Kalkilia, una ciudad del norte de Cisjordania cercada totalmente por el muro israelí, recibió la semana pasada con una mezcla de esperanza y escepticismo el dictamen del Tribunal Internacional de Justicia que declara ilegal la construcción. «El objetivo de Sharon es capturar nuestra tierra y hacer de las ciudades guetos depauperados», denuncia el alcalde. El […]
Kalkilia, una ciudad del norte de Cisjordania cercada totalmente por el muro israelí, recibió la semana pasada con una mezcla de esperanza y escepticismo el dictamen del Tribunal Internacional de Justicia que declara ilegal la construcción. «El objetivo de Sharon es capturar nuestra tierra y hacer de las ciudades guetos depauperados», denuncia el alcalde. El muro causa graves disfunciones en el sistema educativo, los servicios sanitarios y las relaciones familiares
Para los 40.000 palestinos que viven en Kalkilia, el muro que Israel levantó el año pasado alegando motivos de seguridad se ha convertido en una gran jaula. En el lado oeste se erige una pared de hormigón de ocho metros de alto y tres kilómetros de longitud, con torres de vigilancia y cámaras de seguridad. En el norte, el sur y el este, el muro toma la forma de una doble valla electrificada con una trinchera central. Existen tres puertas que deberían permitir el paso de la población a los campos y pueblos colindantes, pero hoy están prácticamente cerradas: el único acceso a la ciudad es la puerta este, bajo control militar israelí. Más de la mitad de la superficie agrícola de la ciudad ha quedado al otro lado del muro, que se ha convertido en un instrumento más de colonización. El aislamiento de Kalkilia está arruinando la economía, el sistema educativo, la sanidad e incluso las relaciones familiares.
Por su proximidad a la línea verde -la frontera entre Israel y Palestina antes de 1967-, la economía de la ciudad dependía de los trabajadores que cada día se desplazaban a las fábricas israelíes. Con el estallido de la segunda intifada en septiembre del 2000, el gobierno de Sharon ordenó impermeabilizar la frontera: 6.000 trabajadores de Kalkilia perdieron su empleo. Un año más tarde, la construcción del muro arrojó al paro a quienes trabajaban en otras ciudades palestinas.
Jalil Haroub, obrero de la construcción, lleva cuatro años sin empleo. Tiene cinco personas a su cargo y sobrevive a base de trabajos ocasionales. «Con el muro no quieren construir una frontera segura, sino empujarnos a abandonar nuestra tierra», asegura sentado junto al fuego en un cobertizo, reconvertido en taller de reparación de electrodomésticos, donde mata el tiempo junto a otros parados.
Usurpación de tierra
El impacto del muro no ha sido menor para el campesinado. Según las autoridades locales, el 58% de la tierra ha quedado aislada o destruida por el muro. Adib Silmi perdió un dunum (unidad de superfície árabe equivalente a un kilómetro cuadrado) de sus campos con la construcción del muro: «Llegaron con tanques y excavadoras, se llevaron los olivos y declararon mi tierra zona militar: desde entonces no he podido volver a trabajarla y nunca recibí una indemnización».
La forma que tomó este expolio pone de manifiesto hasta qué punto la conquista de la tierra sigue siendo el objetivo principal de la maquinaria política y militar israelí: más de 8.000 olivos centenarios -símbolo de la herencia histórica y cultural de los palestinos- fueron desenraízados y replantados en asentamientos cercanos. «Algún día los colonos pretenderán demostrar con nuestros olivos que llevan aquí cientos de años», se lamenta Silmi.
Abdul Atif está sentado a su lado. Tiene una parcela en Alkara, donde cultiva cítricos. «En agosto construyeron el muro en esta zona, abrieron una puerta para los agricultores y tuvimos que pedir un permiso para cruzarla. El salvoconducto caducaba a los tres meses, y ahora no nos permiten renovarlo; cada día me piden más papeles», dice mostrando los títulos de propiedad. Atif debe desplazarse hasta el asentamiento de Kadumin para renovar el permiso, pero asegura que no tiene miedo: «La tierra me pertenece, y tengo derecho a trabajarla».
En los meses posteriores a la construcción del muro, los agricultores podían seguir trabajando sus tierras con permisos especiales para cruzar a diario la puerta norte (conocida como «agrícola»). Después, las autoridades militares empezaron a restringir la concesión de los permisos. Desde el 2 de octubre la puerta agrícola permanece cerrada y la puerta en el sur se abre tres veces al día sólo durante 15 minutos. Se supone que 6.200 campesinos tendrían que cruzarla, pero en un cuarto de hora no pueden pasar más de 20.
El relato de Fatima Elayan resume en la vida de una mujer la historia de todo un pueblo. Sus padres tenían en propiedad casi cinco hectáreas de olivos y naranjos. En 1948, con la constitución del Estado de Israel, perdió la mitad de su tierra, que quedó al otro lado de la frontera. Todos sus olivos fueron destruidos en 1967, con la invasión de Gaza y Cisjordania en la guerra de los Seis Días. En el 2001 construyeron el muro sobre sus campos. Hoy sólo le queda una pequeña parcela que, aunque la siguen trabajando con esmero, ha dejado de ser fértil: ocho metros de hormigón impiden que la luz del sol llegue a las plantas, y la destrucción de las canalizaciones de agua hace que se encharque, con lo que proliferan los parásitos y las enfermedades.
«Antes, al menos, veía la tierra que me habían robado: ahora ni eso», clama la anciana, que sólo encuentra una explicación a la construcción del muro: «Quieren que nos marchemos de aquí. La ONU nos da harina, pero, ¿cómo seguiremos con nuestras vidas?». Denuncia, agitada, que los americanos han destruido Iraq y destruirán Siria: «dicen que el islam es terrorismo, pero cuando los israelíes matan a nuestra gente les apoyan; nosotros no tenemos tanques». Fatima ya no cree en la paz: «Tengo 70 años y escucho las mismas noticias que cuando tenía 15. Han matado a demasiada gente, no habrá paz mientras haya ocupación, no habrá paz hasta que nos devuelvan lo que nos han robado».
Más que una barrera de separación, el muro se ha convertido en una nueva forma de usurpación de tierra palestina. En Kalkilia penetra seis kilómetros dentro de la frontera: en la zona oeste de la ciudad discurre a 30 metros de las casas. Su trazado serpenteante ha anexionado de facto más de 2.000 kilómetros cuadrados de tierra y seis asentamientos a Israel. Las poblaciones palestinas de Arab ar Ramadin, Ad Daba y Ras at Tira han quedado aisladas al lado israelí del muro.
El control del agua es otro de los principales objetivos de la ocupación israelí. Kalkilia se encuentra sobre la cuenca del acuífero oriental, que produce la mitad de los recursos hidráulicos de Cisjordania. Diecinueve pozos (más del 30% de las fuentes de agua de la ciudad) han quedado al otro lado del muro, bajo control de Israel. Esto ha generado graves problemas de abastecimiento en una de las zonas agrícolas más ricas de Cisjordania: Kalkilia tenía una huerta conocida en toda Palestina, colmenas, viveros y una desarrollada ganadería.
Con un muro que impide el acceso a las tierras y a las fábricas, la economía de la ciudad se ha colapsado. El índice de paro alcanza, según el registro del Ayuntamiento, el 76%. Una familia de cinco miembros vive, de media, con 60 dólares mensuales. El desempleo no tardó en repercutir sobre el comercio: un tercio de las 1.800 tiendas de la ciudad han tenido que colgar el cartel de cerrado. El mercado central -donde se comercializaba la producción agrícola de los pueblos de la zona- queda totalmente desabastecido cuando las autoridades militares imponen largos periodos de cierre. Es lo que en Kalkilia se conoce como el «plan de estómagos vacíos».
Más allá del impacto económico, el muro ha provocado graves disfunciones sobre el sistema educativo. Los cierres, toques de queda y controles militares dificultan el acceso de los maestros a las escuelas de los pueblos cercanos y gran parte de los estudiantes que acudían a la Universidad de Najah, en Nablús, han tenido que abandonar los estudios. En el extremo norte de Kalkilia, el muro se erige a escasos 40 metros del patio de una escuela de niñas.
Nuha Nasar, psicóloga responsable de un club infantil, resume el impacto del muro sobre la infancia: los pequeños y jóvenes presentan problemas de déficit de atención, dificultad para conciliar el sueño, miedo a los espacios oscuros o incontinencia nocturna. El impacto psicológico del cierre repercute también sobre la capacidad de relacionarse: «cuando juegan a árabes e israelíes -explica la psicóloga- o dicen que los matarán o que de mayores quieren hacerse suicidas, no ves ningún rastro de niñez en sus vidas». Algunos maestros y especialistas de la ciudad han optado por una terapia sorprendente: llevar a los niños a pintar y escribir sobre el muro. «Así pueden dar una salida a sus sentimientos, desahogarse, y aprenden que el muro no es un monstruo, sino algo concreto, tangible, que un día puede desaparecer».
El muro ha roto también las relaciones familiares. La mayoría de los ciudadanos de Kalkilia tiene parientes en las poblaciones cercanas o entre los palestinos que viven en Israel. El contacto con los segundos es imposible, y visitar otras ciudades de Cisjordania supone pasar horas en los controles militares, siempre que los cierres no lo impidan.
Antes de la construcción del muro se registraban en el municipio dos casos de divorcio al mes; ahora, tras dos años de incomunicación, la media es de 16. Margaret Rai, secretaria de la Unión de Comités de Mujeres Palestinas, destaca el impacto del muro sobre la vida familiar en la ciudad: «Marido y mujer están juntos en casa todo el día, sentados frente a frente sin nada que hacer y teniendo que afrontar graves problemas económicos». Las mujeres han acabado responsabilizándose de llevar el pan a casa: cosen y cocinan para otros, pero para Rai «no hay que confundir esto con la liberación, porque la posición social de la mujer no ha cambiado». Las esposas de los cientos de presos de la ciudad tienen que trabajar y sacar la familia adelante solas.
El sistema sanitario tampoco ha sido inmune a la construcción del muro. Kalkilia no tiene grandes hospitales, de modo que los casos críticos solían trasladarse a 30 kilómetros, a Nablús. A causa de los controles militares y los cortes de carreteras, para recorrer este trayecto ahora son necesarias unas cuatro horas. «Las autoridades israelíes se comprometieron a abrir las puertas para dejar circular a las ambulancias en caso de emergencia: el problema es que a veces tardan tres o cuatro horas en encontrar la llave. Anoche me llamaron porque un bebé de dos años de Ad Daba -una pequeña población situada a escasos kilómetros de la ciudad- estaba a más de 40 de fiebre. Llegué a la puerta de Kfar y esperé más de una hora, finalmente los padres consiguieron llegar y tuve que pinchar al bebé desde el otro lado de la verja. Cada día vivimos situaciones como esta», explica Abu Reehan, responsable de la Media Luna Roja en la ciudad.
También los hospitales se quedan sin suministros en los periodos de cierre: «La insulina escasea y tenemos muchos problemas para mantener los tratamientos de diálisis», explica Reehan. Además, los arrestos y asesinatos de personal médico en los traslados de urgencia son frecuentes.
Mustafa Malki, gobernador de la región, se muestra satisfecho con la sentencia del Tribunal Internacional de Justicia, pero alerta de que se trata de una decisión no vinculante. «El fallo es importante, porque reconoce nuestros derechos, declara el muro ilegal, pide su desmantelamiento y que se indemnice a los afectados. Aunque sabemos que todo esto puede quedar sólo en palabras». Malki deposita todas sus esperanzas en la discusión de la próxima semana en el seno del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas: «Aunque Estados Unidos ejerza su derecho a veto, se hará evidente que ellos e Israel son los únicos países que apoyan el muro».
Enclaves incomunicados
Marouf Zahran, alcalde de Kalkilia, habla con la desesperación del que denuncia lo evidente. «Israel justifica el muro por razones de seguridad: pero entonces, ¿por qué no lo construyen sobre la frontera? Si estuviera en la frontera y sirviera para la separación, yo lo apoyaría, pero si alguien se quiere separar de su vecino no le levanta una pared en medio la cocina». Afirma que el muro es un instrumento de ocupación, que pretende la destrucción de la economía y la aniquilación de los recursos que podrían hacer viable un estado palestino. «No sé -pregunta con ironía- cómo podremos tener un estado sin agua, sin tierra, formado por cantones aislados».
Zahran advierte que Kalkilia es la materialización del proyecto de Sharon para toda Cisjordania: un conjunto de enclaves incomunicados y empobrecidos controlados por una red de asentamientos y bases militares. «El principal objetivo de Sharon es capturar nuestra tierra y nuestra agua y convertir las ciudades en guetos depauperados que fuercen a la población a emigrar, en beneficio de los colonos. Kalkilia ha perdido 3.000 habitantes desde la construcción del muro».
El alcalde extrae también conclusiones políticas: «Este muro está alimentando la semilla del terrorismo: al que ya lo ha perdido todo sólo le queda la lógica de la venganza». No esconde su desencanto con los organismos internacionales. «En el ayuntamiento hemos recibido a representantes de la Unión Europea, de Estados Unidos, de Rusia, de la ONU… Cada día vienen tres delegaciones desde Europa. Todos muestran su sorpresa cuando ven lo que está ocurriendo aquí, pero no hay pasos concretos para detener la política de hechos consumados de Israel». Para el alcalde, sólo una política clara y sincera desde Europa y Norteamérica que presione financieramente a Israel resultaría efectiva: «Israel está pagando el muro con el apoyo económico de Estados Unidos y de la cooperación euromediterránea. A Libia le cortaron este apoyo tras los atentados de Lockerbie. ¿Por qué no pueden hacer lo mismo con Sharon?».
La situación de Kalkilia se presta, para la generación de políticos palestinos que lideró los acuerdos de Oslo, a sacar balance. El alcalde se compara con sus antepasados y con su hijo: «Mi abuelo no tenía formación y no pudo resistir a la deportación de 1948; mi padre trabajó toda su vida en Israel; yo siempre me he dedicado a negociar con ellos. Pero mi hijo de 16 años no quiere ni hablar con los israelíes». Asegura que la generación posterior a Arafat no estará dispuesta a aceptar tantos compromisos. «No tenemos miedo, seguiremos luchando y no nos rendiremos. No tenemos otra elección: es nuestra tierra. Israel se equivoca si piensa que con el muro conseguirá explusarnos de ella».
18/07/2004