede decirse es que la revolución siria sufre de la ausencia de una acción política como resultado de la ausencia de partidos que tengan conciencia del significado de la política y la lucha política, que es una necesidad en toda revolución. La oposición siria estaba al margen de los hechos desde el inicio y todas sus políticas posteriores la han dejado en el mismo sitio. Ahora mismo, bien sigue apostando por una marcha atrás hacia la reforma por parte de las autoridades, basándose en distintas formas de presión (y por ello se prepara para la conferencia de la oposición siria), o bien sigue viviendo la ilusión de la «intervención exterior» y se centra en la comunicación con los «países occidentales», trabajando por la construcción de un «gobierno de transición». La revolución, por su parte, sigue viviendo sus problemas y construye su camino propio.

La oposición siria no esperaba que se produjera una revolución en Siria, pues sus imagen del pueblo era negativa. No eran conscientes de una realidad, que es económica y de subsistencia en primer lugar. Siguieron en cambio trabajando en el «nivel político»; es decir, en su lucha contra el poder, o hablando del «imperialismo», y su valoración era básicamente resultado de la larga represión a la que estuvo expuesta y su percepción de la gran capacidad de represión de las autoridades, una represión que la debilitó mucho en décadas anteriores. Es decir, las autoridades son tan fuertes que no podemos derrotarlas y que el equilibrio de fuerzas está muy desviado hacia sus intereses.

Así, esta estimación dominó la percepción que se tenía de la fuerza de las autoridades y la «fuerza de la oposición»; es decir, sin meter al pueblo en este equilibrio de fuerzas, partiendo de que es «apolítico», y por tanto, inútil (y se le daban peores calificativos, como retrasado, rendido, subyugado). Esto suponía ignorar al pueblo y por consiguiente, considerar que no está en una situación que pueda conducir a una revolución. En concreto las transformaciones económicas desde 2000 no se percibían, o bien había un gran sector de la oposición unida por la tendencia reformista al joven presidente «que quiere cambiar la estructura del poder». O sea, se centraban en lograr una «reforma política» acompañada de la liberalización como configuración orgánica. Esto es lo que ha hecho a esta oposición obviar la liberalización económica y aferrarse solo a la exigencia de reformas políticas. Esta liberación económica es lo que fundamentó el aumento de la congestión social y preparó la revolución.

Tal vez los jóvenes que se formaron en la etapa llamada «primavera de Damasco» [1] sean los mismos que pensaron que Siria podía caminar por la senda de las revoluciones en Túnez, Egipto, Libia, Bahréin y Yemen, y comenzaron sus intentos de movilizar al pueblo. Eran jóvenes sin lazos, en su mayoría, con las fuerzas de la oposición o que los cortaron durante la revolución. Esta situación de la oposición ha hecho que todas sus actividades, una vez comenzada la revolución, se centraran en las «soluciones» y «la etapa posterior», partiendo de que ellos serán los que llegarían al poder «objetivamente», por ser «luchadores históricos» o ser los que se han sacrificado «durante largas décadas», o incluso porque es algo «natural» que ellos sean los elegidos, partiendo de una «convicción propia». Y a esta oposición se le han unido «pilas» de gente que no luchó ni jugó ningún papel en el pasado y muchos «reformistas». Esos están interesados solo en el «nuevo» poder y su papel en él, no en lo que pasa sobre el terreno.

Por tanto, puede decirse que hay una brecha entre el pueblo y la oposición, del mismo modo que hay «sueños» diferentes. Y ello es lo que ha puesto las bases para que la revolución camine por una senda y la oposición, en su variedad, por otra que no tiene nada que ver con el curso de la revolución (y de hecho ha sido una carga para ella).

La revolución necesitaba fuerzas políticas que le dieran ideas y experiencia para materializar sus objetivos de forma clara (es decir, de forma política), desarrollar la conciencia de los jóvenes que no conocían la política y se encontraron en el centro de la política tras entrar por la puerta grande (la puerta de la revolución), y ofrecerles lemas expresivos de su realidad y políticas que permitiesen un desarrollo real de sus actividades. Por tanto, se esperaba que la oposición se implicara en la revolución en el sentido práctico (es decir, en la práctica diaria), pues la revolución no es «impulsiva» ni espontánea. Su estallido imponía la necesidad imperiosa de organizarse y unirse. Y ello es parte de la acción de las fuerzas políticas con conciencia, experiencia, visión y estrategia de cambio, y no las que solo tienen un «programa de exigencias».

Pero la «estrategia» de la oposición tras el estallido de la revolución se ha tomado como un producto histórico, con su visión de la situación desde su prisma «político» (que, como indicamos, está relacionado con la visión del nivel político y no la totalidad de la sociedad), manteniendo su sensación de la «barbarie del poder» y «la incapacidad» propia de derrocarlo, que es lo que gobierna todas sus políticas y determina su estrategia. Esto se debe a que su visión del pueblo no ha cambiado a pesar de la fuerza y apogeo que ven sobre el terreno. Es decir que no confiaban y aún no confían en que este pueblo puede vencer. Por ello, la revolución se ha convertido en una oportunidad, una oportunidad en todos los sentidos de la palabra.

Una oportunidad para que los «hombres del poder» se despierten y se convenzan del discurso de la oposición que exige reformas por medio de la «transición a un Estado democrático» y por tanto, que lleven a cabo un proceso de «traspaso pacífico y seguro de poder». O una oportunidad también para que los Estados imperialistas (o lo que antes una parte de la oposición llamaba Occidente) intervengan para derrocar al régimen, en su convicción de que este tipo de regímenes «nacionalistas» (como Iraq y después Libia) no caen más que por medio de una intervención exterior.

Tras tres meses de revolución se conformó el Comité de Coordinación de las Fuerzas del Cambio Nacional Democrático, pero los partidos y personas que lo conformaban en vez de ver el gran cambio que había acontecido y que les debería haber hecho dudar de toda lógica que los dominaba en lo referente a la mirada hacia el «pueblo», la idea de que está fuera de la ecuación de la lucha (ya lo hemos señalado), partieron de la misma valoración y la misma ecuación: diferencia del equilibrio de fuerzas entre la oposición y el pueblo y el hecho de que el régimen no caerá.

Por ello, repitieron las reformas que toda la oposición llevaba pidiendo una década (es decir, desde la primavera de Damasco). Y puesto que el pueblo había elevado sus objetivos hasta el nivel del derrocamiento del régimen, toda visión por debajo de ello cae por su propio peso. Ello impuso la marginación del Comité desde el principio, y la apertura del horizonte para el traslado del centro de la oposición al exterior, donde las fuerzas que habitaban en ese exterior se preparaban para el momento del fracaso de la oposición interior en su intento de recoger «el pulso de la calle» para «pujar» y vencer.

Ciertamente, el Comité de Coordinación no recibió la aceptación popular, aunque los cuadros de algunos de sus grupos (Partido de la Unión Socialista) habían participado desde el principio en la revolución, y estaban en la base de la movilización de varias zonas (lo que llevó a que muchos de esos cuadros se desligasen del partido después). Así, pasó a correr jadeante tras los hechos, e intentar elevar el techo de sus lemas sin cortar con su idea de solución, lo que la llevó a lanzarse tras la iniciativa de la Liga Árabe, y después tras el papel ruso que parecía que buscaba una solución, y después tras la iniciativa de Kofi Annan, y finalmente de Lajdar Ibrahimi.

Y cuando llegó al punto de que tuvo que negarse a aceptar al gobierno actual y tratar «la etapa post-Bashar», siguió basándose en las mediaciones para ello. Después volvió para poner esta cuestión en el contexto del «diálogo para la transición del poder» o «el diálogo con miembros del poder». Es decir, negociar con el poder para organizar el proceso de transición. Esto hacía dudar de su discurso, pues no cortaba con el poder, especialmente después de que algunos miembros comenzaran a centrarse en la «crítica» de la militarización, el Ejército Sirio Libre y «las bandas armadas», y después de que comenzara a mostrarse como una tercera parte entre el pueblo y el poder (con la iniciativa del alto el fuego en la fiesta de fin de Ramadan, por ejemplo).

Por el contrario, la oposición en el exterior (los Hermanos Musulmanes, los liberales, que se organizaron apresuradamente, y otros) se preparaban para ser ellos la oposición. La cuestión comenzó con la celebración de conferencias (Antakya, Estambul, Bruselas y otras) que intentaban incluir a distintas partes y contaban con la participación de los activistas del interior, tanto los que se habían visto obligados a huir, como los que participaron desde dentro. En aquel momento se filtraron la idea de crear un «Consejo Nacional de Transición» y la llamada a la intervención exterior.

Rápidamente, tras cuatro meses, se creó el «Consejo Nacional Sirio», cuando las condiciones de la revolución permitieron que encontrara un eco nada desdeñable en la calle revolucionaria, y acabó convertido en el representante «único y legal» de la revolución. Pero esto no duró mucho, pues fue rechazado por el Comité de Coordinación y peor aún, fue rechazado por los «escándalos» que lo acompañaron, tanto en declaraciones como en extravagancia, o en la división y luchas internas. Pero fundamentalmente fue rechazado por no haber sido consciente de los problemas de la revolución y, cuando el pueblo cayó en la ilusión de que la solución era una intervención exterior por medio de la imposición de un «bloqueo aéreo», esto no se produjo, y quedó claro que no había posibilidad de que se produjera.

También quedó claro que el Consejo trabaja como un «Ministerio de Exteriores» cuya misión es convencer a «Occidente» de la necesidad de una intervención exterior (hablando del Capítulo VII de la Carta de Naciones Unidas o pidiendo el bloqueo aéreo que es en realidad una guerra militar) y de que él sea el único representante del pueblo sirio. A pesar de la claridad «cegadora» de la ausencia de toda posibilidad de intervención exterior, que se ha repetido en las declaraciones de muchos presidentes y responsables occidentales (Obama y Clinton, Hague, Merkel, y el Secretario General de la OTAN) la estrategia que ha dirigido los movimientos del Consejo ha sido esa: la intervención exterior.

Y por eso, la revolución se convirtió en el discurso del Consejo en una tragedia, en una masacre y en zonas destrozadas. Y el llanto, la mendicidad y el arrepentimiento se convirtieron en el «discurso oficial», sin darse cuenta de que lo que sucede es una revolución a pesar del salvajismo sanguinario del régimen y de toda la destrucción, pues el objetivo de de este discurso es mendigar una intervención, ya que es la única manera de que ellos lleguen al poder o eso creen, pues no confían en el pueblo ni ven que el devenir de la lucha pueda llevarlos al poder al estilo egipcio o tunecino.

Así, no solo lo que ha ofrecido esta oposición no es útil para la revolución, sino que ha ofrecido lo que le ha supuesto un debilitamiento, pues afirmaba todo lo que decía el régimen en sus discursos, que se entraron (consciente y planificadamente) en el carácter fundamentalista de la revolución y el nacionalismo y su papel antiimperialista. Todo ello mientras el llamamiento a la intervención exterior asustaba a varios sectores sociales (pero especialmente a los cristianos) como resultado de la conciencia que tenían los sirios de los peligros de la ocupación estadounidense de Iraq y de que ello se reflejara en un estallido de las luchas sectarias y los asesinatos sectarios.

Por ello, el miedo provocado por cada llamamiento a la intervención exterior era enorme y ello supuso que algunos sectores sociales no participaran en la revolución o que se unieran tardíamente. Del mismo modo, el centrarse en la «islamización» y después el dominar los medios de la revolución y teñirla de su tinte fundamentalista reproduce el pasado (los sucesos de 1980-1982) para mostrar que lo que sucede llevará a la hegemonía de los islamistas en el poder, y por tanto, a una reacción concretamente contra los alauíes. El dominio de los islamistas por medio de las elecciones en Túnez y Egipto reafirmó ese miedo.

Pero ese miedo se ha extendido a muchos «nacionalistas», a laicos y a la izquierda, y es algo que les ha hecho dudar y no integrarse en la revolución o incluso ponerse de parte del poder, no por amor a él sino por miedo a la alternativa. Por ello, la oposición ha sido una carga para la revolución.

Nota

[1] Período que comprende algunos meses entre 2000 y 2001 posteriores a la llegada de Bashar al-Asad al poder en el que se abrió levemente la veda de las libertades, para después volver a cerrarse. En ese tiempo, florecieron los clubes sociales y círculos intelectuales.

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