Millones de personas en las calles de Egipto han provocado la caída de Mohamed Mursi un año después de que llegara al poder. Aunque ha sido la intervención del ejército la que ha precipitado la caída del gobierno, mucha gente gritaba: «No es un golpe de estado». Aunque la maniobra de la cúpula militar pretende […]
Millones de personas en las calles de Egipto han provocado la caída de Mohamed Mursi un año después de que llegara al poder. Aunque ha sido la intervención del ejército la que ha precipitado la caída del gobierno, mucha gente gritaba: «No es un golpe de estado».
Aunque la maniobra de la cúpula militar pretende frenar el movimiento de masas y volver al orden preestablecido, los revolucionarios y revolucionarias egipcias han resaltado el carácter popular del derrocamiento de Mursi. «No se puede hablar de golpe de estado cuando millones de personas están en las calles y casi en huelga general», decía la activista Gigi Ibrahim en Twitter poco después de la destitución del presidente.
Y es que durante estos días millones de personas han salido diariamente a la plaza Tahrir y a las calles de las principales ciudades egipcias pidiendo la dimisión de Mohamed Mursi y el gobierno de los Hermanos Musulmanes (HHMM). Otra vez la realidad terca del pueblo egipcio se ha negado a confirmar lo que suena tan a menudo en occidente: la inevitable derrota de la revolución en un país atrasado e islamizado. Pero la realidad es muy diferente. Mucha gente ya ha bautizado este nuevo movimiento de masas como la «tercera ola de la Revolución Egipcia». Una nueva etapa no exenta de dificultades y contradicciones.
Desde que se inició el proceso revolucionario las máscaras han ido cayendo y las intenciones de los diferentes sectores se han ido explicitando. Primero fue la cúpula militar que, con la caída de Mubarak intentó manejar la transición demostrando su voluntad de que nada cambiara, atacando brutalmente las movilizaciones e intentando blindarse en la tutela del poder. Frente al riesgo de contrarrevolución, la victoria de Mursi en las elecciones presidenciales mostró básicamente la voluntad del pueblo egipcio de no volver atrás, teniendo en cuenta el contexto de masivas movilizaciones contra cómo se estaba llevando a cabo la transición en su conjunto y la traición de las demandas revolucionarias por parte de la cúpula de los HHMM. Aquel fortísimo malestar y la baja legitimidad del presidente no eran más que una bomba de relojería en una revolución que ni mucho menos se dio por finalizada con aquellas elecciones.
La cristalización de este malestar ha tomado forma en los últimos tiempos con la formación del movimiento Tamarod (Rebelión) que ha reunido más de 20 millones de firmas pidiendo la dimisión de Mursi y que convocó las protestas del pasado 30 de junio. La retirada del apoyo a Mursi por parte de la cúpula militar y el paso atrás que han hecho sus aliados salafistas por no cumplir con sus demandas particulares, han dejado solos a los dirigentes de los HHMM en un momento en que la estrategia de la ambigüedad frente a las movilizaciones de Tahir ya no tiene cabida y las mismas bases de los HHMM -formadas en buena medida por jóvenes de clase trabajadora que participaron desde un inicio en el proceso revolucionario- han ido perdiendo confianza en sus líderes y las tensiones internas solo han ido a más.
¿Qué viene ahora?
Pero la situación dentro de la oposición es muy complicada y la realidad es que la única demanda que compartían era la salida del gobierno de Mursi. Hace unos días el activista Hossam El Hamalawy decía: «No llevará mucho tiempo derrocar a los HHMM, lo que venga después es mi principal preocupación». Su destitución ha sido sin duda una victoria para el pueblo, pero otra vez quienes pretenden llevar las riendas de la transición son aquellos que no quieren que nada cambie.
Por un lado el ejército jugará un papel clave. En los últimos días ha intentado ponerse al frente de la lucha contra Morsi, intentando ganarse el apoyo de las movilizaciones -una imagen muy gráfica es la de los helicópteros militares sobrevolando Tahrir con enormes banderas de Egipto-, pero sobre todo afianzando posiciones como garantes de la unidad nacional y el orden. De hecho ha sido la cúpula militar, con el general Abdul Fatah al-Sissi al frente, quien ha destituido oficialmente el presidente y ha nombrado al presidente del Tribunal Constitucional, Adly Masouri, como presidente transitorio, cumpliendo con su «deber de acudir a la llamada del pueblo». Su peso económico y su estrecha dependencia del statu quo regional -recibe 1.300 millones de dólares anuales de los EEUU- sólo garantizan que la lucha por las demandas revolucionarias deberá continuar como ocurrió con el mariscal Tantawi tras la caída de Mubarak.
Pero el riesgo de la contrarrevolución también se ha ido consolidando con la presencia de los matones del antiguo régimen en las protestas. Estos han protagonizado durísimos enfrentamientos con los defensores de Mursi causando gran número de muertos. Las contradicciones derivadas de luchar conjuntamente con estos sectores ponen en peligro los sectores revolucionarios y los movimientos sociales que aún hoy tienen la tarea imprescindible de construir una alternativa real arraigada en el pueblo y la clase trabajadora. Mientras, se airea el discurso del miedo y se juega con el cansancio de la sociedad desde todos los sectores que trabajan para detener el proceso revolucionario.
La revolución como proceso en que la sociedad se empodera, lucha masivamente e irrumpe en la historia directamente como actor político presenta necesariamente muchas contradicciones, porque las mismas personas deben crear una nueva conciencia en base a la experiencia de lucha colectiva rompiendo las propias cadenas. Un dramático ejemplo de ello es que aún hoy en Tahrir, el centro del proceso revolucionario, se dan agresiones sexuales contra mujeres y situaciones de acoso -cerca de un centenar en los últimos días. Pero también tenemos claros ejemplos de empoderamiento, porque no sólo hemos vivido masivas manifestaciones de mujeres, sino que se ha creado la Operación Contra el Acoso y los Asaltos Sexuales para intervenir contra las agresiones, apoyar a las personas acosadas y denunciar a los agresores, a la vez que señalan que más allá del trasfondo de discriminación y sexismo que viven las mujeres egipcias, estos ataques son un arma política utilizada por grupos organizados con el objetivo de echar a las mujeres del espacio público y de la lucha política.
Las demandas de la revolución no han dejado de sonar desde el principio sintetizadas en el lema de «pan, libertad y justicia social». Frente a la estrategia de la división sectaria y el miedo, el bando revolucionario no puede más que continuar construyendo la lucha en los barrios y centros de trabajo y consolidando unas demandas de clase que superen la estratagema del poder. Esta lucha no será fácil, pues las fuerzas armadas han recuperado mucha legitimidad social y, de entre todos los sectores implicados, el revolucionario es el más desestructurado y menos consolidado socialmente. Señalar al ejército como parte del problema es el primer paso, pero el verdadero reto será construir una alternativa revolucionaria que otorgue el poder real a las personas, una revolución que saque los jefes corruptos, acabe con los poderes económicos fácticos -incluyendo la cúpula militar- y ponga la riqueza en manos del pueblo.
Diego Mendoza es miembro de de En lluita / En lucha
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